TODO POR GRACIA
Unas palabras
trascendentales para quienes están buscando
la salvación por medio del
Señor Jesucristo
Por
C. H. Spurgeon
“Donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia”
Romanos 5:20
1. ¡Para
ti!
El
propósito de este libro es la salvación del lector. Quien lo elaboró y
escribió, se vería grandemente frustrado si no condujera a muchas personas al
Señor Jesús. Este libro sale a la luz con una infantil dependencia en el poder
de Dios, el Espíritu Santo, para que lo use en la conversión de millones de
personas, si así lo quisiera. Sin duda, muchos hombres y mujeres de condición
humilde tomarán este volumen, y el Señor les visitará con gracia. Para cumplir
este propósito se ha escogido el lenguaje más sencillo, y se han utilizado
muchas expresiones comunes.
Pero si
algunas personas de riqueza y abolengo leyeran el libro, el Espíritu Santo
podría conmoverlas a ellas también, ya que lo que puede ser comprendido por
el iletrado no es menos atractivo para el instruido. ¡Oh, que lo leyeran
algunos que a su vez se convirtieran en grandes ganadores de almas! ¿Quién
podría saber cuántos encontrarán su camino a la paz por medio de lo que
leyeren aquí? Una pregunta más importante para ti, querido lector, es esta: ¿Serás
tú uno de ellos?
Un cierto
individuo colocó una fuente a la vera del camino, y colgó en la fuente un vaso
que pendía de una cadenita. Algún tiempo después le contaron que un gran
crítico de arte había criticado severamente su diseño. “Pero”—preguntó el hombre—“¿hay
muchos sedientos que beben de la fuente?” Le respondieron que miles de pobres,
hombres, mujeres y niños, calmaban su sed en esa fuente; entonces él sonrió y
dijo que le turbaba muy poco la observación del crítico, y que sólo esperaba
que algún día del ardiente verano el propio crítico pudiera llenar el vaso y
refrescarse y alabar el nombre del Señor. Aquí está mi fuente y aquí está mi
vaso: critícalos si te place; pero, por favor, bebe del agua de vida.
Lo único que me importa es eso. Yo preferiría bendecir el alma del más
pobre barrendero callejero, o del recogedor de basura, que agradar a un
príncipe sin poder convertirlo a Dios.
Lector, ¿estás
dispuesto a hacer algo al leer estas páginas? Si es así, estamos de acuerdo
de entrada; que encuentres a Cristo y el cielo es el único propósito que se
persigue aquí. ¡Oh, que podamos buscarlos juntos! Yo lo hago al dedicar este
librito con oración. ¿No te unirás a mí, elevando tu vista a Dios y pidiéndole que
te bendiga mientras lo lees? La providencia ha puesto estas páginas en tu camino;
tienes un poco de tiempo disponible para leerlas y te sientes dispuesto a prestarles
tu atención. Estas son buenas señales. ¿Quién sabe si el tiempo establecido para
la bendición ha llegado para ti? De todos modos, el Espíritu Santo dice: “Si
oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones.”
2. ¿Cuál
es nuestro propósito?
Escuché
una historia; me parece que proviene de la región del norte del país: un
ministro visitó a una pobre mujer con la intención de proporcionarle ayuda, pues
sabía que era muy pobre. Con una moneda de media corona en su mano, tocó a su
puerta, pero ella no respondió. El ministro dedujo que no se encontraba en
casa, y se marchó. Poco tiempo después se la encontró en la iglesia, y le dijo que había
recordado su carencia: “la busqué en su casa, y toqué varias veces, y supongo
que no se encontraba allí, pues no recibí respuesta.” “¿A qué hora me buscó,
señor?” “Era cerca del mediodía.” “Oh, no”—dijo ella—“yo le oí, señor, y lamento
no haberle respondido porque yo pensaba que se trataba del hombre que
venía a cobrar la renta.” Muchas pobres mujeres saben lo que esto
significa.
Ahora yo
deseo ser escuchado, y, por tanto, quiero decirles que no vengo a cobrar la
renta; en verdad, el propósito de este libro no es pedirles nada, sino decirles
que la salvación es TODA ELLA POR GRACIA, que quiere decir: libre,
gratuita, por nada.
Con mucha
frecuencia, cuando estamos ansiosos de llamar la atención, nuestro interlocutor
piensa: “¡Ah!, ahora van a decirme mis deberes. Se trata del hombre que me busca
por lo que le debo a Dios, y sé que no tengo nada con qué pagar. Pretenderé no
estar en casa.” No, este libro no llega para exigirte algo, sino para
traerte algo. No vamos a hablar acerca de la ley, ni del deber, ni del castigo, sino
acerca del amor, la bondad, el perdón, la misericordia y la vida eterna. No
pretendas, por tanto, estar fuera de casa: no te hagas el sordo o el
desentendido. Yo no te estoy pidiendo nada en el nombre de Dios o del hombre.
No es mi intención exigir nada de tus manos; yo vengo, en el nombre de Dios,
para traerte una dádiva que será para tu dicha presente y eterna, cuando la
recibas. Abre la puerta y deja entrar a mis argumentos. “Venid luego…y estemos
a cuenta.” El propio Señor te invita a una entrevista que tiene que ver con tu
felicidad inmediata y sempiterna, y no habría hecho esto si no tuviera buenas
intenciones para contigo. No rechaces al Señor Jesús que toca a tu puerta, pues
toca con una mano que fue clavada al madero por personas como tú. Puesto que Su
único y exclusivo propósito es tu bien, inclina tu oído y ven a Él. Oye
diligentemente y deja que la buena
palabra penetre en tu alma. Acaso ha llegado la hora en la que entrarás en esa
nueva vida, que es el comienzo del cielo. La fe viene por el oír, y leer es una
forma de oír: la fe podría venirte mientras estás leyendo este libro. ¿Por qué
no? ¡Oh bendito Espíritu de toda gracia, haz que así sea!
3. Dios
justifica al impío
Escucha un
breve sermón. Hallarás el texto en la Epístola a los Romanos, en el capítulo cuatro y
versículo cinco: “Al que no
obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por
justicia.” Les pido
que presten atención a estas palabras: “Aquel que justifica al impío.” Me parece
que son palabras sumamente extraordinarias.
¿No les
sorprende encontrar una expresión como ésta en la Sagrada Biblia :
“Que
justifica al impío”? He oído que algunos hombres que odian las doctrinas de la
cruz, presentan una acusación contra Dios porque salva a los impíos y recibe a los
más viles de los viles. ¡Vean cómo la propia Escritura acepta la imputación y declara
el hecho con franqueza! Por boca de Su siervo Pablo, por inspiración del Espíritu
Santo, Él mismo asume el título de “Aquel que justifica al impío.” Hace justos
a quienes son injustos, perdona a quienes merecen ser castigados y favorece a quienes
no merecen favor alguno.
Tú has
pensado que la salvación era para los buenos, ¿no es cierto? Has creído que la
gracia de Dios era para los puros y los santos, para aquellos que están libres de
pecado, ¿no es verdad? Se te ha metido que, si fueras excelente, entonces Dios
te recompensaría; y has pensado que debido a que no eres digno, no podría haber
forma de que goces de Su favor. Has de estar un tanto sorprendido al leer un
texto como este: “Aquel que justifica al impío.”
No me
extraña que te sorprendas, pues, a pesar de toda mi familiaridad con la grandiosa
gracia de Dios, nunca dejo de asombrarme de ese texto. Suena muy sorprendente,
¿no es cierto?, que pueda ser posible que un Dios santo justifique al hombre
impío. Nosotros, de acuerdo a la legalidad natural de nuestros corazones, estamos
hablando siempre de nuestra propia bondad y de nuestros propios méritos, y
sostenemos tenazmente que ha de haber algo en nosotros que atraiga la atención
de Dios.
Ahora,
Dios, que ve a través de todas nuestras imposturas, sabe que no hay ninguna
bondad de ningún tipo en nosotros. Dios dice que “No hay justo ni aun uno.”
Sabe que “Todas nuestras justicias son como trapos de inmundicia”; y, por ello,
el Señor Jesús no vino al mundo para buscar la bondad y la justicia entre los
hombres, sino para traer consigo bondad y justicia, y para otorgarlas a
aquellas personas que carecen de ellas. Viene, no por causa de que seamos justos,
sino para hacernos justos: Él justifica al impío.
Cuando un
abogado se presenta en la corte, si es un hombre honesto, desea litigar el caso
de una persona inocente y absolverla ante la corte de los cargos que son
falsamente imputados a su cliente. El objetivo del abogado es justificar a la persona
inocente, y no debería intentar encubrir a la parte culpable. El hombre no
tiene ni el derecho ni el poder de justificar verdaderamente al culpable. Este
es un milagro reservado únicamente para el Señor. Dios, el soberano
infinitamente justo, sabe que no hay un solo justo en toda la tierra que haga
el bien y no peque, y, por tanto, en la infinita soberanía de Su naturaleza
divina y en el esplendor de Su amor indecible, asume la tarea, no de justificar
al justo como de justificar al impío. Dios ha concebido la manera y los medios
de hacer que el impío sea justamente acepto delante de Él: ha establecido un
sistema mediante el cual puede tratar al culpable, con perfecta justicia, como
si toda su vida hubiese estado libre de ofensa, sí, puede tratarle como si
fuese enteramente libre de pecado. Él justifica al impío.
Jesucristo
vino al mundo para salvar a los pecadores. Es algo muy sorprendente, algo
que debe ser asombroso más que nada para aquellos que ya disfrutan de la
justificación. Yo sé que para mí sigue siendo, hasta el día de hoy, el mayor portento
que pudiera conocer que Dios me justificara a mí. Yo me siento como un bulto
de indignidad, como una masa de corrupción, como un montón de pecado, aparte de
Su amor todopoderoso. Sé, con una plena seguridad, que soy justificado por la
fe que es en Cristo Jesús, y que soy tratado como si yo hubiese sido
perfectamente justo, y hecho heredero de Dios y coheredero con Cristo; y, sin
embargo, por naturaleza debo tomar mi lugar entre los más pecadores. Yo, que soy
completamente indigno, soy tratado como si hubiese sido merecedor. Soy amado
con tanto amor como si siempre hubiese sido piadoso, aunque más bien yo era un impío.
¿Quién podría evitar sentirse sorprendido por esto? La gratitud ante tal favor
se reviste con ropas de asombro.
Ahora,
aunque esto sea muy sorprendente, quiero que adviertas cuán asequible se hace el
Evangelio para ti y para mí. Si Dios justifica al impío, entonces, querido
amigo, Él puede justificarte. ¿Acaso no eres precisamente de ese tipo de
personas? Si eres un inconverso en este preciso instante, es una descripción
muy apropiada de ti: has vivido sin Dios, has sido lo opuesto de piadoso; en
una palabra, has sido y eres impío. Tal vez ni siquiera hayas asistido a
algún lugar de adoración en el día domingo, y más bien has vivido descuidando
ese día, y la casa, y la Palabra de Dios, lo cual demuestra
que has sido impío. Y lo que es más triste todavía, pudiera ser que incluso
hayas tratado de dudar de la existencia de Dios, y hayas llegado hasta el
extremo de declararlo. Has vivido en esta hermosa tierra, que está saturada de
evidencias de la presencia de Dios, y todo este tiempo has cerrado tus ojos a
las claras evidencias de Su poder y Deidad. Has vivido como si no hubiera Dios.
En verdad, te habría agradado sobremanera si hubieses podido demostrarte
a ti mismo con absoluta certeza que no había ningún Dios. Posiblemente hayas
vivido muchísimos años de esta manera, de tal forma que ahora ya estás muy bien
establecido en tus caminos, y, no obstante, Dios no está en ninguno de ellos.
Si fueras calificado como:
IMPÍO esa
palabra te describiría con tanta precisión como si el mar fuera clasificado
como
“agua
salada.” ¿No es cierto?
Acaso seas
una persona de otro tipo; has cumplido regularmente con todas las formas
externas de la religión, pero lo has hecho sin involucrar tu corazón en
absoluto, y has sido realmente un impío. Aunque te reúnes con el pueblo de Dios,
nunca te has reunido con Dios tu solo; has participado en el coro, y, sin
embargo, no has alabado al Señor con tu corazón. Has vivido sin ningún amor a
Dios en tu corazón, o alguna consideración para Sus mandamientos en tu vida. Bien, tú eres
precisamente la clase de hombre a quien es enviado este Evangelio: este Evangelio
que declara que Dios justifica al impío. Es algo muy asombroso, pero está
felizmente disponible para ti. Es lo apropiado para ti. ¿No es cierto? ¡Cómo deseo
que lo aceptes! Si fueras un hombre sensato, verías la insigne gracia de Dios
al proveer para personas que son como tú, y te dirías: “¡Justificar al impío!
Entonces,
¿por qué no habría yo de ser justificado, y ser justificado de inmediato?”
Ahora,
observa además, que ha de ser así: que la salvación de Dios es para quienes
no la merecen, y no tienen ninguna preparación para ella. Es razonable que la
declaración sea incorporada a la
Biblia , pues, querido amigo, nadie más necesita justificación
sino quienes carecen de una justificación propia. Si algunos de mis lectores
son perfectamente justos, no necesitan ninguna justificación. Tú sientes
que estás cumpliendo bien con tu deber, y casi estás poniendo al cielo bajo una
obligación para contigo. ¿Qué necesidad tienes de un Salvador o de la
misericordia? ¿Qué necesidad tienes de justificación? Ya estarás cansado de mi
libro en este momento, pues no tiene ningún interés para ti.
Si algunos
de ustedes se están dando aires tan altivos, escúchenme unos momentos. Tan
ciertamente como que viven ahora, ustedes serán condenados. Ustedes, hombres
justos, cuya justicia es enteramente el resultado de su propia obra, son, ya
sea engañadores o engañados, pues la Escritura no puede mentir y lo dice muy
claramente: “No hay justo, ni aun uno.” En todo caso, no tengo ningún evangelio
que predicar para los justos con justicia propia, no, ni siquiera una palabra
del Evangelio. El propio Jesucristo no vino para llamar a los justos, y yo no
voy a hacer lo que Él no hizo. Si yo les llamara, ustedes no vendrían, y, por eso,
no les llamaré bajo ese carácter. No, les pido que más bien miren esa justicia propia
hasta que descubran qué gran engaño es. No es ni la mitad de sólida que una
telaraña. ¡Acaben con ella! ¡Huyan de ella! ¡Oh señores, las únicas personas que pueden
necesitar justificación son aquellas que no son justas en sí mismas! Necesitan
que se haga algo por ellas para hacerlas justas ante el tribunal de Dios.
Tengan la
seguridad de que el Señor hace únicamente lo que es necesario. La sabiduría infinita
nunca intenta hacer lo innecesario. Jesús nunca emprende lo superfluo. La obra
de Dios no consiste en hacer justo a quien es justo: esa sería una labor
para un necio; por el contrario, hacer justo a quien es injusto, esa es una obra
para el amor y la misericordia infinitos. Justificar al impío: ese es un
milagro digno de Dios. Y, en verdad, así es.
Ahora,
miren. Si hubiere en alguna parte del mundo un médico que ha descubierto remedios
valiosos y eficaces, ¿a quiénes sería enviado ese médico? ¿Sería enviado a
quienes están perfectamente sanos? Espero que no. Ubíquenlo en un distrito
donde no hubiere personas enfermas y se sentiría fuera de lugar. No podría
curar a nadie. “Los sanos no necesitan médico sino los enfermos.” ¿Acaso no es
igualmente claro que los grandiosos remedios de la gracia y la redención son para
los enfermos del alma? No podrían ser para los sanos, pues no les serían de
utilidad. Si tú, querido amigo, sientes que estás enfermo espiritualmente, el Médico
ha venido al mundo para ti. Si estás completamente arruinado en razón de tu
pecado, eres precisamente la persona buscada en el plan de salvación. Yo declaro
que el Señor de amor tenía bajo Su mira a personas precisamente como tú, cuando
ordenó el sistema de gracia.
Supongan
que un individuo de espíritu generoso resolviera perdonar a todos aquellos que
estuvieren endeudados con él; es claro que esto sólo podría aplicarse a quienes
realmente fueran sus deudores. Una persona le debe mil libras esterlinas; otro
le debe cincuenta libras esterlinas; todo lo que tiene que hacer cada uno de
ellos es presentar su pagaré para que su obligación de pago sea borrada. Pero la
persona más generosa no puede perdonar las deudas de quienes no le deben nada.
Perdonar a quien no tiene pecado está fuera del poder de la omnipotencia.
El perdón,
por tanto, no puede ser para ti, que no tienes pecado. El perdón ha de ser para
el culpable. La remisión ha de ser para el pecador. Es absurdo hablar de perdonar
a quienes no necesitan el perdón, de absolver a quienes no han cometido ninguna
ofensa.
¿Piensas
que has de ser condenado porque eres un pecador? Esta es la razón por la
cual puedes ser salvado. Debido a que te reconoces pecador, quiero alentarte a
creer que la gracia es dispensada a personas como tú. Uno de nuestros autores
de himnos se atrevió incluso a decir—
“Un
pecador es algo sagrado; El Espíritu Santo lo ha hecho así.”
Es
verdaderamente cierto que Jesús busca y salva lo que se había perdido. Él murió
y llevó a cabo una expiación real por pecadores reales. Cuando los hombres no
están jugando con las palabras, o llamándose a sí mismos “miserables pecadores,”
por pura cortesía, me siento lleno de gozo cuando me reúno con ellos. Me daría
gusto platicar la noche entera con pecadores que se reconocen sinceramente
como tales (bona fide). El mesón de la misericordia nunca cierra sus
puertas para
ellos, ni días de semana ni domingos. Nuestro Señor Jesús no murió por pecados imaginarios,
sino que la sangre de Su corazón fue derramada para limpiar manchas de color
carmesí que nada más podría quitar. Aquel que es un negro pecador, es el tipo
de hombre que Jesucristo vino a blanquear. En cierta ocasión un predicador del
Evangelio predicó un sermón sobre el texto: “Ahora, ya también el hacha está
puesta a la raíz de los árboles”; y pronunció un sermón de tal naturaleza que
uno de sus oyentes le dijo: “Uno habría pensado que usted estaba predicando a
criminales. Su sermón debió haber sido predicado en la cárcel del condado.”
“Oh, no”—respondió el buen hombre—“si yo predicara en la cárcel del condado, no
predicaría sobre ese texto, allí predicaría
sobre:
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo
para salvar a los pecadores.” Justo eso. La ley es para los justos con justicia
propia, para abatir su orgullo: el Evangelio es para los perdidos, para
suprimir su desesperación.
Si no estás
perdido, ¿qué tienes que ver con un Salvador? ¿Debería el pastor ir en busca de
las ovejas que nunca se descarriaron? ¿Por qué la mujer habría de barrer su
casa por las monedas que nunca abandonaron su bolsa? No, la medicina es para el
enfermo; la vivificación es para los muertos; el perdón es para los culpables;
la liberación es para quienes están atados: la restauración de la vista es para
quienes están ciegos. ¿Cómo se podrían explicar el Salvador, y Su muerte en la
cruz, y el Evangelio del perdón, a menos que fuese sobre la suposición de que los
hombres son culpables y dignos de condenación? El pecador es la razón de la existencia
del Evangelio. Tú, amigo mío, a quien llega ahora esta palabra, si eres indigno,
si eres digno del castigo, si eres digno del infierno, tú eres el tipo de hombre
para quien el Evangelio es ordenado, y dispuesto y proclamado. Dios justifica al impío.
Yo
quisiera presentar esto de manera muy sencilla. Espero haberlo logrado ya; pero,
aun así, sencillo como es, únicamente el Señor puede hacer que un hombre lo
vea. En verdad al principio le parece sumamente asombroso al hombre que ha despertado,
que la salvación sea realmente para él como un ser culpable y perdido.
Piensa que
la salvación ha de ser para él como un hombre penitente, olvidando que su arrepentimiento
es una parte de su salvación. “Oh”—dice él—“pero he de ser esto y lo otro,”
todo lo cual es cierto, pues será esto y eso como resultado de la salvación;
pero la salvación viene a él antes de que tenga cualquiera de los resultados de
la salvación. Viene a él, de hecho, mientras merece esta descripción abominable,
despreciable, miserable y desnuda: “impío.” Eso es todo lo que es cuando
el Evangelio de Dios viene para justificarlo.
Quisiera,
por tanto, exhortar a quienes no poseen nada bueno, que temen que ni siquiera
tienen un sentimiento bueno o cosa alguna que les recomiende ante Dios, que
crean firmemente que nuestro misericordioso Dios puede y quiere recibirlos
sin nada que les recomiende, y perdonarlos espontáneamente, no por causa de que
esos individuos sean buenos, sino debido a que Él es bueno.
¿Acaso no hace salir Su sol sobre malos y buenos? ¿Acaso no da tiempos
fructíferos y envía la lluvia y el sol sobre las naciones más impías? Sí, hasta
la misma Sodoma recibía Su sol, y Gomorra tenía Su rocío. Oh amigo, la
grandiosa gracia sobrepasa mi comprensión y la tuya, y quisiera que la
consideraras dignamente. Como son más altos los cielos que la tierra, así son
los pensamientos de Dios más que nuestros pensamientos. Él puede perdonar
abundantemente. Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores: el perdón
es para el culpable.
No
intentes darte unos retoques pretendiendo pasar por algo que realmente no eres;
antes bien, tal cual eres acude a quien justifica al impío. Hace poco tiempo, un
gran artista había pintado una parte de la ciudad en la que vivía, y quería incluir
en su cuadro—por razones históricas—a ciertos personajes muy notables de la
ciudad. Un barrendero de las calles, desaseado, andrajoso y mugroso, era muy
conocido por todos, y había un lugar apropiado para él en el cuadro. El artista
le dijo a este individuo tosco y andrajoso: “te pagaré bien si vienes a mi
estudio y me permites hacerte un retrato.” El barrendero se presentó en la
mañana, pero pronto se le pidió que volviera a sus actividades, pues se había
lavado la cara y se había peinado y se había vestido de manera respetable. El
pintor lo necesitaba como un mendigo, y no era invitado en ninguna otra
capacidad. De la misma manera, el Evangelio te recibirá en sus salones si
vienes como un pecador, y no de otra manera. No esperes una reforma, sino ven
de inmediato por tu salvación.
Dios
justifica al impío, y eso te incluye donde estás ahora: te recoge
en tu peor estado. Entra en tu estado actual. Quiero decir, ven a tu Padre
celestial con todo tu pecado y tu condición pecaminosa. Ven a Jesús tal como
eres, leproso, inmundo, desnudo, incompetente para vivir e incompetente para
morir. Ven, tú que eres la basura de la creación; ven, a pesar de que difícilmente
te atrevas a esperar algo más que la muerte. Ven, aunque te cobije la
desesperación, oprimiendo tu pecho como una
horrible pesadilla. Ven y pídele al Señor que justifique a otro impío. ¿Por qué
no habría de hacerlo? Ven, pues esta grandiosa misericordia está destinada para
personas como tú. Lo digo en el lenguaje del texto, y no puedo expresarlo más
vigorosamente: el propio Señor Dios se asigna este título misericordioso:“El
que justifica al impío.” Él hace justos y hace que sean tratados como justos aquellos
que por naturaleza son impíos. ¿Acaso no es esa una maravillosa palabra para
ti? Lector, no te levantes de tu asiento hasta no haber considerado bien
este asunto.
4. Dios es
el que justifica
Ser
justificado o ser hecho justo es algo maravilloso. Si nunca hubiésemos quebrantado
las leyes de Dios, no habríamos necesitado la justificación, pues habríamos
sido justos en nosotros mismos. Aquel que ha hecho toda su vida las cosas debió
haber hecho, y no ha hecho nunca nada que no debió haber hecho, es justificado
por la ley. Pero tú, querido lector, no eres de ese tipo, estoy muy seguro de
ello. Tienes demasiada honestidad para pretender estar libre de pecado, y, por
tanto, necesitas ser justificado. Ahora, si te justificas a ti mismo,
simplemente serías un engañador de ti mismo. Por tanto, no lo intentes. Nunca
valdrá la pena. Si les pides a tus semejantes, que son mortales, que te
justifiquen, ¿qué podrían hacer ellos? Podrías hacer que algunos de ellos
hablaran bien de ti por unas cuantas monedas; y otros te difamarían por menos
que eso. El juicio de tus semejantes no vale mucho.
Nuestro
texto dice: “Dios es el que justifica,” y nos está declarando la verdad. Es un
hecho prodigioso, y un hecho que debemos considerar con cuidado. Ven y ve.
En primer lugar,
nadie sino Dios habría pensado jamás en justificar a quienes son
culpables. Han vivido en abierta rebeldía; han hecho el mal con ambas
manos; han ido de mal en peor; han regresado al pecado a pesar de haberles costado tan caro que se han visto forzados a dejarlo. Han
quebrantado la ley y han
pisoteado el Evangelio. Han rechazado las proclamaciones de la misericordia, y han persistido en la impiedad. ¿Cómo podrían ser
perdonados y justificados? Sus
semejantes, perdiendo toda esperanza en cuanto a ellos, dicen: “son casos desahuciados.”
Incluso los cristianos los miran con tristeza en lugar de mirarlos con
esperanza. Pero no así su Dios. Él, en el esplendor de su gracia que elige, habiendo
escogido a algunos de ellos antes de la fundación del mundo, no descansará hasta
haberlos justificado, y haberlos hecho aceptos en el Amado. ¿No está
escrito: “A los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a
estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó”? Así
ves que hay algunos a quienes el Señor resuelve justificar: ¿por qué no
habríamos de formar parte tú y yo de ese número?
Nadie sino
Dios habría pensado jamás en justificarme a mí. Yo soy un portento para
mí mismo. No dudo que la gracia es vista igualmente en otros. Mira a Saulo de
Tarso, que echaba espuma por la boca contra los siervos de Dios. Como lobo
hambriento afligía a los corderos y a las ovejas a diestra y siniestra; y, sin embargo,
Dios le derribó en el camino a Damasco y cambió su corazón y lo justificó tan plenamente
que, antes de que pasase mucho tiempo, este hombre se convirtió en el más
grandioso predicador de la justificación por fe que haya vivido jamás. Debe de
haberle asombrado con frecuencia que él fuera justificado por la fe en
Cristo Jesús, pues una vez fue un resuelto propulsor de la salvación por las obras
de la ley. Nadie sino Dios habría pensado jamás en justificar a un hombre como
Saulo el perseguidor; pero el Señor es glorioso en gracia.
Pero, aun
si alguien hubiese pensado en justificar al impío, nadie sino Dios podría
haberlo hecho. Es imposible que alguien perdone las ofensas que no
han sido cometidas en su contra. Alguien te ha agraviado grandemente;
tú podrías perdonarle, y espero que lo hagas; pero ninguna
tercera persona, aparte de ti, podría perdonarle. Si alguien te
ha hecho mal, el perdón ha de provenir de ti. Si hemos pecado
contra Dios, en Dios está el poder de perdonar, pues el pecado es contra Él
mismo. Esa es la razón por la que David dice, en el Salmo cincuenta y uno:
“Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos”; entonces
Dios, contra quien es cometida la ofensa, es quien puede quitar la ofensa.
Lo que
debemos a Dios puede ser remitido por nuestro gran Acreedor, si así le agrada;
y si Él remite, es remitido. Nadie sino el grandioso Dios, contra quien hemos
cometido el pecado, puede borrar ese pecado; acudamos a Él, por tanto, y busquemos
misericordia de Sus manos.
No hemos
de consentir ser seducidos por los sacerdotes, que quisieran que nos confesemos
con ellos: los sacerdotes no cuentan con ninguna autorización en la Palabra de Dios para sus
pretensiones. Pero aun si fueran ordenados para pronunciar la absolución en el
nombre de Dios, aun así sería mejor que acudiéramos nosotros mismos al
grandioso Señor por medio de Jesucristo, el Mediador, para buscar y encontrar
el perdón de Sus manos, puesto que estamos seguros de que este es el
camino de la verdad. La religión de ‘poderhabientes’ involucra un riesgo demasiado
grande: es mejor que te ocupes tú mismo en los asuntos de tu alma, y que no los
pongas en manos de ningún tercero.
Sólo Dios
puede justificar al impío; pero Él puede hacerlo a la perfección.
Él echa
tras Sus espaldas todos nuestros pecados; Él los borra; Él afirma que aunque
sean buscados, no se hallarán. Sin ninguna otra razón para ello sino Su propia
bondad infinita, ha preparado un glorioso camino mediante el cual pecados como
la grana serán emblanquecidos como la nieve, y hará alejar nuestras rebeliones
cuanto está lejos el oriente del occidente. Él dice: “No me acordaré de tus
pecados.” Él llega al punto de poner un fin al pecado.
Alguien,
en tiempos antiguos, clamó anonadado: “¿Qué Dios como tú, que perdona la
maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre
su enojo, porque se deleita en misericordia.”
No estamos
hablando ahora de justicia, ni de los tratos de Dios para con los hombres según
sus merecimientos. Si profesas tratar con el justo Señor sobre los términos de
la ley, la ira eterna te amenaza, pues eso es lo que mereces. Bendito sea Su
nombre porque no ha tratado con nosotros según nuestros pecados; mas ahora nos
trata según los términos de la gracia inmerecida y la compasión infinita, y
dice: “Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia.” Créelo, pues es definitivamente
cierto que el grandioso Dios trata al culpable con abundante misericordia; sí,
trata a los impíos como si siempre hubiesen sido piadosos.
Lean
atentamente la parábola del hijo pródigo, y vean cómo el padre perdonador
recibió al descarriado que regresaba, con tanto amor, como si nunca se hubiese
alejado y nunca se hubiese corrompido con rameras. Llevó el asunto tan lejos
que el hermano mayor comenzó a refunfuñar por ello; pero el padre nunca retiró
su amor. Oh hermano mío, por culpable que seas, si sólo regresaras a tu Dios y
Padre, te tratará como si nunca hubieses hecho nada malo. Te considerará como
justo, y te tratará de conformidad a eso. ¿Qué dices a esto? ¿Acaso no ves
que—pues quiero resaltar este hecho claramente y hacer ver cuán espléndido
es—como nadie sino Dios pensaría en justificar al impío, y nadie sino Dios
podría hacerlo, el Señor en efecto lo hace? Mira cómo lo expresa el apóstol:
“¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica.” Si Dios ha
justificado a un hombre, está bien hecho, está hecho rectamente, está hecho justamente,
está hecho eternamente. El otro día leí en una publicación que está llena de
veneno contra el Evangelio y contra quienes lo predican, que sostenemos un tipo
de teoría por medio de la cual nos imaginamos que el pecado puede ser quitado
de los hombres. No sostenemos ninguna teoría; publicamos un hecho.
Este es el
hecho más grandioso bajo el cielo: que Cristo, por Su preciosa sangre quita
realmente el pecado, y que Dios, por causa de Cristo, tratando con los hombres sobre
términos de divina misericordia, perdona a los culpables y los justifica, no de
conformidad a cosa alguna que ve en ellos o ve anticipadamente que habrá en
ellos, sino de acuerdo a las riquezas de Su misericordia que están contenidas en
Su propio corazón. Esto hemos predicado, predicamos y predicaremos en tanto que
vivamos. “Dios es el que justifica”: que justifica al impío; Él no se
avergüenza de hacerlo, ni nosotros nos avergonzamos de predicarlo.
La justificación
que proviene del propio Dios está más allá de toda duda. Si el Juez me
absuelve, ¿quién es el que me condenará? Si la corte suprema del universo me ha
declarado justo, ¿quién me acusará? La justificación otorgada por Dios es una
respuesta suficiente para la conciencia que ha despertado. El Espíritu Santo, por
su medio, insufla paz en nuestra naturaleza entera, y ya no tememos más.
Con esta
justificación podemos responder a todos los rugidos y las palabras injuriosas de
Satanás y de los hombres impíos. Con esto seremos capaces de morir; con esto
resucitaremos resueltamente, y enfrentaremos el último gran juicio—
“Osado
estaré en aquel gran día,
Pues
¿Quién me acusará de algo?
Ya he
sido absuelto por mi Señor
De la
tremenda maldición y reprobación del pecado.”
Amigo, el
Señor puede borrar todos tus pecados. No estoy disparando a ciegas cuando
afirmo esto: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres.”
Aunque
estés hundido hasta el cuello en el delito, Él puede quitar la corrupción con
una palabra, y decir: “Quiero; sé limpio.” El Señor es un grandioso perdonador.
“YO CREO EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS.” ¿CREES TÚ?
Él podría
pronunciar la sentencia incluso en este preciso momento: “Tus pecados te son
perdonados; vé en paz”; y si Él hace esto, ningún poder en el cielo, o en la
tierra, o bajo la tierra puede ponerte bajo sospecha y mucho menos bajo ira.
No dudes
del poder del amor Todopoderoso. Tú no podrías perdonar a tu prójimo si
te hubiera ofendido como tú has ofendido a Dios; pero no debes medir el grano de
Dios con tu almud; Sus pensamientos y Sus caminos están tan encima de los tuyos
como los cielos están por sobre la tierra.
“Bien”—dices
tú—“sería un gran milagro si el Señor fuera a perdonarme.” Eso es correcto.
Sería un milagro supremo, y por eso mismo, es muy posible que esté dispuesto a
hacerlo, pues Él hace “cosas grandes e inescrutables” que no esperamos. Yo
mismo me vi abatido por un horrible sentido de culpa que convirtió mi vida
en una desdicha; pero cuando oí el mandato: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los
términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más,” yo miré, y en un
instante el Señor me justificó. Lo que vi fue a Jesucristo hecho pecado por mí,
y esa visión me proporcionó descanso. Cuando aquellos que fueron mordidos por
las serpientes ardientes en el desierto miraban a la serpiente de bronce, eran
sanados de inmediato; y yo también fui sanado cuando miré al Salvador
crucificado. El Espíritu Santo, que me dio la gracia para creer, me dio paz a
través de creer. Me sentí tan seguro que había sido perdonado como antes me
sentía seguro de la condenación. Yo había estado convencido de mi condenación
porque la Palabra
de Dios lo declaraba, y mi conciencia me daba testimonio de ello; pero cuando
el Señor me justificó, fui conducido a una certeza igual por los mismos
testimonios.
La palabra
del Señor en la Escritura
dice: “El que en él cree, no es condenado,” y mi conciencia da testimonio de
que yo creí, y de que Dios es justo al perdonarme. De esta manera tengo el
testimonio del Espíritu Santo y de mi propia conciencia, y ambos coinciden al
unísono. ¡Oh, cómo desearía que mi lector recibiera el testimonio de Dios sobre
este asunto, y entonces muy pronto tendría también el testimonio en sí mismo!
Me
aventuro a decir que un pecador justificado por Dios está incluso sobre una
base más firme que hombre justo justificado por sus obras, si existiera tal
individuo. No podríamos estar seguros nunca de haber realizado las suficientes obras:
la conciencia estaría siempre intranquila, no fuera que, después de todo, nos
quedáramos cortos, y sólo podríamos tener el trémulo veredicto de un juez falible
sobre el cual confiar: pero cuando Dios mismo justifica, y el Espíritu Santo da
testimonio de ello al darnos paz con Dios, entonces sentimos que el asunto es seguro
y está resuelto, y entramos en el reposo. Ninguna lengua puede expresar la profundidad
de esa calma que le sobreviene al alma que ha recibido la paz de Dios que
sobrepasa todo entendimiento. Amigo, búscala DE INMEDIATO.
5. El Justo
y el que justifica
Hemos
visto al impío justificado y hemos considerado la grandiosa verdad que solamente
Dios puede justificar a alguien; ahora damos un paso adelante y hacemos la
pregunta: ¿Cómo puede un Dios justo justificar a los hombres culpables? En Romanos
3:21-26 nos encontramos con una respuesta completa. Leeremos
seis versículos de este capítulo para captar el sentido del pasaje:
“Pero
ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley
y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para
todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron,
y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por
su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como
propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a
causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la
mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y
el que justifica al que es de la fe de Jesús.”
Permítanme
aquí que comparta con ustedes un poco de mi experiencia personal.
Cuando me
encontraba bajo la mano del Espíritu Santo, bajo convicción de pecado, tuve un
sentido agudo y claro de la justicia de Dios. El pecado, independientemente de
lo que pudiera ser para otras personas, se convirtió para mí en una carga
intolerable. No se trataba tanto de que temiera al infierno, sino más bien de
que temía al pecado. Yo me reconocía tan horriblemente culpable, que recuerdo que
sentía que si Dios no me castigaba por el pecado, tenía que hacerlo.
Sentía que
el Juez de toda la tierra debería condenar un pecado como el mío. Yo estaba
sentado en el banquillo de los acusados, y yo mismo me condenaba a perecer, pues
confesaba que si yo hubiese sido Dios no habría podido hacer otra cosa que
enviar a una criatura tan culpable como lo era yo, hasta el más bajo infierno.
Todo el
tiempo tenía en mi mente una profunda preocupación por la honra del nombre de
Dios, y la integridad de Su gobierno moral. Sentía que no satisfaría mi conciencia
que yo pudiera ser perdonado injustamente. El pecado que yo había cometido
debía ser castigado. Pero entonces estaba la pregunta de cómo Dios podía ser
justo, y, sin embargo, justificarme a mí, que había sido tan culpable. Le preguntaba
a mi corazón: “¿Cómo puede ser Él el justo y el que justifica?” Yo estaba preocupado
y abrumado por esta pregunta; tampoco podía ver alguna respuesta a la misma.
Ciertamente, no habría podido inventar nunca una respuesta que hubiera
satisfecho a mi conciencia.
Para mi
mente, la doctrina de la expiación es una de las pruebas más seguras de
la inspiración divina de la
Santa Escritura. ¿Quién habría pensado o podría haber pensado
que el Gobernante justo muriera por el rebelde injusto? Esta no es ninguna
enseñanza de la mitología humana, ni un sueño de la imaginación poética.
Este
método de expiación es conocido únicamente entre los hombres debido a que es un
hecho; la ficción no podría haberlo inventado. Dios mismo lo ordenó; no es un
asunto que habría podido ser imaginado.
Desde mi
infancia había escuchado el plan de salvación por el sacrificio de Jesús; no
sabía nada más acerca de él en lo más íntimo de mi alma que si hubiera nacido y
crecido como un salvaje. La luz estaba allí, pero yo estaba ciego; era
absolutamente necesario que el propio Señor me aclarara el asunto. Me llegó
como una nueva revelación, tan fresca como si no hubiese leído nunca en la Escritura que Jesús fue
declarado ser la propiciación por los pecados para que Dios fuera justo. Yo
creo que tiene que venir como una revelación a cada hijo de Dios nacido de
nuevo, para que pueda verlo: me refiero a esa gloriosa doctrina de la
sustitución hecha por el Señor Jesús.
Yo llegué
a entender que la salvación era posible por medio del sacrificio vicario; y
que se había hecho una provisión en la primera constitución y arreglo de
las cosas para tal sustitución. Fui conducido a ver que Aquel que es el Hijo de
Dios, co-igual, y co-eterno con el Padre, había sido hecho desde tiempos
antiguos la cabeza del pacto de un pueblo escogido para que, en esa capacidad,
sufriera por ellos y los salvara. En vista de que nuestra caída al principio no
fue una caída personal, pues nosotros caímos en nuestro representante federal,
el primer Adán, se volvió posible que fuéramos recuperados por un segundo
representante, por Aquel que había asumido ser la cabeza del pacto de Su
pueblo, a fin de ser el segundo Adán de ellos. Ví que antes de pecar de hecho,
yo había caído por el pecado de mi primer padre; y me alegré porque, por ello,
se volvió posible, desde el punto de vista de la ley, que fuera vivificado por
esa segunda cabeza y representante.
La caída
por culpa de Adán dejó una posibilidad de escape; otro Adán puede restaurar la
ruina desatada por el primero. Cuando yo estaba ansioso acerca de la posibilidad
de que un Dios justo me perdonara, entendí y vi por fe que Quien es el Hijo de
Dios se hizo hombre, y en Su propia bendita persona llevó mi pecado en Su
propio cuerpo en el madero. El castigo de mi paz fue sobre Él, y por Su llaga fui
yo curado.
Querido
amigo, ¿has visto eso alguna vez? ¿Has entendido alguna vez cómo Dios puede
ser completamente justo puesto que no remite el castigo ni embota el filo de la
espada, pero puede ser infinitamente misericordioso y justificar al impío que
se vuelve a Él? En razón de que el Hijo de Dios, supremamente glorioso en Su persona
inigualable, asumió vindicar la ley soportando la sentencia que me
correspondía, Dios puede pasar por alto mi pecado. La ley de Dios fue más
vindicada por la muerte de Cristo de lo que habría sido si todos los transgresores hubieran sido enviados al infierno. Que el Hijo de Dios sufriera
por el pecado era un arreglo más glorioso, establecido por el gobierno de Dios,
que el hecho de que toda la raza sufriera.
Jesús ha
soportado la pena de muerte en lugar nuestro. ¡Contempla el prodigio! ¡Allí
cuelga sobre la cruz! Esta es la más grandiosa visión que podrías ver jamás.
Hijo de Dios e Hijo de Hombre, allí está colgado, soportando dolores
inenarrables, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. ¡Oh, la gloria
de esa contemplación! ¡El inocente castigado! ¡El Santo condenado! ¡El Siempre
bendito hecho una maldición! ¡El infinitamente Glorioso condenado a una muerte
vergonzosa!
Entre más
contemplo los sufrimientos del Hijo de Dios, más seguro estoy de que han de
saldar mi caso. ¿Por qué sufrió sino para librarnos del castigo? Si Él nos
libró del castigo por Su muerte, entonces el castigo ha sido eliminado, y quienes
creen en Él no han de temer el castigo. Tiene que ser así, ya que, puesto que
se hace la expiación, Dios perdona sin conmover las bases de Su trono, ni transgredir
en lo más mínimo el libro de los estatutos. La conciencia recibe una respuesta
completa a su tremenda pregunta.
La ira de
Dios en contra de la iniquidad, cualquiera que ésta sea, ha de ser terrible más
allá de toda concepción. Bien dijo Moisés: “¿Quién conoce el poder de tu ira?”
Sin embargo, cuando oímos clamar al Señor de gloria: “¿Por qué me has desamparado?,”
y le vemos entregar el espíritu, sentimos que la justicia de Dios ha recibido
abundante vindicación por una obediencia tan perfecta y una muerte tan
terrible, ejecutada y sufrida por una persona tan divina. Si Dios mismo se inclina
delante de Su propia ley, ¿qué más podría hacerse? Hay mucho más en la expiación
por vía de mérito, de lo que hay en todo el pecado humano por vía de demérito.
El gran golfo del sacrificio amoroso, personal y voluntario, de Jesús, puede
tragar las montañas de nuestros pecados, todas ellas. A causa del bien infinito
de este especial Representante, el Señor puede mirar con favor a otros hombres,
por indignos que sean, en y por sí mismos. Fue un milagro de milagros que el Señor Jesucristo estuviera en lugar nuestro y—
“Soportara,
para que no tuviéramos que soportar jamás
La justa
ira de Su Padre.”
Pero Él lo
hizo. “Consumado es.” Dios perdona al pecador porque no perdonó a Su Hijo. Dios
puede pasar por alto tus transgresiones porque puso esas transgresiones sobre
Su unigénito Hijo hace casi dos mil años. Si crees en Jesús (ése es el punto),
entonces tus pecados son cargados y llevados lejos por Aquel que fue el macho
cabrío expiatorio (Azazel) por Su pueblo.
¿Qué es
creer en Él? No se trata de decir simplemente: “Él es Dios y Salvador,”
sino se trata de confiar en Él plena y enteramente, y tomarle como toda tu salvación
a partir de este momento y para siempre: tu Señor, tu Amo, tu todo. Si tú
quieres tener a Jesús, Él ya te tiene a ti. Si crees en Él, yo te digo que no
puedes ir al infierno, pues eso haría que el sacrificio de Cristo no tuviera
efecto. No puede ser que un sacrificio sea aceptado, y, sin embargo, que el
alma de aquel por quien se presentó ese sacrificio, muera. Si el alma creyente
es condenada, entonces, ¿cuál es el propósito de un sacrificio? Si Jesús murió
en lugar mío, ¿por qué habría de morir yo también? Cada creyente puede reclamar
que el sacrificio fue efectivamente realizado a favor suyo: por fe, él ha
puesto sus manos sobre el sacrificio, y se ha apropiado de él, y, por tanto,
puede tener la certeza de que nunca perecerá.
El Señor
no recibiría esta ofrenda a favor nuestro para luego condenarnos a morir. Dios
no puede leer nuestro perdón escrito en la sangre de Su propio Hijo para luego
herirnos de muerte. Eso sería imposible. ¡Oh, que te sea otorgada gracia de
inmediato para que mires a Jesús y para que comiences por el principio, para
que comiences en Jesús, que es el manantial de la misericordia para el hombre culpable!
“Él justifica
al impío.” “Dios es el que justifica,” por tanto, y solamente por esa razón,
puede hacerse y lo hace por medio del sacrificio expiatorio de Su divino Hijo.
Puede hacerse justamente, puede ser realizado tan justamente que nadie lo cuestionaría
jamás, puede ser hecho tan integralmente que en el último día tremendo, cuando
el cielo y la tierra pasen, no habrá nadie que niegue la validez de la
justificación. “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió. ¿Quién
acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica.”
Ahora,
¡pobre alma!, ¿quieres entrar en este bote salvavidas, tal como eres? ¡Aquí hay
salvación del naufragio! Acepta la segura liberación. “No tengo nada conmigo”—dices
tú. No se te pide que traigas algo contigo. Los hombres que escapan para salvar
sus vidas están dispuestos a dejar incluso sus vestidos. Salta al bote, tal
como eres.
Te diré
esto acerca de mí para animarte. Mi única esperanza del cielo se basa en la
plena expiación hecha en la cruz del Calvario por los impíos. Yo me apoyo en
ella firmemente. No tengo ni sombra de una esperanza en ninguna otra parte.
Tú estás
en la misma condición en que yo estoy, pues ninguno de los dos tenemos nada
propio que sea digno de ser considerado como una base de confianza. Juntemos
nuestras manos y quedémonos juntos al pie de la cruz, y confiemos nuestras almas,
de una vez por todas, a Aquel que derramó Su sangre por los culpables.
Nosotros
seremos salvados por el único y el mismo Salvador. Si tú pereces confiando en
Él, yo he de perecer también. ¿Qué más podría hacer para demostrar mi propia
confianza en el Evangelio que expongo ante ti?
6. Sobre
la liberación de pecar
En este
lugar quisiera expresar una sencilla palabra o dos para quienes entienden el
método de justificación por fe que es en Cristo Jesús, pero cuyo problema es
que no pueden dejar de pecar. Nunca podremos ser felices, ni tener sosiego, ni ser
sanos espiritualmente, mientras no lleguemos a ser santos. Debemos ser
liberados del pecado; pero, ¿cómo ha de ser obrado el rescate? Esta es la
pregunta de vida o muerte para muchos. La vieja naturaleza es muy fuerte, y a
pesar de que han tratado de reprimirla y domarla, no acepta ser sometida, y,
aunque están ansiosos de ser mejores, descubren que sólo están volviéndose
peores que antes. El corazón es tan duro, la voluntad es tan obstinada, las
pasiones son tan furiosas, los pensamientos son tan volátiles, la imaginación
es tan ingobernable y los deseos son tan indómitos, que el hombre siente que
tiene una madriguera de bestias salvajes en su interior, que lo devorarán antes
que ser gobernadas por él. Podríamos decir de nuestra naturaleza caída, lo que
dijo el Señor en relación a Leviatán:
“¿Jugarás
con él como con pájaro, o lo atarás para tus niñas?” Un hombre podría esperar
de igual manera sostener el viento del norte en el hueco de su mano que
controlar mediante su propia fuerza aquellos poderes borrascosos que moran
dentro de su naturaleza caída. Esta es una mayor hazaña que cualquiera de los
fabulosos trabajos de Hércules: para esto se precisa a Dios. “Yo podría
creer que Jesús perdona el pecado”—dice alguien—“pero, entonces, mi
problema es que peco de nuevo, y que siento terribles tendencias al mal
dentro de mí. Con la misma certeza que una piedra, si es arrojada al aire,
pronto cae otra vez a la tierra, lo mismo sucede conmigo, pues aunque soy
enviado al cielo por la predicación denodada, regreso de nuevo a mi
insensible estado. ¡Ay!, me
quedo fácilmente embelesado con los terribles ojos del pecado, y permanezco como
bajo un hechizo, de tal manera que no puedo escapar a mi propia insensatez.” Querido
amigo, la salvación sería un asunto tristemente incompleto si no tratase con
esta parte de nuestro estado caído. Necesitamos ser purificados al igual que
perdonados. La justificación, sin la santificación, no sería salvación en
absoluto.
Llamaría
limpio al leproso y lo dejaría para que muriera de su enfermedad; perdonaría la
rebelión y permitiría que el rebelde permaneciera siendo un enemigo para con su
rey. Quitaría las consecuencias pero no advertiría la causa, y esto dejaría
ante nosotros una tarea interminable y desesperanzada. Detendría el torrente por
un tiempo, pero dejaría abierta una fuente de contaminación, que, tarde o
temprano, irrumpiría con mayor poder. Recuerda que el Señor Jesús vino para quitar el pecado de tres maneras; Él vino para quitar
el castigo del pecado, el poder del
pecado, y, por fin, la presencia del pecado. Puedes alcanzar en seguida la segunda parte: el poder del pecado puede ser
quebrantado inmediatamente; y así
estarás en camino hacia la tercera parte, es decir, la eliminación de la
presencia del pecado. “Sabemos que él apareció
para quitar nuestros pecados.”
El ángel
dijo de nuestro Señor: “Llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo
de sus pecados.” Nuestro Señor Jesús vino para destruir en nosotros las obras
del demonio. Lo que fue dicho en el nacimiento de nuestro Señor fue declarado
también en Su muerte, pues cuando el soldado le abrió Su costado, al instante
salió sangre y agua, para expresar la doble curación por la cual somos
liberados de la culpa y de la contaminación del pecado.
No
obstante, si estás turbado por el poder del pecado, y por las tendencias de tu
naturaleza—como podría ser el caso—aquí hay una promesa para ti. Ten fe en ella,
pues figura en ese pacto de gracia que es ordenado en todas las cosas, y será guardado.
Dios, que no puede mentir, ha dicho en Ezequiel 36:26: “Os daré corazón
nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.”
Puedes ver
que todo es “Yo haré,” y “Yo haré.” “Yo daré,” y “Yo quitaré.” Este es el
estilo real del Rey de reyes, que es capaz de cumplir toda Su voluntad. Ninguna
de Sus palabras caerá a tierra jamás.
El Señor
sabe muy bien que tú no puedes cambiar tu propio corazón, y que no puedes
limpiar tu propia naturaleza, pero también sabe que Él puede realizar ambas
cosas. Él puede hacer que el etíope mude su piel, y el leopardo sus manchas.
Oye esto,
y asómbrate: Él puede crearte una segunda vez; Él puede hacer que nazcas de
nuevo. Este es un milagro de gracia, pero el Espíritu Santo lo realizará. Sería
algo sumamente prodigioso si uno pudiera estar al pie de las Cataratas del
Niágara, y pudiera decir una palabra que hiciera que el río Niágara comenzara a
correr en dirección contraria y remontara ese gran precipicio en el que ahora
se desploma con estupenda fuerza. Nada sino el poder de Dios podría lograr ese prodigio;
pero eso no sería más que un paralelismo adecuado para lo que tendría lugar si
el curso de tu naturaleza fuera invertido por completo. Todas las cosas son
posibles para Dios. Él puede cambiar radicalmente la dirección de tus deseos y
de la corriente de tu vida y en lugar de despeñarte apartándote de Dios, Él
puede hacer que tu ser entero tienda hacia arriba, hacia Dios. Esto es, de
hecho, lo que el Señor ha prometido hacer para todos aquellos que están en el
pacto; y sabemos por la
Escritura que todos los creyentes están en el pacto.
Permítanme leer estas palabras de nuevo: “Os daré corazón nuevo, y pondré
espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón
de piedra, y os daré un corazón de carne.”
¡Cuán
asombrosa es esta promesa! Y es Sí y Amén en Cristo Jesús, por medio de
nosotros, para la gloria de Dios. Hemos de asirla, aceptarla como verdadera y apropiárnosla.
Entonces será cumplida en nosotros, y tendremos que cantar, en días y años por
venir, acerca de ese cambio maravilloso que la soberana gracia de Dios ha
obrado en nosotros.
Es muy digno
de consideración que cuando el Señor quita el corazón de piedra, el acto es
cumplido; y cuando es realizado una vez, ningún poder conocido podría quitar
jamás ese nuevo corazón que Él da, y ese espíritu recto que pone dentro de
nosotros. “Irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios”; esto es, sin
arrepentimiento de Su parte; si Él ha otorgado algo alguna vez, no lo quita.
Si Él te
renueva, serás renovado. Las reformas y limpiezas del hombre pronto llegan a un
fin, pues el perro vuelve a su vómito; pero cuando Dios pone un nuevo corazón
en nosotros, el nuevo corazón queda allí para siempre, y nunca se endurecerá ni
se convertirá de nuevo en corazón de piedra. Quien lo hizo de carne lo mantendrá
así. Hemos de regocijarnos y alegrarnos para siempre en lo que Dios crea en el
reino de Su gracia.
Para
explicar este asunto de manera muy sencilla: ¿has oído alguna vez acerca de la
ilustración del señor Rowland Hill sobre la gata y la puerca? Te la contaré a mi
manera, para ilustrar las expresivas palabras de nuestro Salvador: “Os es
necesario nacer de nuevo.” ¿Ves aquella gata? ¡Qué aseada criatura es! ¡Cuán
diestramente se lava con su lengua y sus zarpas! ¡Es un espectáculo muy
agradable!
Por otra
parte, ¿viste a una puerca hacer eso alguna vez? No, nunca la viste. Va en contra
de su naturaleza. Prefiere revolcarse en el cieno. Anda y enseña a una puerca a
lavarse, y verás cuán poco éxito tendrás. Sería una gran mejora sanitaria si
los cerdos fueran limpios. ¡Enséñales a lavarse y limpiarse como la gata lo ha estado
haciendo! Inútil tarea. Puedes lavar a esa puerca por la fuerza, pero se apresura
al cieno, y pronto está tan sucia como siempre. La única manera en la que
puedes conseguir que una puerca se lave a sí misma es transformándola en una
gata; ¡entonces sí se lavaría y estaría limpia, pero no antes! Supongamos que esa
transformación se lograra; entonces, lo que era difícil o imposible se torna sumamente
fácil; la puerca estará presentable para tu sala de recibo y para la alfombra que
está junto a la chimenea.
Lo mismo
sucede con un impío; no puedes forzarle a hacer lo que el hombre regenerado
hace de buena gana; podrías enseñarle, y darle un buen ejemplo, pero él no
puede aprender el arte de la santidad, pues no tiene una mente para ello; su naturaleza
le guía en otra dirección. Cuando el Señor hace de él un hombre nuevo, entonces
todas las cosas muestran un aspecto diferente. Este cambio es tan grande, que
una vez oí que un convertido decía: “O todo el mundo ha cambiado, o yo he
cambiado.” La nueva naturaleza fluye en pos del bien, tan naturalmente, como la
vieja naturaleza se extraviaba en pos del mal. ¡Qué bendición es recibir una
naturaleza así! Sólo el Espíritu Santo puede otorgarla.
¿Consideraste
alguna vez qué cosa tan maravillosa es que el Señor otorgue un nuevo corazón y
un espíritu recto a un hombre? Tal vez hayas visto a una langosta que luchó con
otra langosta, y habiendo perdido una de sus tenazas, le creció una nueva. Eso
es algo extraordinario; pero es un hecho mucho más asombroso que un hombre
reciba un nuevo corazón. Esto, en verdad, es un milagro que está más allá de
los poderes de la naturaleza. Allí está un árbol. Si cortas una de sus ramas,
otra puede crecer en su lugar, pero ¿puedes cambiar al árbol; puedes endulzar la
savia amarga; puedes hacer que el espino produzca higos? Puedes injertarle algo
mejor, y esa es la analogía de la obra de gracia que nos proporciona la naturaleza;
pero cambiar absolutamente la savia vital del árbol sería, en verdad, un
prodigio. Dios obra en todos los que creen en Jesús, un prodigio y un misterio de
poder semejantes.
Si te rindes
a Su operación divina, el Señor alterará tu naturaleza; Él someterá a la
vieja naturaleza, y soplará una nueva vida en ti. Pon tu confianza en el Señor
Jesucristo, y quitará de tu carne el corazón de piedra, y te dará un corazón de
carne. Donde todo era duro, todo será blando; donde todo era maligno, todo será
virtuoso: donde todo tendía hacia abajo, todo se alzará con impetuosa fuerza.
El león de
la ira dará lugar al cordero de la mansedumbre; el cuervo de la inmundicia volará
delante de la paloma de la pureza; la vil serpiente del engaño será hollada
bajo el calcañar de la verdad.
He visto
con mis propios ojos cambios tan maravillosos de carácter espiritual y moral
que no pierdo las esperanzas por nadie. Yo podría, si fuera conveniente, señalar
a quienes una vez fueron mujeres impúdicas que son ahora puras como la nieve
apretada, y a hombres blasfemos que ahora deleitan a quienes les rodean por su
intensa devoción. Los ladrones son vueltos honestos, los borrachos sobrios, los
mentirosos veraces, los burladores celosos. Siempre que la gracia de Dios ha
llegado a un hombre, lo ha educado para negar la impiedad y las concupiscencias
mundanas, y para vivir sobriamente, rectamente, y piadosamente en este presente
mundo perverso: y, querido lector, lo mismo hará por ti. “Yo no puedo
hacer este cambio”—dice alguien. ¿Quién dijo que tú podrías? La Escritura que hemos
citado habla, no de lo que el hombre hará, sino de lo que Dios hará.
Es la promesa de Dios, y a Él le corresponde cumplir Sus propios compromisos.
Confía en
que Él cumplirá Su palabra en ti, y así será. “Pero, ¿cómo se llevará a cabo?”
Eso no es asunto tuyo. ¿Acaso el Señor habría de explicarte Sus métodos antes
de que le creas? La obra del Señor en este asunto es un gran misterio: el
Espíritu Santo lo lleva a cabo. Quien hizo la promesa tiene la responsabilidad
de guardar la promesa, y Él está a la altura de las circunstancias. Dios, que
prometió este maravilloso cambio, seguramente lo implementará en todos los que
reciben a Jesús, pues a todos ellos les da potestad de ser hechos hijos de
Dios. ¡Oh, que creyeras en esto! ¡Oh, que le hicieras al benigno Señor la justicia
de creer que Él puede hacer esto y que lo hará por ti, ¡aunque sea un gran milagro!
¡Oh, que creyeras que Dios no puede mentir! ¡Oh, que confiaras en Él para tener
un nuevo corazón, y un espíritu recto, pues Él puede dártelos! ¡Que el Señor te
dé fe en Su promesa, fe en Su Hijo, fe en el Espíritu Santo, y fe en Él mismo,
y a Él será la alabanza y la honra y la gloria por siempre y para siempre!
Amén.
7. Por
gracia por medio de la fe
Considero
conveniente hacerme un poco a un lado para pedirle a mi lector que observe en
adoración el manantial de nuestra salvación, que es la gracia de Dios.
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe.” Porque Dios es
misericordioso, por eso, los pecadores son perdonados, convertidos, purificados
y salvados.
No es por
algo que haya en ellos, o que pueda haber en ellos jamás, que son salvados;
pero es debido al amor ilimitado, la bondad, la piedad, la compasión, la
misericordia y la gracia de Dios. Quédate un momento, entonces, junto al manantial.
¡Contempla el río limpio de agua de vida que sale del trono de Dios y del Cordero! ¡Qué
abismo es la gracia de Dios! ¿Quién podría medir su anchura? ¿Quién podría
sondear su profundidad? Como todo el resto de los atributos divinos, es infinita.
Dios es plenitud de amor, pues “Dios es amor.” Dios es plenitud de bondad; el
propio nombre: “DIOS” es una abreviatura de “bueno.” La bondad ilimitada y el
amor entran en la propia esencia de la Deidad. Es debido a que “para siempre es su
misericordia” que los hombres no son destruidos; debido a que “nunca
decayeron sus misericordias” que los pecadores son conducidos hacia Él y perdonados.
Recuerda
esto muy bien, o podrías caer en el error de fijar demasiado tu mente en la fe,
que es el canal de salvación, como para olvidar la gracia, que es la fuente y
el origen de la propia fe. La fe es la obra de la gracia de Dios en nosotros.
Nadie puede decir que Jesús es el Cristo si no fuera por el Espíritu Santo.
“Ninguno puede venir a mí”—dice Jesús—“si el Padre que me envió no le trajere.”
De tal forma que la fe, que consiste en venir a Cristo, es el resultado de la
atracción divina.
La gracia
es la primera y la última causa motriz de la salvación, y la fe, esencial como
es, es únicamente una parte importante de la maquinaria que la gracia emplea.
Somos salvados “por medio de la fe,” pero la salvación es “por gracia.”
Hagan
resonar esas palabras como con trompeta de arcángel: “por gracia sois salvos.”
¡Qué buenas nuevas para los que son indignos!
La fe
ocupa la posición de un canal o una tubería. La gracia es
la fuente y el torrente; la fe es el acueducto a lo largo del cual desciende la
corriente de la misericordia para refrescar a los sedientos hijos de los
hombres. Es una verdadera lástima cuando el acueducto se rompe. Es un triste
espectáculo ver alrededor de Roma los diversos y nobles acueductos que ya no
transportan agua a la ciudad, porque los arcos están quebrados y las
maravillosas estructuras están en ruinas.
El
acueducto ha de ser conservado íntegro para que transporte la corriente; y, aun
así, la fe ha de ser verdadera y sana, conectando directamente con Dios y
viniendo directo a nosotros, para que pueda ser un canal aprovechable de
misericordia para nuestras almas.
Quisiera
recordarte de nuevo que la fe es únicamente el canal o acueducto, y no es el
manantial, y no debemos mirarla tanto como para exaltarla por encima de la
divina fuente de toda bendición que yace en la gracia de Dios. Nunca
conviertas a tu fe en un Cristo, ni la consideres como si fuera la
fuente independiente de tu salvación. Nuestra vida se encuentra al “mirar a
Jesús,” y no al poner nuestros ojos en nuestra propia fe. Por fe, todas las
cosas se vuelven posibles para nosotros; sin embargo, el poder no está en la
fe, sino en el Dios en quien se apoya la fe. La gracia es la locomotora, y la
fe es la cadena por la cual el vagón del alma es enganchado al poder motriz. La
justicia de la fe no es la excelencia moral de la fe, sino la justicia de
Jesucristo que la fe sujeta y se apropia. La paz interior del alma no se deriva
de la contemplación de nuestra propia fe, sino que nos llega proveniente de
Aquel que es nuestra paz, el borde de cuyo manto es tocado por la fe, y emana
de Él un poder que penetra en el alma.
Comprueba
entonces, querido amigo, que la debilidad de tu fe no te
destruirá.
Una mano
trémula puede recibir una dádiva de oro. La salvación del Señor puede llegarnos
aunque sólo tengamos fe como un grano de mostaza. El poder radica en la gracia
de Dios, y no en nuestra fe. Grandes mensajes pueden ser enviados a lo largo de
finos alambres, y el testimonio que produce la paz del Espíritu Santo puede
alcanzar el corazón a través de una fe del grueso de un hilo que parecería casi
incapaz de sostener su propio peso. Piensa más en Aquel a quien miras que en la
mirada misma. Has de apartar tu mirada incluso de tu propio mirar, y no ver
nada más que a Jesús, y a la gracia de Dios revelada en Él.
8. ¿Qué es
la fe?
¿Qué es
esta fe de la que se dice: “Por gracia sois salvos por medio de la fe”? Hay
muchas descripciones de la fe, pero casi todas las definiciones que me he
encontrado, me hicieron entenderla menos de lo que la entendía antes de verlas.
(Un negro
dijo, al momento de leer un capítulo, que lo confundiría; y es muy probable
que haya hecho eso, aunque él quiso decir que lo expondría). Podemos explicar
la fe hasta el punto que nadie la entienda. Espero no ser culpable de la misma
falta. La fe es la cosa más sencilla, y, tal vez, debido a su sencillez, sea lo
más difícil de explicar.
¿Qué es la
fe? Está constituida por tres elementos: conocimiento, creencia y confianza.
El conocimiento viene primero. “¿Cómo creerán en aquel de quien no
han oído?” Necesito ser informado de un hecho antes de poder creerlo. “La fe es
por el oír”; primero debemos oír para poder saber qué hemos de creer. “En ti confiarán
los que conocen tu nombre.” Una medida de conocimiento es esencial para la fe;
de aquí la importancia de obtener conocimiento. “Inclinad vuestro oído, y venid
a mí; oíd, y vivirá vuestra alma.” Tal fue la palabra del antiguo profeta, y es
todavía la palabra del Evangelio. Escudriña las Escrituras y aprende lo que enseña
el Espíritu Santo concerniente a Cristo y Su Salvación. Busca conocer a Dios:
“porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador
de los que le buscan.” ¡Que el Espíritu Santo te conceda el espíritu del
conocimiento y del temor del Señor! Conoce el Evangelio: conoce en qué
consisten las buenas nuevas, cómo hablan de perdón inmerecido, y de cambio de
corazón, de adopción a la familia de Dios y de otras innumerables bendiciones.
Conoce
especialmente a Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el Salvador de los hombres, unido
a nosotros por Su naturaleza humana, y, sin embargo, uno con Dios, siendo así
capaz de actuar como mediador entre Dios y el hombre, capaz de poner Su mano
sobre ambos y ser el vínculo que conecta al pecador con al Juez de toda la
tierra. Esfuérzate por conocer más y más a Cristo Jesús. Esfuérzate
especialmente por conocer la doctrina del sacrificio de Cristo; pues el punto
del que pende principalmente la fe salvadora es este: “Dios estaba en Cristo
reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus
pecados.” Debes saber que Jesús fue “hecho por nosotros maldición (porque está
escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero).” Abreva profundamente de
la doctrina de la obra sustitutiva de Cristo; pues allí está el más dulce
consuelo posible para los culpables hijos de los hombres, puesto que Dios, “por
nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en
él.” La fe comienza con el conocimiento.
La mente
prosigue a creer que estas cosas son ciertas. Cree que Dios
existe, y que oye los clamores de los corazones sinceros; que el Evangelio
proviene de Dios; que la justificación por fe es la grandiosa verdad que Dios
ha revelado por Su Espíritu, en estos postreros días, más claramente que nunca.
Entonces el corazón cree que Jesús es ciertamente y en verdad nuestro Dios y
Salvador, el Redentor de los hombres, el Profeta, Sacerdote, y Rey de Su
pueblo. Todo esto es aceptado como verdad segura, que no ha de ser cuestionada.
Pido a Dios que puedas llegar de inmediato a esto.
Cree
firmemente que “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”; que
Su sacrificio es completo y plenamente aceptado por Dios a favor del hombre, de
tal forma que, el que cree en Jesús no es condenado. Cree en estas verdades
como crees en otras declaraciones; pues la diferencia entre la fe común y la fe
salvadora radica principalmente en los objetos sobre quienes es aplicada. Cree
en el testimonio de Dios tal como crees en el testimonio de tu propio padre o
amigo. “Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de
Dios.”
Hasta aquí
has logrado un avance hacia la fe; sólo se requiere un ingrediente adicional
para completarla, que es la confianza. Confíate al Dios
misericordioso; apoya tu confianza en el Evangelio de la gracia; confía tu alma
al Salvador que muere y vive; lava tus pecados en la sangre expiadora; acepta
Su perfecta justicia, y todo estará bien. La confianza es la sangre vital de la
fe; no hay fe salvadora sin confianza. Los puritanos solían explicar la fe por
medio de la palabra “reclinación.” Quería decir apoyarse sobre algo. Reclínate
con todo tu peso sobre Cristo. Sería una
mejor ilustración todavía si yo dijera: cae cuan largo eres y acuéstate sobre la
Roca de los Siglos. Arrójate sobre Jesús; descansa en Él;
entrégate a Él. Hecho eso, has ejercido la fe
salvadora.
La fe no
es algo ciego, pues la fe comienza con el conocimiento. No es algo
especulativo, pues cree hechos de los cuales está segura. No es algo impráctico
ni fantasioso, pues la fe confía y apuesta su destino a la verdad de la
revelación. Esta es una forma de describir qué es la fe: me pregunto si ya te
he “confundido.”
Permíteme
intentar otra vez. La fe es creer que Cristo es lo que dijo
ser, y que hará lo que ha prometido hacer, y luego esperar esto de Él. Las
Escrituras afirman que Jesucristo es Dios, Dios encarnado; que es
perfecto en Su carácter; que fue hecho ofrenda por el pecado a favor
nuestro; que llevó nuestros pecados en Su propio cuerpo en el madero. La Escritura dice de Él que
terminó con la transgresión, que puso un término al pecado, y que trajo
una justicia sempiterna. Los registros sagrados nos dicen adicionalmente
que “resucitó de los muertos,” que Él “vive siempre para interceder por
ellos,” que ha ascendido a la gloria, y que ha tomado posesión del cielo a
favor de Su pueblo, y que pronto vendrá de nuevo y “Juzgará al mundo con
justicia, y a los pueblos con rectitud.” Hemos de creer con toda firmeza que
así será; pues este es el testimonio de Dios el Padre cuando dijo: “Este es mi
Hijo amado; a él oíd.” Esto es testimoniado también por Dios el Espíritu Santo,
pues el Espíritu ha testificado de Cristo, tanto en la Palabra inspirada como por
diversos milagros, y por Su obra en los corazones de los hombres.
Hemos de
creer que este testimonio es veraz. La fe cree también que Cristo hará aquello
que ha prometido; que puesto que ha prometido no echar fuera a nadie que acuda
a Él, es cierto que no nos echará fuera si venimos a Él. La fe cree que
puesto que Jesús dijo: “El agua que yo le daré será en él una fuente de agua
que salte para vida eterna,” debe ser cierto; y si nosotros recibimos
esta Agua viva de Cristo, permanecerá en nosotros, y saltará en nosotros
en torrentes de una vida santa. Cualquier cosa que Cristo nos hubiere prometido
la hará, y debemos creer esto, al punto de buscar de Sus manos el perdón, la
justificación, la preservación y la eterna gloria, según lo que les ha prometido
a los que creen en Él.
Luego
viene el siguiente paso necesario. Jesús es lo que dice que es, Jesús hará lo
que dice que hará; por tanto, cada uno de nosotros ha de confiar en Él, diciendo: “Él será
para mí lo que Él dice que es, y Él hará por mí lo que ha prometido hacer; yo
me abandono en las manos de Aquel que ha sido designado para salvar, para que
me salve. Yo descanso en Su promesa que hará conforme a lo que ha dicho.”
Esta es
una fe salvadora, y el que la posee tiene vida eterna. Cualesquiera que sean
sus peligros y dificultades, sus tinieblas y depresión, sus debilidades y pecados,
el que cree así en Cristo Jesús no es condenado, y nunca vendrá a condenación.
¡Espero
que esa explicación pueda serte útil! Confío en que sea usada por el Espíritu
de Dios para dirigir a mi lector a una paz inmediata. “No temas, cree
solamente.” Confía y
quédate tranquilo.
Mi temor
es que el lector se quede contento con entender qué es lo que se debe hacer, y,
sin embargo, que no lo haga nunca. Es mejor la más pobre fe real que obra,
que el mejor ideal de fe que se queda en la región de la especulación. El asunto
importantísimo es creer en el Señor Jesús de inmediato. No te preocupes por
las distinciones y las definiciones. Un hombre hambriento come aunque no comprenda
la composición de sus alimentos, la anatomía de su boca o el proceso de la
digestión: vive porque come. Otra persona mucho más capaz entiende enteramente la
ciencia de la nutrición; pero si no come se morirá, a pesar de todo su conocimiento.
Hay muchos en esta hora, sin duda, en el infierno, que entendieron la doctrina
de la fe, pero que no creyeron. Por otro lado, ni uno solo de lo que han
confiado en el Señor Jesús ha sido echado fuera jamás, aunque no hubiera sido
nunca capaz de definir inteligentemente su fe. ¡Oh querido lector, recibe al Señor
Jesús en tu alma, y vivirás para siempre! “EL QUE CREE EN ÉL TIENE VIDA
ETERNA.”
9. ¿Cómo
puede ser ilustrada la fe?
Para
aclarar más todavía el tema de la fe, voy a darles unas cuantas ilustraciones.
Aunque
sólo el Espíritu Santo puede hacer ver a mi lector, es mi deber y mi gozo
suministrar toda la luz que pueda, y orar para que el divino Señor abra los ojos
que están ciegos. ¡Oh, que mi lector alzara, él mismo, la misma plegaria! La fe
que salva tiene sus analogías en el cuerpo humano.
El ojo es el que
mira. Por medio del ojo introducimos en la mente lo que está lejos; por una
mirada del ojo podemos introducir en la mente al sol y a las lejanas estrellas.
Así también, por la confianza traemos cerca de nosotros al Señor Jesús; y
aunque esté lejos, en el cielo, Él entra en nuestro corazón. Sólo mira a Jesús,
pues este himno es estrictamente verdadero—
“Hay
vida en una mirada al Crucificado,
Hay
vida, en este instante, para ti.”
La fe es la
mano que sujeta. Cuando nuestra mano toma algo, hace precisamente lo que
hace la fe cuando se apropia de Cristo y de las bendiciones de Su redención.
La fe
dice: “Jesús es mío.” La fe oye acerca de la sangre perdonadora, y clama: “yo
la acepto para que me perdone.” La fe considera propios los legados del
agonizante Jesús; y son suyos, pues la fe es la heredera de Cristo; Él se ha
entregado, Él mismo, y todo lo que tiene, a la fe. Toma, oh amigo mío, lo que
la gracia ha provisto para ti. No estarías robando, pues cuentas con el permiso
divino: “el que
quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.” Sería un insensato aquel hombre
que, pudiendo tener un tesoro simplemente sujetándolo con su mano, siguiera siendo
pobre por no hacerlo. La fe es la boca que se alimenta de Cristo. Antes
de que el alimento pueda nutrirnos, ha de entrar en nosotros. Comer y beber es
algo muy sencillo. Introducimos voluntariamente en la boca nuestro alimento y
luego consentimos que descienda a nuestras partes internas, donde es recibido y
absorbido en nuestra estructura corporal.
Pablo
dice, en su Epístola a los Romanos, en el capítulo décimo: “Cerca de ti está la
palabra, en tu boca.” Ahora, entonces, todo lo que debemos hacer es tragarla y
permitir que descienda al alma. ¡Oh, que los hombres tuvieran mucho apetito!
Pues el que está hambriento y ve comida ante sí, no necesita que se le enseñe a
comer. “Denme”—dijo alguien—“un cuchillo y un tenedor y una oportunidad.” Él
estaba plenamente preparado para hacer lo demás. Verdaderamente, un corazón que
tiene hambre y sed de Cristo sólo tiene que saber que Cristo es dado
gratuitamente, y lo recibirá de inmediato. Si mi lector se encuentra en un caso
semejante, no debe dudar de recibir a Jesús, pues puede estar seguro de que
nunca será culpado por hacerlo: pues “a todos los que le recibieron… les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios.” Él nunca rechaza a nadie, sino que
autoriza a todos los que vienen a Él que permanezcan siendo hijos para siempre.
Las ocupaciones
de la vida ilustran la fe de muchas maneras. El labriego entierra la buena
semilla, y espera, no sólo que viva sino que se multiplique. Tiene fe en el
arreglo del pacto que establece: “no cesarán la sementera y la siega,” y es
recompensado por su fe.
El
comerciante pone su dinero al cuidado de un banquero, y confía plenamente en la
honestidad y solidez del banco. Él confía su capital en manos de otro, y se siente
mucho más tranquilo que si tuviese el oro sólido encerrado en una caja de hierro.
El
marinero se entrega confiado al mar. Al nadar levanta sus pies del fondo y se
sostiene flotando en el mar. No podría nadar si no se arrojara por completo en el
agua.
El orfebre
mete el precioso metal al fuego que parece ávido de consumirlo, pero lo recibe
de nuevo del horno purificado por el calor.
No puedes
volverte a ninguna parte en la vida sin ver a la fe en operación entre un
hombre y otro o entre un hombre y la ley natural. Ahora, así como confiamos en
la vida diaria, de igual manera hemos de confiar en Dios según es revelado en Cristo
Jesús.
La fe
existe en diferentes personas en diversos grados, de acuerdo a la medida
de su conocimiento o crecimiento en gracia. Algunas veces la fe no es más que
un simple adherirse a Cristo; un sentido de dependencia y una
disposición a depender de esa manera. Cuando estás junto a la playa del mar
verás a ciertos moluscos asidos a las rocas. Te acercas con paso ligero a la
roca, y le das al molusco un golpecito rápido con tu bastón y se despega. Haz
la misma prueba con el molusco vecino. Ya le has dado una advertencia; oyó el golpe
que le propinaste a su vecino, y se pega con todo su poder. ¡Nunca lograrás
despegarlo; tú no! Golpea, y golpea de nuevo, pero sería más fácil que
quebraras la roca.
Nuestro pequeño
amigo, el molusco, no sabe mucho, pero se pega. No está enterado de la formación
geológica de la roca, pero se pega. Puede pegarse, y ha encontrado algo a lo
cual pegarse: este es todo su acervo de conocimiento, y lo usa para su
seguridad y salvación. La vida del molusco está en aferrarse a la roca, y la
vida del pecador está en aferrarse a Jesús. Miles de personas del pueblo de
Dios no tienen mayor fe que esta; conocen lo suficiente para asirse a Jesús con
todo su corazón y su alma, y esto basta para la paz presente y para la eterna
seguridad. Jesucristo es para ellos un Salvador fuerte y poderoso, una roca inconmovible e inmutable; se aferran por su vida a Él, y este aferrarse es su
salvación. Lector, ¿no te puedes aferrar tú? Hazlo de inmediato.
La fe es
vista cuando un hombre se fía de otro debido a un conocimiento de la superioridad
de ese otro. Esta es una fe más elevada; es la fe que conoce la razón para
su dependencia, y actúa consecuentemente. Yo no creo que el molusco sepa mucho
acerca de la roca; pero conforme aumenta la fe se vuelve más y más inteligente.
Un ciego se confía a su guía porque sabe que su amigo puede ver, y, confiando,
camina donde su guía le conduce. Si el pobre hombre nace ciego no sabe lo que
es la vista; pero sabe que existe tal cosa como la vista, y que su amigo la
posee y, por ello, pone libremente su mano en la mano del que puede ver, y
sigue su conducción. “Por fe andamos, no por vista.” “Bienaventurados los que
no vieron, y creyeron.” Esta es una de las mejores imágenes de la fe que pueda haber;
sabemos que Jesús tiene mérito, y poder y bendición en Sí que nosotros no poseemos,
y, por tanto, de buen grado nos confiamos a Él para que sea para nosotros lo
que no podemos ser para nosotros mismos. Confiamos en Él como el ciego confía
en su guía. Él nunca traiciona nuestra confianza; más bien “nos ha sido hecho
por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención.”
Todo niño
que asiste a la escuela tiene que ejercitar la fe mientras aprende. Su maestro
le enseña geografía, y le instruye en cuanto a la forma de la tierra, y la existencia
de ciertas grandes ciudades e imperios. El muchacho no sabe si estas cosas son
ciertas, excepto que cree en su maestro, y en los libros que pone en sus manos.
Eso es lo que tendrás que hacer con Cristo, si has de ser salvo; has de saber simplemente
porque Él te lo dice, creer porque Él te asegura que así es, y confiarte a Él
porque Él te promete que el resultado será la salvación. Casi todo lo que tú y
yo sabemos nos ha llegado por fe. Se lleva a cabo un descubrimiento científico
y estamos seguros de ello. ¿Sobre qué base lo creemos? Con base en la autoridad
de ciertos hombres sabios bien conocidos, cuyas reputaciones están
establecidas.
Nosotros
no hemos hecho nunca y ni siquiera hemos visto nunca sus experimentos, pero
creemos en su testimonio. Tú debes hacer algo semejante con relación a Jesús:
debido a que Él te enseña ciertas verdades tú debes ser Su discípulo, y creer
en Sus palabras; porque ha realizado ciertos actos debes ser Su cliente, y
confiarte a Él. Él es infinitamente superior a ti, y se presenta a tu confianza
como tu Maestro y Señor. Si le recibes a Él y Sus palabras, serás salvado.
Otra forma
de fe más excelsa es esa fe que brota del amor. ¿Por qué confía un niño
en su padre? La razón por la que un niño confía en su padre es porque le ama.
Bienaventurados y felices son aquellos que tienen una dulce fe en Jesús,
entrelazada con un profundo afecto por Él, pues esta es una confianza sosegada.
Estos amantes de Jesús son embelesados por Su carácter, y deleitados por Su
misión, son transportados por la misericordia que ha manifestado, y, por tanto,
no pueden evitar confiar en Él, porque le admiran, le reverencian y le aman
tanto.
La manera
de confiar amorosamente en el Salvador puede ser ilustrada así. Una dama es la
esposa del más eminente médico de la época. Ella es presa de una peligrosa
enfermedad y queda postrada debido a su rigor; sin embargo, está asombrosamente
calmada y tranquila, pues su esposo ha hecho de esta enfermedad su estudio
especial, y ha sanado a miles que fueron afligidos de similar manera. Ella no
está turbada en lo más mínimo, pues se siente perfectamente segura en la manos
de alguien tan querido para ella, y en quien la habilidad y el amor están
combinados en sus formas más elevadas. Su fe es razonable y natural; su esposo,
desde todo punto de vista, merece esa fe de parte de ella. Este es el tipo de
fe que los más felices de los creyentes ejercen para con Cristo.
No hay médico como Él, nadie puede salvar como
Él puede; nosotros le amamos y Él nos ama, y, por tanto, nos ponemos en Sus
manos, aceptamos cualquier cosa que prescriba, y hacemos todo lo que nos
ordene. Sentimos que nada podría ser ordenado erróneamente mientras Él sea el
director de nuestros asuntos; pues Él nos ama muchísimo para permitir que
perezcamos o suframos un solo tormento innecesario.
La fe es
la raíz de la obediencia, y esto puede ser visto claramente en los asuntos
de la vida. Cuando un capitán confía a un piloto que conduzca su embarcación
a puerto,
él maneja la embarcación de acuerdo a sus instrucciones. Cuando un viajero
confía en un guía para que lo conduzca a través de un paso difícil, sigue el
sendero que el guía le señale. Cuando un paciente cree en un médico, sigue cuidadosamente
sus prescripciones y direcciones. La fe que rehúsa obedecer los mandatos del
Salvador es una mera pretensión, y no salvará el alma nunca.
Nosotros
confiamos que Jesús nos salvará; seguimos esas direcciones y somos salvos. Mi
lector no debe olvidar esto. Confía en Jesús, y demuestra tu confianza haciendo
todo lo que te ordene.
Una
notable forma de fe surge del conocimiento convencido; esto viene
del crecimiento en la gracia, y es la fe que cree en Cristo porque le conoce, y
confía en Él porque le ha demostrado ser infaliblemente fiel. Una anciana
cristiana tenía el hábito de escribir P y C en el margen de su Biblia siempre
que había probado y comprobado una promesa. ¡Cuán fácil es confiar en un
Salvador probado y comprobado! Tú no puedes hacer esto todavía, pero lo harás.
Todo tiene que tener un principio. Tendrás una fe vigorosa a su debido tiempo.
Esta fe madura no pide señales y muestras, sino cree valerosamente.
Mira la fe
del capitán del barco: con frecuencia me he sentido asombrado. Suelta los
cables, y se aleja de la tierra a todo vapor. Durante días, semanas, o incluso meses,
nunca ve alguna vela o tierra; sin embargo, prosigue su rumbo sin miedo día y
noche, hasta que una mañana avizora justo enfrente el anhelado puerto hacia el
cual ha estado timoneando. ¿Cómo encontró su camino sobre el abismo sin ningún
vestigio? Ha confiado en su brújula, su mapa de navegación, su catalejo, y los
cuerpos celestes; y obedeciendo su guía, sin ver tierra, ha maniobrado con tal
precisión que no necesita cambiar ningún punto para entrar a puerto. Es algo
maravilloso navegar a toda vela o en un vapor sin nada a la vista. Espiritualmente
es algo bendito abandonar por completo las costas de la vista y del sentimiento
y decir “adiós” a los sentimientos interiores, a las providencias alentadoras,
a las señales, los signos y cosas parecidas. Es glorioso estar lejos, en medio
del océano del amor divino, creyendo en Dios, y maniobrando directo hacia el
cielo por medio de la dirección de la Palabra de Dios.
“Bienaventurados los que no vieron, y creyeron”; a ellos les será administrada una abundante entrada al fin, y un viaje seguro en el camino. ¿No pondrá mi lector su confianza en Dios en Cristo Jesús? Allí reposo yo con gozosa confianza. Hermano, ven conmigo, y cree en nuestro Padre y nuestro Salvador. Ven sin demora.
“Bienaventurados los que no vieron, y creyeron”; a ellos les será administrada una abundante entrada al fin, y un viaje seguro en el camino. ¿No pondrá mi lector su confianza en Dios en Cristo Jesús? Allí reposo yo con gozosa confianza. Hermano, ven conmigo, y cree en nuestro Padre y nuestro Salvador. Ven sin demora.
10. ¿Por
qué somos salvados por fe?
¿Por qué
es seleccionada la fe como el canal de salvación? Sin duda esta pregunta surge
con frecuencia. “Por gracia sois salvos por medio de la fe,” es
ciertamente la doctrina de la Santa Escritura y la ordenanza de Dios; pero,
¿por qué es así? ¿Por qué es seleccionada la fe en lugar de la esperanza, o el
amor o la paciencia? Nos conviene ser modestos al responder a tal pregunta,
pues los caminos de Dios no siempre podrán ser entendidos; tampoco se nos permite cuestionarlos presuntuosamente.
Humildemente
quisiéramos responder que, hasta podemos decir, la fe ha sido seleccionada como
el canal de la gracia porque en la fe hay una adaptación natural para
ser usada como un receptor. Supón que estoy a punto de dar limosna a un
pobre: la pongo en su mano. ¿Por qué? Bien, no sería muy adecuado ponerla dentro
de su oído o colocarla sobre su pie; la mano parece hecha a propósito para recibir.
Entonces, en nuestra estructura mental, la fe es creada a propósito para ser un
receptor: es la mano del hombre y hay una conveniencia en recibir gracia por su
medio. Permíteme exponer esto de manera sumamente sencilla. La fe que recibe a Cristo
es un acto tan simple como cuando tu hijo recibe de ti una manzana, pues tú se
la ofreces y prometes dársela si viene por ella. La creencia y el acto de
recibir se relacionan únicamente a una manzana; pero constituyen precisamente
el mismo acto que la fe, que trata con la salvación eterna.
Lo que la
mano del niño es para la manzana, eso es tu fe para la perfecta salvación de
Cristo. La mano del niño no hace a la manzana, ni mejora a la manzana, ni
merece la manzana; sólo la toma; y la fe es escogida por Dios para que sea la
receptora de la salvación, porque no pretende crear la salvación, ni ayudar en
ella, sino sólo se contenta con recibirla humildemente. “La fe es la lengua que
suplica el perdón, la mano que lo recibe, y el ojo que lo ve; pero no es el
precio que lo compra.” La fe nunca presenta su propia argumentación, sino que
basa su argumento en la sangre de Cristo.
Se convierte
en un buen siervo que trae al alma las riquezas del Señor Jesucristo, porque
reconoce de dónde las extrajo y admite que solamente la gracia le confió esas
riquezas.
La fe,
además, es seleccionada, sin duda, porque da toda la gloria a Dios.
Es por fe,
para que sea por gracia, y es por gracia, para que no haya jactancia, pues Dios
no tolera la altivez. “Al altivo mira de lejos,” y no alberga ningún deseo de
acercarse a él. Él no dará la salvación de alguna manera que sugiera o fomente el
orgullo. Pablo dice: “No por obras, para que nadie se gloríe.” Ahora, la fe
excluye toda jactancia. La mano que recibe caridad no dice: “se me debe
agradecer por aceptar el don”; eso sería absurdo. Cuando la mano conduce el
alimento a la boca, no le dice al cuerpo: “dame las gracias, pues yo te alimento.” Lo que hace la mano es algo muy simple, aunque a la vez es algo muy
necesario; y nunca recibe la gloria para sí, en lo que hace. Así, Dios ha
seleccionado la fe para que reciba el indecible don de Su gracia, porque no puede
asignarse ningún crédito, y debe adorar al misericordioso Dios que es el dador
de todo bien. La fe coloca la corona sobre la cabeza digna, y, por tanto, el
Señor Jesús decidió poner la corona sobre la cabeza de la fe, diciendo: “Tu fe
te ha salvado, vé en paz.”
A
continuación, Dios selecciona la fe como el canal de salvación porque es un método
seguro que une al hombre con Dios. Cuando el hombre confía en Dios,
hay un punto de unión entre ellos, y esa unión garantiza bendición. La fe nos
salva porque hace que nos aferremos a Dios, y así nos conduce a una conexión
con Él. A menudo he usado la siguiente ilustración, pero voy a repetirla
ahora, porque no se me ocurre otra mejor.
Me cuentan
que hace años un bote zozobró en las cercanías de las cataratas del Niágara, y
dos hombres iban siendo arrastrados por la corriente; entonces algunas personas
que estaban en la orilla se las arreglaron para lanzarles una cuerda, y ambos
pudieron sujetarse a ella. Uno de esos hombres se mantuvo sujetado firmemente y
fue sacado a salvo a la ribera; pero el otro, viendo un gran tronco que pasaba
flotando junto a él, imprudentemente soltó la cuerda y se sujetó al tronco,
pues era más grande que la cuerda y aparentemente más fácil para sujetarse.
¡Ay!, el
tronco, con el hombre sujetado a él, se despeñó en el vasto abismo porque no
había ningún vínculo entre el tronco y la ribera. El tamaño del tronco no fue
de ningún beneficio para el hombre que se sujetó a él; se necesitaba alguna conexión
con la ribera para que se produjera la seguridad. De igual manera, cuando un
hombre confía en sus obras, o en los sacramentos, o en cualquier otra cosa de
esa naturaleza, no será salvo porque no hay ningún vínculo entre ese hombre y
Cristo; pero la fe, aunque parezca ser una cuerda delgada, está en las manos
del grandioso Dios en la ribera; el poder infinito atrae hacia sí la línea de sujeción,
y así libra al hombre de la destrucción. ¡Oh, la fe es bienaventuranza, porque
nos une a Dios!
Además, la
fe es elegida porque toca los impulsos de la acción. Aun en las cosas
comunes, la fe de un cierto tipo yace en la raíz de todo. Me pregunto si
estaría equivocado si dijera que no hacemos nada nunca excepto a través de una
fe de algún tipo. Si camino a lo largo de mi estudio es debido a que creo que
mis piernas me transportarán. Un hombre come porque cree en la necesidad de los
alimentos; entra en los negocios porque cree en el valor del dinero; acepta un cheque
porque cree que el Banco lo honrará. Colón descubrió América porque creía que
había otro continente al otro lado del océano; y los Padres Peregrinos colonizaron
una parte de ella porque creían que Dios estaría con ellos en esas costas rocosas.
La mayoría de los hechos grandiosos han nacido de la fe; para bien o para mal,
la fe obra maravillas en el hombre en quien mora. La fe, en su forma natural,
es una fuerza prevaleciente en todo, que entra en todo tipo de acciones humanas.
Posiblemente aquel que se mofa de la fe en Dios, es el hombre que, en una forma
perversa, tiene mayor fe; en verdad, usualmente cae en una credulidad que sería
ridícula si no fuera vergonzosa. Dios da la salvación por medio de la fe, porque
al crear la fe en nosotros toca así el móvil de nuestras emociones y acciones.
Ha tomado
posesión de la batería, por decirlo así, y ahora puede enviar la sagrada corriente
a cada una de las partes de nuestra naturaleza. Cuando creemos en Cristo y Dios
ha entrado en posesión del corazón, entonces somos salvos del pecado y somos
conducidos al arrepentimiento, la santidad, el celo, la oración, la consagración,
y toda otra cosa de gracia. “Lo que el aceite es para las ruedas, lo que las
pesas son para el reloj, lo que las alas son para un pájaro, lo que las velas son
para un barco, eso es la fe para todos los deberes y servicios santos.” Ten fe,
y todas las otras gracias se darán y se continuarán recibiendo.
Además, la
fe tiene el poder de obrar por amor; influencia los afectos hacia
Dios, y persuade al corazón a buscar las mejores cosas. El que cree en Dios
amará a Dios más allá de toda duda. La fe es un acto del entendimiento; pero
también procede del corazón. “Con el corazón se cree para justicia”; y de aquí
que Dios dé la salvación a la fe porque es vecina de los afectos, y está casi
emparentada con el amor; el amor es el autor y fomentador de todo sentimiento y
todo acto santo. El amor a Dios es obediencia, el amor a Dios es santidad. Amar
a Dios y amar al hombre es ser conformado a la imagen de Cristo; y esto es la
salvación.
Además, la
fe crea paz y gozo; el que la posee descansa, y está tranquilo, es alegre
y gozoso, y esto es una preparación para el cielo. Dios otorga todos los dones celestiales
a la fe, por esta razón, entre otras, porque la fe obra en nosotros la vida y
el espíritu que han de ser manifestados eternamente en el mundo mejor de arriba.
La fe nos provee de la armadura para esta vida, y de la educación para la vida
venidera. Habilita al hombre para vivir y morir sin miedo; prepara tanto para
la acción como para el sufrimiento; y de aquí que el Señor la seleccione como
el medio más apropiado para
proporcionarnos la gracia, y de esta manera asegurarnos para la gloria.
Ciertamente
la fe hace por nosotros lo que ninguna otra cosa podría hacer; nos da gozo y
paz, y nos conduce a entrar en el reposo. ¿Por qué los hombres intentan ganar
la salvación por otros medios? Un antiguo teólogo dice: “Un siervo necio al que
se le ordene que abra una puerta, apoya su hombro contra ella y la empuja con
todo su poder; pero la puerta no se mueve, y no puede entrar, por mucho que se
esfuerce. Otro llega con una llave, y fácilmente abre la cerradura y entra con suma
facilidad. Los que quieren ser salvados por obras están empujando a las puertas
del cielo sin ningún resultado; mas la fe es la llave que abre la puerta de inmediato.”
Lector, ¿no usarás esa llave? El Señor te manda que creas en Su amado Hijo, y,
por ello, puedes hacerlo; y al hacerlo, vivirás. ¿Acaso no es esta la promesa
del Evangelio: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”? (Marcos 16: 16).
¿Cuál podría ser tu objeción a una forma de salvación que se recomienda a sí misma
a la misericordia y la sabiduría de nuestro Dios de gracia?
11. ¡Ay,
yo no puedo hacer nada!
Después de
que el corazón ansioso ha aceptado la doctrina de la expiación, y ha aprendido
la gran verdad de que la salvación es por fe en el Señor Jesús, a menudo se ve
profundamente turbado por un sentido de incapacidad hacia lo que es
bueno. Muchos gimen: “No puedo hacer nada.” No están haciendo de esto una
excusa, sino que la sienten como una carga diaria. Lo harían si pudieran. Cada uno
de ellos podría decir honestamente: “El querer el bien está en mí, pero no el
hacerlo.”
Este
sentimiento pareciera anular a todo el Evangelio y volverlo vano; pues, ¿para
qué le sirve el alimento a alguien hambriento si no puede alcanzarlo? ¿Cuál es
el provecho del río del agua de vida si uno no puede beber de él? Recordamos la
historia del doctor y del hijo de la pobre mujer. El sabio practicante le dijo
a la madre que su pequeñito mejoraría pronto bajo el tratamiento apropiado.
Pero era
absolutamente necesario que su niño bebiera regularmente el mejor vino, y que
debería pasar una temporada en alguno de los establecimientos de salud de Alemania.
¡Esto se lo decía a una viuda que a duras penas podía conseguir pan para comer!
Ahora, al corazón turbado le parece a veces que el simple Evangelio de “cree y
vive,” no es, después de todo, tan sencillo, pues le pide al pobre pecador que
haga aquello que no puede hacer. Para el que ha despertado realmente, pero está
instruido a medias, parecería haber un eslabón perdido; allá está la salvación de
Jesús, pero ¿cómo se puede alcanzar? El alma no tiene fuerzas, y no sabe qué
hacer. Se encuentra a la vista de la ciudad de refugio pero no puede entrar por
sus puertas.
¿Se han
tomado precauciones para esta falta de fuerzas en el plan de salvación?
Sí. La
obra del Señor es perfecta. Comienza allí donde estamos, y no exige nada de
nosotros para su conclusión. Cuando el buen samaritano vio al viajero tendido,
herido y medio muerto, no le pidió que se levantara y le siguiera, ni que montara
en su asno y cabalgara al mesón. No, “vino cerca de él,” y le ministró, y le
puso en su cabalgadura y lo llevó al mesón. Así trata el Señor Jesús con
nosotros en nuestro estado miserable y desventurado.
Hemos
visto que Dios es el que justifica, que justifica a los impíos, y que los justifica
por medio de la fe en la preciosa sangre de Jesús; ahora tenemos que ver la
condición en la que se encuentran estos impíos cuando Jesús obra su salvación.
Muchas
personas que han despertado no sólo están turbadas por su pecado, sino también
por su debilidad moral. No tienen ninguna fuerza con la cual escapar del cieno
en el que han caído, ni mantenerse fuera de él en los días posteriores. No sólo
se lamentan por lo que han hecho, sino por lo que no pueden hacer. Se sienten impotentes,
desvalidos, y sin vida espiritualmente. Podría parecer extraño decir que se
sienten muertos, y, sin embargo, así es. Son, en su propia estima, incapaces para
todo bien. No pueden viajar en el camino al cielo pues sus huesos están rotos.
“No hizo uso de sus manos ninguno de los varones fuertes”; de hecho, ellos “son
débiles.” Felizmente está escrito como encomio del gran amor de Dios hacia
nosotros—
“Porque
Cristo, cuando aún éramos débiles,
A su
tiempo murió por los impíos.”
Aquí vemos
socorrida a la impotencia consciente: socorrida por la mediación del Señor
Jesús. Nuestra impotencia es extrema. No está escrito: “Cuando éramos comparativamente
débiles Cristo murió por nosotros”; o, “Cuando teníamos sólo un poco de
fuerza”; mas la descripción es absoluta e irrestricta; “Cuando aún éramos
débiles.” No teníamos ninguna fuerza de ningún tipo que pudiera ayudar en
nuestra salvación; las palabras de nuestro Señor eran enfáticamente ciertas:
“Separados
de mí nada podéis hacer.” Podría ir más allá del texto y recordarte del gran
amor con el que el Señor nos amó, “cuando estábamos muertos en nuestros delitos
y pecados.” Estar muerto es peor aún que no tener fuerzas.
La única
cosa en la que el pobre pecador desfallecido ha de fijar su mente y retener firmemente,
como su única base de esperanza, es la seguridad divina que “Cristo, cuando aún
éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.” Cree esto y toda incapacidad desaparecerá. Tal como dice la fábula de Midas, que todo lo que tocaba lo
convertía en oro, lo mismo es cierto de la fe, que todo lo que toca lo convierte
en bien. Nuestras propias necesidades y debilidades se tornan en bendiciones cuando
la fe trata con ellas.
Detengámonos
en ciertas formas de esta carencia de fuerzas. Para comenzar, alguien dirá:
“señor, parece que ni siquiera tengo fuerzas para recoger mis pensamientos,
y mantenerlos fijos en esos solemnes tópicos que conciernen a mi salvación;
una breve oración es casi demasiado para mí. Es así en parte, quizás, por causa
de la debilidad natural, en parte porque me he lesionado a mí mismo por culpa
de la disipación, y en parte también porque me preocupo por mis cuidados
mundanos, de tal manera, que no soy capaz de esos elevados pensamientos que son
necesarios antes de que un alma pueda ser salvada.” Esta es una forma muy común
de debilidad pecaminosa.
¡Escúchame!
Tú no tienes ninguna fuerza en este punto; y hay muchos que son como tú. No
podrían hilvanar una serie de pensamientos consecutivos para salvar sus vidas.
Muchos pobres, hombres y mujeres, son analfabetos y sin preparación, y para
ellos los pensamientos profundos serían una tarea muy pesada. Otros son tan
superficiales y tan frívolos por naturaleza, que para ellos sería tan difícil
seguir un largo proceso de argumentación y razonamiento, como sería difícil
volar. Nunca podrían alcanzar el conocimiento de algún misterio profundo aunque
gastaran su vida entera en el intento. Tú, por tanto, no debes
desesperar: lo que se necesita para la salvación no es el pensamiento continuo,
sino una simple confianza en Jesús. Apégate a este hecho único: “Cristo… a su
tiempo murió por los impíos.” Esta verdad no requerirá de ti ninguna
investigación profunda ni penetrante razonamiento, ni argumentación convincente.
Allí está: “Cristo… a su tiempo murió por los impíos.”
Fija tu
mente en eso, y reposa allí. Este hecho
glorioso, gracioso y grandioso ha de permanecer en tu espíritu hasta que
perfume todos tus pensamientos, y te conduzca a regocijarte a pesar de que
estás sin fuerzas, viendo que el Señor Jesús se ha convertido en tu fuerza y tu
cántico, sí, Él se ha convertido en tu salvación. De acuerdo a las Escrituras
es un hecho revelado que, a su tiempo, Cristo murió por los impíos cuando aún
eran débiles. Tú has oído estas palabras cientos de veces, tal vez, y, sin
embargo, nunca antes has percibido su significado. Esas palabras contienen un
sabor alentador, ¿no es cierto? Jesús no murió por nuestra justicia, sino que
murió por nuestros pecados. Él no vino a salvarnos porque fuéramos dignos de la
salvación, sino porque éramos completamente indignos, y estábamos arruinados y
perdidos. No vino a la tierra por alguna razón que se encontrara en nosotros,
sino sola y únicamente por razones que extrajo de las profundidades de Su
propio amor divino. A su tiempo Él murió por aquellos a quienes describe, no
como piadosos, sino como impíos, aplicándoles, como desesperanzados, el
adjetivo que mejor pudo haber seleccionado. Si sólo tuvieras una mente pequeña,
ocúpala con esta verdad, que es adecuada para una ínfima capacidad mental, y
puede alentar al corazón más afligido. Permite que este texto permanezca en tu
lengua como un exquisito bocadillo, hasta que se disuelva dentro de tu corazón
y sazone todos tus pensamientos; y luego, poco importará que esos pensamientos
sean esparcidos como hojas de otoño. Personas que no han brillado nunca en la
ciencia, ni han mostrado la menor originalidad de mente, han sido capaces de
aceptar, sin embargo, la doctrina de la cruz y han sido salvadas así. ¿Por
qué no habrías de ser salvado tú?
Oigo que
otro clama: “Oh, señor, mi falta de fuerza radica principalmente en esto:
que no puedo arrepentirme lo suficiente.” ¡Los hombres tienen una curiosa
idea de lo que es el arrepentimiento! Muchos se imaginan que es preciso derramar
muchas lágrimas, y prorrumpir en muchos gemidos y soportar mucha desesperación.
¿De dónde proviene esta noción irrazonable? La incredulidad y la desesperación
son pecados, y, por tanto, no veo cómo puedan ser elementos constitutivos
del arrepentimiento aceptable; sin embargo, hay muchas personas que las
consideran como partes necesarias de una verdadera experiencia cristiana. Están
en un grave error. Aun así, sé lo que quieren decir, pues en los días de mi
oscuridad yo solía sentir de la misma manera. Yo deseaba arrepentirme, pero pensaba
que no podía hacerlo, y, sin embargo, todo ese tiempo me estaba arrepintiendo.
Por
extraño que suene, yo sentía que no podía sentir. Solía meterme en un rincón y
lloraba porque no podía llorar; y caía en una amarga aflicción porque no podía
afligirme por el pecado. ¡Qué embrollo es todo cuando, en nuestro estado de
incredulidad, comenzamos a juzgar nuestra propia condición! Es como un hombre
ciego mirando a sus propios ojos. Mi corazón estaba derretido de miedo, porque
pensaba que mi corazón era tan duro como una piedra adamantina.
Mi corazón
estaba quebrantado al pensar que no se quebrantaría. Ahora puedo ver que
estaba exhibiendo la cosa precisa que yo pensaba que no poseía; pero entonces
no sabía dónde me encontraba.
¡Oh, que
pudiera ayudar a otros a gozar de la luz de la que ahora gozo! Anhelo vehementemente
decir una palabra que pudiera acortar el tiempo de su aturdimiento.
Cuánto
desearía decir unas cuantas palabras sencillas y pedirle “al Consolador” que
las aplique al corazón.
Recuerda
que el hombre que se arrepiente verdaderamente nunca está satisfecho con su
propio arrepentimiento. No podemos arrepentirnos perfectamente como tampoco
podemos vivir perfectamente. Por puras que sean nuestras lágrimas, siempre
habrá suciedad en ellas: siempre habrá algo de lo cual arrepentirse incluso en
nuestro mejor arrepentimiento. ¡Pero escucha! Arrepentirse es cambiar tu mente
en cuanto al pecado, y en cuanto a Cristo y todas las cosas grandiosas de Dios.
En esto está implicado el dolor; pero el punto más importante consiste en
volver el corazón, del pecado a Cristo. Si se da este retorno, entonces tienes la
esencia del verdadero arrepentimiento, aunque ninguna alarma y ninguna desesperación
hubieren proyectado su sombra en tu mente.
Si no
puedes arrepentirte como quisieras, te ayudará grandemente a hacerlo si crees
firmemente que “Cristo… a su tiempo murió por los impíos.” Piensa en esto una y
otra vez. ¿Cómo podrías continuar siendo de corazón empedernido cuando sabes
que por causa del amor supremo “Cristo murió por los impíos”? Permíteme persuadirte
a que razones contigo mismo así: impío como soy, aunque este corazón de acero
no quiera ablandarse, aunque golpee mi pecho en vano, sin embargo, Él murió
por gente como yo, puesto que murió por los impíos. ¡Oh, que pudiera creer esto
y sentir su poder en mi corazón empedernido!
Borra de
tu alma cualquier otra reflexión, y siéntate durante horas y medita profundamente
en este único amor, inesperado e inmerecido: “Cristo murió por los impíos.” Lee
cuidadosamente la narración de la muerte del Señor, según la muestran los
cuatro evangelistas. Si algo puede derretir tu obstinado corazón será la
contemplación de los sufrimientos de Jesús, y la consideración de que Él sufrió
todo esto por Sus enemigos—
“¡Oh
Jesús!, dulces son las lágrimas que vierto,
Cuando
arrodillado a Tus pies,
Contemplo
Tu cabeza herida y desfalleciente,
Y siento
todos Tus dolores.
Verte
sangrar disuelve mi corazón,
Este
corazón que era tan duro antes;
Te oigo
interceder por los culpables,
Y la
aflicción se desborda más todavía.
Fue por
los pecadores que moriste,
Y yo
vengo como pecador:
Convicto
por Tus ojos moribundos,
Herido
por Tu mano traspasada.”
En verdad
la cruz es esa vara milagrosa que puede hacer salir agua de una peña. Si tú
entiendes el pleno significado del sacrificio divino de Jesús, debes
arrepentirte de haberte opuesto alguna vez a Aquel que está tan lleno de amor.
Está escrito: “Mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por
hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito.”
El arrepentimiento no te hará ver a Cristo, pero ver a Cristo te dará
arrepentimiento. No puedes hacer un Cristo de tu arrepentimiento, pero debes
mirar a Cristo para el arrepentimiento. El Espíritu Santo, al volvernos a
Cristo, nos aparta del pecado.
Aparta tu
mirada del efecto y la dirige a la causa, de tu propio arrepentimiento al Señor
Jesús, que es exaltado en lo alto para dar arrepentimiento.
He oído que
otros dicen: “Soy atormentado con horribles pensamientos.
Doquiera
que voy, las blasfemias se meten furtivamente en mí. Frecuentemente en mi
trabajo una terrible sugerencia fuerza su entrada en mí, e incluso en mi cama
me despierto sobresaltado de mi sueño por los susurros del maligno. No puedo
alejarme de esta horrible tentación.” Amigo, entiendo lo que dices, pues
yo mismo he sido perseguido por este lobo. Un hombre podría esperar de igual
manera luchar contra un enjambre de moscas con una espada como querer controlar
sus propios pensamientos cuando son instigados por el diablo. Una pobre alma
tentada, asediada por sugerencias satánicas, es como un viajero de quien
he leído, que fue agredido por un enjambre de abejas furiosas que cubrieron su
cabeza y sus orejas y todo su cuerpo. No podía alejarlas ni escapar de ellas. Le picaron
por todas partes y casi le matan. No me
sorprende que sientas que estás sin fuerzas para detener estos horribles y
abominables pensamientos que Satanás esparce en tu alma; no obstante quisiera recordarte
el versículo de la Escritura
que estamos considerando: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió
por los impíos.” Jesús sabía dónde estábamos y dónde habríamos de estar; Él vio
que no podríamos vencer al príncipe de la potestad del aire; Él sabía que nos
afligiría grandemente; pero aún entonces, cuando nos vio en esa condición,
Cristo murió por los impíos. Arroja el ancla de tu fe en este lugar. El propio
demonio no puede decirte que no eres impío; cree, entonces, que Jesús murió
incluso por personas como tú. Recuerda la manera en que Martín Lutero le cortó
la cabeza al demonio con su propia espada.
“Oh”—le
dijo el demonio a Martín Lutero—“tú eres un pecador.” “Sí”—respondió él—pero
“Cristo murió para salvar a los pecadores.” Así lo hirió con su propia espada.
Ocúltate
en este refugio y mantente allí: “Cristo… a su tiempo murió por los impíos.” Si
sostienes esa verdad, tus pensamientos blasfemos que no puedes echar fuera
porque careces de fuerza, se irán por sí solos, pues Satanás verá que no está
respondiendo a ningún propósito al plagarte con ellos.
Estos
pensamientos, si tú los odias, no son tuyos, sino que son inyecciones del demonio,
y él es responsable por ellos, y no tú. Si te opones a ellos, no te pertenecen más
que las blasfemias y las falsedades de los alborotadores de las calles. Es por
medio de estos pensamientos que el diablo quisiera conducirte a la
desesperación, o al menos, impedir que confíes en Jesús. La pobre mujer enferma
no podía acercarse a Jesús por causa de la turba, y tú estás en gran medida en
la misma condición, debido a la embestida del tropel de estos terribles
pensamientos.
Aun así,
ella extendió su dedo y tocó el borde del manto del Señor, y fue sanada. Haz tú lo
mismo.
Jesús
murió por quienes son culpables de “todo pecado y blasfemia,” y, por ello,
estoy seguro de que no rechazará a aquellos que son involuntariamente cautivos de
malos pensamientos. Arrójate sobre Él, con tus pensamientos y todo, y comprueba
si no es grande para salvar. Él puede acallar esos horribles susurros del
maligno, o puede capacitarte para que los veas a la luz verdadera, para que no te
preocupes por ellos. A Su manera, puede y quiere salvarte y, al fin, te dará
perfecta paz. Sólo confía en Él, tanto para esto como para todo lo demás.
Tristemente
desconcertante es esa forma de incapacidad que se esconde en una supuesta falta
de poder para creer. No es extraño para nosotros este clamor—
“Oh, que
pudiera creer,
Pues
todo sería fácil;
Yo
quisiera, pero no puedo; Señor, alíviame,
Mi ayuda
ha de venir de Ti.”
Muchos
permanecen en la oscuridad durante años, porque no tienen poder, según dicen,
para hacer aquello que es la renuncia de todo poder para reposar en el poder de
otro: el Señor Jesús. En verdad, todo este asunto de creer, es algo muy
curioso, pues la gente no recibe mucha ayuda cuando trata de creer. La fe no viene
por tratar. Si una persona fuera a hacer una declaración de algo que sucedió hoy,
yo no le diría que intentaría creerle. Si creyera en la veracidad del hombre que
me relató el incidente y que dijo que lo presenció, yo aceptaría la declaración
de inmediato. Si no lo considerara un hombre veraz, por supuesto que no le
creería; pero no habría ningún intento en el asunto. Ahora, cuando Dios
declara que hay salvación en Cristo Jesús, yo debo creerle de inmediato o
hacerle mentiroso.
Seguramente
no dudarás en cuanto a cuál es el sendero correcto en este caso. El testimonio
de Dios debe ser verdadero, y estamos obligados a creer en Jesús de inmediato.
Pero
posiblemente hayas estado tratando de creer demasiado. Nosotros no apuntamos a
grandes cosas. Debe bastarte tener la fe que pueda sostener en su mano esta
sola verdad: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los
impíos.” Él entregó Su vida por hombres que todavía no creían en Él, ni eran
capaces de creer en Él. Él murió por los hombres, no como creyentes, sino como
pecadores. Él vino para convertir a estos pecadores en creyentes y santos; pero
cuando murió por ellos los veía como totalmente débiles. Si te aferras a la verdad
que Cristo murió por los impíos, y la crees, tu fe te salvará, y puedes irte en
paz. Si confías tu alma a Jesús, que murió por los impíos, aunque no puedas creer
todas las cosas ni mover montañas, ni hacer otras cosas portentosas, eres salvo.
La fe que salva no es la gran fe sino la verdadera fe; y la salvación no está en
la fe, sino en el Cristo en quien la fe confía. La fe como un grano de mostaza traerá
la salvación. El punto que ha de ser considerado es la sinceridad de la fe y no
la medida de fe. Ciertamente un hombre puede creer aquello que sabe que es verdad;
y como sabes que Jesús es verdadero, tú, amigo mío, puedes creer en Él. La
cruz, que es el objeto de la fe, es también, por el poder del Espíritu Santo, su
causa. Siéntate y contempla al Salvador moribundo hasta que la fe brote espontáneamente en tu corazón. No hay lugar como el Calvario para producir la confianza.
El aire de ese sagrado monte trae salud a la trémula fe. Muchos contempladores han
dicho de allí—
“Viéndote
herido, doliéndote,
Desfallecido
en el maldito madero,
Señor,
yo siento que mi corazón cree
Que Tú
sufriste así por mí.”
“¡Ay!”—clama
otro—“mi falta de fuerzas está en este sentido, que no puedo renunciar a mi
pecado, y yo sé que no puedo ir al cielo si llevo conmigo mi pecado.”
Me alegra que sepas eso, pues es muy cierto. Tienes que
estar divorciado de tu pecado, o no puedes casarte con Cristo.
Recuerda la pregunta que pasó como relámpago por la mente del
joven Bunyan cuando practicaba sus deportes en el descampado un
día domingo: “¿Abandonarás tus pecados e irás al cielo, o conservarás tus
pecados e irás al infierno?” Esto le hizo sentirse extremadamente compungido.
Esa es una pregunta que todo hombre tendrá que responder: porque no
existe tal cosa como continuar en el pecado e ir al cielo. Eso no puede ser.
Debes renunciar al pecado o renunciar a la esperanza.
Si
respondieras: “Sí, estoy lo suficientemente dispuesto. El querer el bien está en
mí, pero no el hacerlo. El pecado se enseñorea de mí, y no tengo fuerzas”; ven,
entonces, si no tienes fuerzas, pues este texto sigue siendo válido: “Cristo,
cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.” ¿Puedes creer eso
todavía? Por mucho que otras cosas parezcan contradecirlo, ¿estás dispuesto
a creer en él? Dios lo ha dicho, y es un hecho; por tanto, sujétate a él con
mano firme, pues tu única esperanza está contenida allí. Cree en esto y confía
en Jesús, y pronto encontrarás poder para eliminar a tu pecado; pero aparte de
Él, el hombre fuerte armado te retendrá por siempre como su esclavo.
Personalmente,
nunca habría podido vencer a mi propia condición pecaminosa.
Intenté,
pero fracasé. Mis propensiones malvadas eran demasiado para mí, hasta que, en
la creencia que Cristo murió por mí, confié mi alma culpable a Él, y entonces
recibí un principio vencedor mediante el cual derroté a mi yo pecaminoso.
La
doctrina de la cruz puede ser usada para eliminar el pecado, de la misma manera
que los antiguos guerreros usaban sus gigantescas espadas a dos manos, y
derribaban a sus enemigos con cada golpe. No hay nada como la fe en el Amigo de
los pecadores: esa fe vence todo mal. Si Cristo murió por mí, impío como soy, débil
como soy, entonces no puedo vivir más en el pecado, sino que he de disponerme a
amar y servir a quien me ha redimido. No puedo tratar a la ligera el mal que
hizo morir a mi mejor amigo. He de ser santo por Su causa. ¿Cómo podría vivir en
pecado cuando Él murió para salvarme del pecado?
Mira cuán
espléndida ayuda es para ti, que estás débil, saber y creer que a su tiempo
Cristo murió por los impíos como tú. ¿Ya has captado la idea? Ver la esencia
del Evangelio es muy difícil, de alguna manera, para nuestras mentes
entenebrecidas, prejuiciados e incrédulas. A veces he pensado, al terminar de
predicar, que expuse el Evangelio tan claramente, que la nariz en el rostro de
uno no podría ser más evidente; y, sin embargo, percibo que incluso oyentes
inteligentes no han podido entender lo que significaba: “Mirad a mí, y sed
salvos.” Los convertidos dicen usualmente que no habían entendido el Evangelio
hasta tal y tal día; y sin embargo, lo habían oído durante años. El Evangelio
es desconocido, no por falta de explicación, sino por la ausencia de la
revelación personal. El Espíritu Santo está presto a darla, y la dará a quienes
se la pidan. Sin embargo, una vez dada, el resumen de toda la verdad revelada
está contenido dentro de estas palabras:
“Cristo
murió por los impíos.”
Oigo a
otro que se lamenta así: “Oh señor, mi debilidad radica en esto: que pareciera
que no puedo mantener por largo tiempo una sola mente. Oiga la palabra
un día domingo, y quedo impresionado; pero en la semana me encuentro con una
amigo malvado y mis buenos sentimientos se desvanecen. Mis compañeros de
trabajo no creen en nada, y dicen cosas muy terribles, y yo no sé cómo
responderles, y de esta manera me encuentro arrollado.” Yo conozco a este
‘Flexible Plástico’ muy bien, y tiemblo por él; pero al mismo tiempo, él es
realmente sincero, y su debilidad puede ser tratada por la gracia
divina. El Espíritu Santo puede echar fuera al espíritu maligno del
temor del hombre. Puede hacer valiente al cobarde.
Recuerda,
mi pobre amigo vacilante, que no debes permanecer en este estado. No
conviene nunca que seas mezquino y miserable contigo mismo. Ponte de pie, erguido,
y mírate, y ve si fuiste creado para ser como un sapo bajo una rastra, temiendo
por tu vida si te mueves o te quedas quieto. Tienes que tener una mente propia.
Esto no es únicamente un asunto espiritual, sino un asunto que concierne la
hombría diaria. Yo haría muchas cosas para agradar a mis amigos; pero ir al infierno
para agradarles es más de lo que estoy dispuesto a aventurarme. Podría ser muy
bueno hacer esto y aquello en aras del buen compañerismo; pero de nada sirve
perder la amistad de Dios para mantener unas buenas relaciones con los hombres.
“Eso lo
sé”—dice alguien—“pero aun así, aunque lo sé, no puedo cobrar valor.
No puedo
mostrar los colores de mi uniforme. No puedo mantenerme firme.”
Bien, para
ti también tengo el mismo texto: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su
tiempo murió por los impíos.” Si Pedro estuviera aquí, diría: “el Señor Jesús murió
por mí incluso cuando yo era una criatura tan pobre y débil que la criada que
atizaba el fuego me condujo a mentir y a jurar que yo no conocía al Señor.”
Sí, Jesús
murió por aquellos que lo abandonaron y huyeron. Sujeta firmemente esta verdad:
“Cristo murió por los impíos cuando aún eran débiles.” Esta es tu vía de salida
de tu cobardía. Graba esto en tu alma: “Cristo murió por mí,” y pronto estarás
listo para morir por Él. Cree que Él sufrió en tu lugar y en tu posición, y que
ofreció por ti una expiación satisfactoria, verdadera y plena. Si crees en ese hecho,
te verás forzado a sentir: “no puedo avergonzarme de Aquel que murió por mí.”
Una plena convicción de que esto es verdad te infundirá un intrépido valor.
Mira a los
santos de la época de los mártires. En los primeros días del cristianismo, cuando
este grandioso pensamiento del excepcional amor de Cristo fulguraba en toda su
frescura en la iglesia, los hombres no sólo estaban dispuestos a morir, sino
que se volvieron más ambiciosos para sufrir, e incluso se presentaban por
centenas ante los tribunales de los gobernantes, confesando a Cristo. Yo no digo
que hayan sido sabios al cortejar a la cruel muerte; pero demuestra mi punto: que
un sentido del amor de Jesús transporta la mente por encima de todo temor de lo
que el hombre pueda hacernos. ¿Por qué no habría de producir el mismo efecto en
ti? ¡Oh, que te pudiera inspirar ahora con una valiente determinación para
ponerte abiertamente del lado del Señor, y ser Su seguidor hasta el fin! ¡Que
el Espíritu Santo nos ayude a llegar hasta este punto por medio de la fe en el
Señor Jesús, y todo saldrá bien!
12. El
crecimiento de la fe
¿Cómo
podemos obtener y aumentar nuestra fe? Para muchos esta es una pregunta muy
seria. Afirman que quieren creer, pero no pueden. Sobre este tema se dice una
gran cantidad de desatinos. Debemos ser estrictamente prácticos en el manejo de
este asunto. El sentido común es tan necesario en la religión como en todo lo
demás. “¿Qué he de hacer para creer?” A alguien que se le preguntó sobre la
mejor manera de llevar a cabo un simple acto, respondió que la mejor manera de
hacerlo era hacerlo de inmediato. Perdemos tiempo discutiendo los métodos cuando
la acción es simple. La ruta más corta para creer es creer. Si el Espíritu Santo
te ha hecho sincero, creerías tan pronto como la verdad es colocada delante de
ti. La creerás porque es verdad. El mandato del Evangelio es claro: “Cree en el
Señor Jesucristo, y serás salvo.” Es inútil evadir esto acudiendo a preguntas y
subterfugios. La orden es clara; debe ser obedecida.
Pero aun
así, si tienes una dificultad, llévala delante de Dios en oración. Dile
al grandioso Padre exactamente qué es lo que te confunde, y pídele por Su
Espíritu que resuelva la pregunta. Si yo no puedo creer una declaración
de un libro, de buena gana le pregunto al autor qué es lo quiere
decir; y si es un hombre veraz, su explicación me dejará
satisfecho; y la explicación divina de los puntos difíciles de la Escritura satisfará aún
más el corazón del buscador sincero. El Señor quiere darse a
conocer; acude a Él y comprueba que así es. Anda de inmediato a
tu aposento y clama: “Oh Santo Espíritu, condúceme a la verdad. Enséñame Tú
lo que yo no sé.”
Además, si
la fe parece difícil, es posible que Dios el Espíritu Santo te capacite para
creer, si oyes muy frecuentemente y con seriedad lo que se te
ordena creer. Creemos muchas cosas porque las hemos escuchado muchas
veces. ¿No has descubierto, en la vida diaria, que si oyes algo cincuenta
veces, al final terminas creyéndolo? Algunos individuos han llegado a creer
afirmaciones muy improbables mediante este proceso, y, por tanto, no me
sorprende que el buen Espíritu bendiga el método de oír la verdad con
frecuencia, y lo use para infundir la fe en lo que se ha de creer. Está
escrito: “La fe es por el oír”; por tanto, oye con frecuencia.
Si yo oigo
el Evangelio sincera y atentamente, uno de estos días me descubriré creyendo
lo que oigo, por medio de la bendita operación del Espíritu de Dios en mi
mente. Sólo preocúpate por oír el Evangelio, y no distraigas tu mente oyendo o
leyendo aquello que tiene el propósito de hacerte titubear.
Sin
embargo, si eso te pareciera un pobre consejo, agregaría esto: considera el
testimonio de otros. Los samaritanos creyeron debido a lo que la mujer
les dijo sobre Jesús. Muchas de nuestras creencias surgen del
testimonio de otras personas. Yo creo que existe un país llamado
Japón; no lo he visto nunca, y, sin embargo, creo que existe tal
lugar porque otras personas han estado allí. Yo creo que voy a
morir; nunca me he muerto, pero una grandísima cantidad de personas que
he conocido se han muerto, y por eso tengo la convicción de que yo también
me moriré. El testimonio de muchos me convence de ese hecho. Escucha,
entonces, a quienes te dicen cómo fueron salvados, cómo fueron
perdonados, cómo les fue cambiado su carácter. Si examinas el
asunto advertirás que alguien muy semejante a ti, ha sido
salvado. Si has sido un ladrón, encontrarás que un ladrón se alegró
de lavar su pecado en la fuente de la sangre de Cristo. Si por desgracia has
sido lascivo, descubrirás que hombres y mujeres que han caído de esa
manera, han sido limpiados y cambiados. Si estás sumido en la
desesperación, sólo tienes que acercarte al pueblo de Dios, e
investigar un poco, y descubrirás que algunos de los santos se
han visto igualmente sumidos a veces en la desesperación, y que les
dará gusto decirte cómo los liberó el Señor.
Conforme
vayas escuchando a uno tras otro de aquellos que han probado la
palabra de Dios, y la han comprobado, el Espíritu divino te
conducirá a creer. ¿No has oído acerca del africano a quien un misionero le
dijo que el agua se tornaba algunas veces tan dura que se podía caminar sobre
ella? El africano declaró entonces que creía muchísimas cosas que el misionero
le había dicho, pero que nunca creería eso. Cuando vino a Inglaterra sucedió
que un día invernal vio que el río estaba congelado, pero no se aventuró a
pararse sobre él. Sabía que era un río profundo, y tenía la certeza de que se
ahogaría si se arriesgaba a caminar sobre el río. No podía ser inducido a
caminar sobre el agua congelada hasta que su amigo y muchas otras personas se
pararon sobre el río; sólo entonces fue persuadido y se aventuró donde otros lo
habían hecho con seguridad. Entonces, tal vez, al ver que otros creen en el
Cordero de Dios, y adviertes su gozo y paz, tú mismo serás conducido
delicadamente a creer. La experiencia de otros es uno de los caminos de Dios
para conducirnos a la fe. Sea como sea, sólo tienes dos opciones: creer en
Jesús o morir; no hay esperanza para ti, sino en Él.
Un mejor
plan es este: nota la autoridad sobre la cual se te manda
creer, y esto te ayudará grandemente para la fe. La autoridad no es la mía,
pues entonces muy bien podrías rechazarla. No es ni siquiera la del Papa, pues
entonces podrías cuestionarla. Pero se te ordena creer con base en la autoridad
del propio Dios. Él te ordena creer en Jesucristo, y no debes rehusar
obedecer a tu Hacedor.
El capataz
de ciertas obras a menudo había escuchado el Evangelio, pero estaba turbado por
el miedo de que no pudiera venir a Cristo. Su jefe le envió un día una tarjeta
hasta las obras, diciéndole: “Ven a mi casa inmediatamente después del
trabajo.” El capataz se presentó a la puerta de la casa del jefe, quien salió y
le dijo con rudeza: “¿Qué pretendes, Juan, molestándome a esta hora? Terminado el
trabajo, ¿qué derecho tienes para estar aquí?” “Señor”—dijo el capataz—“recibí una
tarjeta de parte suya indicándome que debía venir después del trabajo.” “¿Pretendes
decir que simplemente porque tenías una tarjeta mía debías venir a mi casa y
pedirme que saliera después de las horas de trabajo?” “Bien, señor”— repuso el
capataz, “no le entiendo, pero me parece que, como usted me pidió que viniera,
tenía el derecho de venir.” “Entra, Juan”—le dijo su jefe—“tengo otro mensaje
que quisiera leerte,” y se sentó y leyó estas palabras: “Venid a mí todos los
que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.” “¿Piensas que
después de un mensaje así de Cristo podría estar mal en venir a Él?” El pobre
hombre entendió todo de inmediato, y creyó en el Señor Jesús para vida eterna,
porque percibió que tenía una buena garantía y autoridad para creer. ¡Tú
también tienes eso, pobre alma! Tienes una buena autoridad para venir a Cristo,
pues el propio Señor te manda que confíes en Él.
Si eso no
engendra fe en ti, medita en lo que tienes que creer: que
el Señor
Jesucristo
sufrió en el lugar y en la condición de los pecadores, y salva a todos los que
confían en Él. Vamos, este es el hecho más bendito que se les haya pedido jamás
a los hombres que crean; es la más conveniente, la más consoladora, la más
divina verdad que haya sido presentada jamás a las mentes mortales. Te aconsejo
que pienses mucho en ella, e investigues la gracia y el amor que esa verdad contiene.
Estudia a los cuatro evangelistas, estudia las Epístolas de Pablo, y luego ve
si el mensaje no es tan creíble que te verás forzado a creerlo.
Si eso no
basta, entonces piensa en la persona de Jesucristo: piensa quién es Él, y qué
hizo, y dónde está, y qué es. ¿Cómo puedes dudar de Él?
Desconfiar en el siempre veraz Jesús, es crueldad. Él no ha hecho nada para
merecer la desconfianza; por el contrario, debería ser fácil confiar en Él.
¿Por qué crucificarlo de nuevo por la incredulidad? ¿Acaso esto no equivale a
coronarlo de espinas de nuevo y escupirle de nuevo? ¡Qué!, ¿no se ha de confiar
en Él? ¿Qué peor insulto le lanzaron los soldados que éste? Ellos le hicieron
un mártir, pero tú le haces mentiroso; esto es peor en gran medida. No
preguntes: ¿cómo puedo creer? Sino responde otra pregunta: ¿Cómo es
posible que no creas?
Si nada de
esto te sirve, entonces algo anda fundamentalmente mal en cuanto a ti, y mi
última palabra para ti es: ¡sométete a Dios! El prejuicio o el
orgullo están en el fondo de esta incredulidad. Que el Espíritu de Dios suprima
tu enemistad y te lleve a ceder. Tú eres un rebelde, un altivo rebelde, y esa
es la razón por la que no le crees a tu Dios. Renuncia a tu rebelión; depón tus
armas; cede a la discreción, sométete a tu Rey. Yo creo que nunca un alma ha
alzado sus manos habiendo desesperado de sí misma y clamado: “Señor, me rindo,”
sin que la fe se volviera fácil muy pronto. Es debido a que todavía tienes una
contienda con Dios, y una determinación a imponer tu propia voluntad y tu
propio camino, que no puedes creer. “¿Cómo podéis vosotros creer”—dijo
Cristo—“pues recibís gloria los unos de los otros?” El yo soberbio crea la
incredulidad. Sométete, oh hombre. Cede ante tu Dios, y entonces creerás
confiadamente en tu Salvador. ¡Que el Espíritu Santo obre
ahora secreta pero eficazmente contigo, y te conduzca a creer en el Señor
Jesús en este mismo instante! Amén.
13. La
regeneración y el Espíritu Santo
“Os es
necesario nacer de nuevo.” La palabra de nuestro Señor Jesús ha
parecido arder en el camino de muchos, como la espada desenvainada del querubín
a las puertas del Paraíso. Se han desesperado porque este cambio está más allá
de su supremo esfuerzo. El nuevo nacimiento es de arriba, y, por eso, no
está en poder de la criatura. Ahora, lejos de mi mente está negar
una verdad, o siquiera ocultarla, para generar un falso consuelo. Yo admito
libremente que el nuevo nacimiento es sobrenatural, y que no puede ser obrado
por el propio pecador.
Sería una
pobre ayuda para mi lector si yo fuera lo suficientemente perverso para
procurar animarlo, persuadiéndole que rechace u olvide aquello que es
incuestionablemente cierto.
Pero,
¿acaso no es notable que el propio capítulo en el que nuestro Señor haceesta
radical declaración, también contenga el enunciado más explícito en cuanto a la
salvación por fe? Lee el tercer capítulo del Evangelio de Juan y no te quedes solamente
en sus primeras frases. Es cierto que el tercer versículo dice:
“Respondió
Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo,
no puede ver el reino de Dios.”
Pero,
luego, los versículos décimo cuarto y décimo quinto, dicen:
“Y como
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del
Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga
vida eterna.”
El
versículo dieciocho repite la misma doctrina en los términos más amplios:
“El que en
él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no
ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.”
Está claro
para todo lector que estas dos declaraciones deben coincidir, puesto que provinieron
de los mismos labios, y están registrados en la misma página inspirada. ¿Por
qué habríamos de generar una dificultad allí donde no puede haber ninguna? Si
una declaración nos enseña la necesidad de algo para la salvación, que sólo
Dios puede dar, y en otro versículo nos enseña que el Señor nos salvará sobre
la base de creer en Jesús, entonces podemos concluir con seguridad que el Señor
dará a aquellos que creen, todo lo que es declarado necesario para la salvación.
El Señor, de hecho, produce el nuevo nacimiento en todos los que creen en
Jesús; y su fe es la evidencia más segura de que han nacido de nuevo.
Confiamos
en Jesús para lo que nosotros mismos no podemos hacer: si estuviese en nuestro
propio poder, ¿qué necesidad habría de mirarlo a Él? A nosotros nos corresponde
creer, y al Señor le corresponde hacernos nuevas criaturas. Él no ha de creer
por nosotros, ni nosotros hemos de hacer la obra regeneradora por Él.
A nosotros
nos basta obedecer el mandamiento de gracia; corresponde al Señor obrar el
nuevo nacimiento en nosotros.
Quien pudo
ir hasta el extremo de morir en la cruz por nosotros, puede darnos, y nos dará
todas las cosas que son necesarias para nuestra seguridad eterna.
“Pero un
cambio salvador del corazón es la obra del Espíritu Santo.” Esto también
es muy cierto, y lejos esté de nosotros cuestionarlo u olvidarlo. Pero la obra
del Espíritu Santo es secreta y misteriosa, y sólo puede ser percibida por sus resultados.
Hay misterios acerca de nuestro nacimiento natural en los que sería una
curiosidad perversa fisgonear: ese sería el caso y con mayor razón, si se trata
de las operaciones sagradas del Espíritu de Dios. “El viento sopla de donde
quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es
todo aquel que es nacido del Espíritu.” Sin embargo, esto sí sabemos: la obra
misteriosa del Espíritu Santo no puede constituir una razón para rehusar creer
en Jesús, de quien ese mismo Espíritu da testimonio.
Si se le
ordenara a un hombre sembrar un campo, no podría excusar su negligencia diciendo
que sería inútil sembrar a menos que Dios hiciera crecer la semilla.
No se
vería justificado si descuidara la labranza porque sólo la energía secreta de
Dios puede producir una cosecha. Nadie es obstaculizado en las actividades ordinarias
de la vida por el hecho de que a menos que el Señor edifique la casa, en vano
trabajan los que la edifican. Es cierto que nadie que crea en Jesús descubrirá jamás
que el Espíritu Santo rehúse obrar en él: de hecho, su fe es prueba de que el
Espíritu ya está obrando en su corazón.
Dios obra
en la providencia, pero los hombres no se quedan quietos por ello. Ellos no
se podrían mover si el poder divino no les diera vida y fuerzas, y, sin
embargo, prosiguen sin duda su camino; el poder les es otorgado de un día a
otro por Aquel, en cuya mano está el aliento de ellos y cuyos caminos le
pertenecen.
Lo mismo
sucede en la gracia. Nos arrepentimos y creemos, aunque no podríamos hacer ni
lo uno ni lo otro si el Señor no nos proporcionara la capacidad de hacerlo.
Abandonamos el pecado y confiamos en Jesús, y entonces percibimos que el Señor
ha producido en nosotros así el querer como el hacer, por su buena voluntad. Es
inútil pretender que hay una dificultad real en el asunto.
Algunas
verdades son difíciles de explicar con palabras, pero se simplifican en la
experiencia real. No hay discrepancia entre la verdad de que el pecador es el que
cree, pero que su fe es obra del Espíritu Santo. Sólo la insensatez puede
conducir a los hombres a confundirse acerca de asuntos sencillos mientras sus
almas están en peligro.
Nadie
rehusaría entrar en un bote salvavidas porque desconociera la gravedad específica
de los cuerpos; tampoco un hambriento rechazaría comer mientras no entendiera
todo el proceso de la nutrición. Si tú, lector, no estás dispuesto a creer en
tanto que no puedas entender todos los misterios, nunca serás salvado en
absoluto; y si permites que dificultades que tú mismo has inventado te impidan aceptar
el perdón por medio de tu Señor y Salvador, perecerás en una condenación que
será abundantemente merecida. No cometas el suicidio espiritual debido a una
pasión por discutir sutilezas metafísicas.
Le he
estado hablando continuamente a mi lector acerca de Cristo crucificado, quien
es la gran esperanza del culpable; pero es sabio que recordemos que nuestro Señor
resucitó de los muertos y vive eternamente.
No se te
pide confiar en un Jesús muerto, sino en uno que, aunque murió por nuestros
pecados, resucitó para nuestra justificación. Puedes acudir a Jesús de inmediato
como a un amigo que vive y está presente. Él no es un simple recuerdo, sino una
persona que existe continuamente y que oirá tus oraciones y las responderá.
Él vive y
tiene el propósito de continuar la obra por la cual entregó Su vida una vez. Él
está intercediendo por los pecadores a la diestra del Padre, y, por esta razón,
puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios. Ven y prueba a
este Salvador viviente si no lo has hecho nunca antes.
Este Jesús
vivo es también elevado a una eminencia de gloria y poder. Él no se
aflige ahora como ‘un hombre humillado delante de sus enemigos’, ni trabaja como
‘el hijo del carpintero’; sino que es exaltado por sobre los principados y las potestades
y sobre todo nombre que se nombra. El Padre le ha dado todo poder en el cielo y
en la tierra, y Él ejerce este excelso poder llevando a cabo Su obra de gracia.
Oye lo que Pedro y los otros apóstoles testificaron en relación a Él, ante el sumo
sacerdote y el concilio:
“El Dios
de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un
madero. A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y
Salvador,
para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados (Hechos
5:30,
31).
La gloria
que rodea al Señor ascendido debería infundir esperanza en el pecho de todo
creyente. Jesús no es una persona insignificante: Él es “un Salvador y Príncipe.”
Él es coronado y entronizado como Redentor de los hombres. En Él está investida
la soberana prerrogativa de la vida y la muerte; el Padre ha puesto a todos los
hombres bajo el gobierno mediador del Hijo, de tal manera que Él puede revivir
a quien quiera. Él abre, y nadie cierra. A Su palabra, el alma que está atada
con las cuerdas del pecado y de la condenación, puede ser liberada en un
instante. Extiende el cetro de plata, y cualquiera que lo toque, vive.
Es bueno
para nosotros que así como el pecado vive, y la carne vive, y el demonio vive,
de igual manera, Jesús vive; y es bueno también que independientemente de
cualquier fuerza que todos ellos tengan para arruinarnos, Jesús tenga todavía
mayor poder para salvarnos.
Toda Su
exaltación y habilidad están a nuestra cuenta. “Él es exaltado para ser,”
y exaltado “para dar.” Él es exaltado para ser un Príncipe y un
Salvador, para dar todo lo que se requiere para lograr la salvación de
todos lo que se someten a Su gobierno. Jesús no tiene nada que no
use para la salvación de un pecador, y toda Su persona se muestra en las
abundancias de Su gracia. Él vincula Su condición de Príncipe a Su condición
de Salvador, como si no quisiera poseer la una sin la otra; y manifiesta
que Su exaltación tiene el propósito de traer bendiciones a los hombres,
como si esta fuese la flor y la corona de Su gloria. ¿Podría haber algo mejor
diseñado para levantar las esperanzas de los pecadores que buscan y que están
mirando en dirección a Cristo?
Jesús
soportó gran humillación, y por tanto, había espacio para que fuera exaltado.
Por esa
humillación Él cumplió y soportó toda la voluntad del Padre, y por eso fue recompensado
al ser elevado a la gloria. Él usa esa exaltación a favor de Su pueblo.
Mi lector debe alzar sus ojos a esos montes de gloria, de donde ha de venir Su
ayuda. Debe contemplar las excelsas glorias del Príncipe y Salvador.
¿Acaso no
es sumamente esperanzador para los hombres que un Hombre esté ahora sobre el
trono del universo? ¿Acaso no es glorioso que el Señor de todo sea el Salvador
de los pecadores? Tenemos un amigo en la corte; sí, un amigo en el trono. Él
usará toda Su influencia por aquellos que confían sus asuntos en Sus manos.
Bien canta uno de nuestros poetas—
“Él vive
siempre para interceder
Delante
del rostro de Su Padre;
Entrégale
tu causa, alma mía, para que interceda,
Y no
dudes de la gracia del Padre.”
Acude,
amigo, y confía tu causa y tu caso a aquellas manos que fueron traspasadas una
vez, y que ahora están glorificadas con la sortija del sello del poder y del
honor reales. Ningún caso se perdió jamás si ha sido presentado por este grandioso
Abogado.
15. El
arrepentimiento debe acompañar al perdón
Es claro
por el texto que hemos estado citando últimamente, que el arrepentimiento está
ligado al perdón de los pecados. En Hechos 5: 31 leemos que Jesús es “Exaltado…
para dar… arrepentimiento y perdón de pecados.” Estas dos bendiciones vienen
de esa sagrada mano que una vez fue clavada al madero, pero ahora está alzada
en gloria. El arrepentimiento y el perdón están remachados juntos por el eterno
propósito de Dios. Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre.
El
arrepentimiento ha de ir con la remisión, y verás que es así, si
piensas un poco sobre el asunto. No puede ser que el perdón del pecado sea
otorgado a un pecador impenitente; esto lo confirmaría en sus malos
caminos, y le enseñaría a minimizar el mal. Si el Señor dijera: “tú amas el
pecado, y vives en él, y vas de mal en peor, pero, no importa, Yo te perdono,”
esto sería proclamar una horrible licencia para la iniquidad. Los cimientos del
orden social serían arrancados, y se daría una anarquía moral. Yo no podría
decir cuántos innumerables males ocurrirían con toda certeza si pudieran
separar el arrepentimiento del perdón, y pasar por alto el pecado mientras el
pecador permaneciera tan encariñado con él como siempre.
En la
propia naturaleza de las cosas, si creemos en la santidad de Dios, debe ser
que si continuamos en nuestro pecado, y no nos arrepentimos de él, no podemos ser
perdonados, sino que cosecharemos las consecuencias de nuestra obstinación.
De
conformidad a la infinita bondad de Dios, se nos promete que si abandonamos nuestros
pecados, confesándolos, y, si por fe aceptamos la gracia que es provista en
Cristo Jesús, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos
de toda maldad. Pero en tanto que Dios viva, no puede haber ninguna promesa de
misericordia para aquellos que continúan en sus caminos perversos y se niegan a
reconocer sus transgresiones. En verdad ningún rebelde puede esperar que el Rey
perdone su traición, mientras permanezca en abierta rebeldía. Nadie puede ser
tan insensato como para imaginar que el Juez de toda la tierra quitará nuestros
pecados aunque rehusemos repudiarlos nosotros mismos. Además, ha de ser así por
la integridad de la divina misericordia. Esa misericordia que
pudiera perdonar el pecado y sin embargo, permitiera que el pecador viviera en
él, sería superficial e insuficiente. Sería una misericordia deformada y
desigual, coja de uno de sus pies, y seca en cuanto a una de sus manos.
¿Cuál
pensarías tú que es el mayor privilegio: la limpieza de la culpa del pecado o la
liberación del poder del pecado? No voy a intentar pesar en la balanza dos
misericordias tan sobresalientes. Ninguna de las dos habría podido venir a
nosotros aparte de la preciosa sangre de Jesús. Pero me parece que ser liberado
del dominio del pecado, ser hecho santo, ser hecho semejante a Dios, ha de ser
reconocido como la mayor de las dos, si se ha de establecer una comparación.
Ser perdonado es un inmensurable favor. Lo convertimos en una de las primeras
notas de nuestro Salmo de
alabanza: “Él es quien perdona todas tus iniquidades.” Pero si pudiéramos ser
perdonados, y luego se nos permitiera amar el pecado, gozar de deleites inicuos
y revolcarnos en la lascivia, ¿de qué nos serviría tal perdón? ¿Acaso no
resultaría ser una golosina envenenada que podría destruirnos muy eficazmente?
Ser
lavado, y, sin embargo, permanecer en el cieno, ser pronunciado limpio, y, sin
embargo, mostrar la mancha blanca de la lepra en el rostro, sería el peor remedo
de misericordia. ¿De qué serviría sacar al hombre fuera de su sepulcro, si lo
dejas muerto? ¿Para qué llevarlo a la luz si todavía está ciego? Nosotros damos
gracias a Dios porque quien perdona nuestras iniquidades, también sana nuestras
enfermedades. Quien nos lava de las manchas del pasado, también nos levanta de
los perversos caminos del presente, y nos guarda de caer en el futuro. Debemos
aceptar gozosamente tanto el arrepentimiento como la remisión; no pueden ser
separados. La herencia del pacto es una e indivisible, y no ha de ser dividida.
Dividir la obra de la gracia sería partir el niño vivo en dos mitades, y
quienes permitieran esto no tienen interés en él.
Te
preguntaré a ti, que estás buscando al Señor: ¿estarías satisfecho con una sola
de estas misericordias? ¿Estarías contento, querido lector, si Dios te perdonara
tu pecado, y luego te permitiera ser tan mundano y tan perverso como antes? ¡Oh, no!
El espíritu vivificado es más temeroso del pecado mismo que de sus resultados
penales. El clamor de tu corazón no es: “¿Quién me librará del castigo?,” sino,
“¡Miserable de mi!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? ¿Quién me
habilitará para vivir sobre la tentación, y para ser santo como Dios es santo?”
Puesto que la unidad del arrepentimiento con la remisión concuerda con el deseo
de la gracia, y puesto que es necesaria para la integridad de la salvación y para
la santidad, ten la seguridad que la unión ha de permanecer.
El
arrepentimiento y el perdón son juntados en la experiencia de todos los creyentes.
Jamás hubo una persona que se hubiere arrepentido genuinamente del
pecado con un arrepentimiento de fe, que no haya sido perdonado; por otro
lado, nunca hubo una persona perdonada que no se hubiera arrepentido de
su pecado. No dudo en afirmar que debajo de la cubierta del cielo
nunca hubo, no hay, y no habrá nunca caso alguno de pecado
lavado, a menos que, al mismo tiempo, el corazón hubiere sido
conducido al arrepentimiento y a la fe en Cristo.
El odio al
pecado y un sentido de perdón entran juntos y permanecen juntos en el alma
mientras vivamos.
Estas dos
cosas actúan y reaccionan la una sobre la otra: el hombre
que es perdonado se arrepiente; y el hombre que se arrepiente es también
perdonado con toda certeza. Recuerda primero que el perdón conduce al
arrepentimiento.
Cantamos
con palabras de Hart—
“La ley
y los terrores sólo endurecen,
Todo el
tiempo que operan solos;
Pero un
sentido del perdón comprado con sangre
Pronto
disuelve un corazón de piedra.”
Cuando
estamos seguros de que hemos sido perdonados, entonces aborrecemos la
iniquidad; y yo supongo que cuando la fe crece hasta la plena seguridad, de tal
forma que estamos seguros más allá de toda duda, de que la sangre de Jesús nos
ha lavado y dejado más blancos que la nieve, es entonces que el arrepentimiento
alcanza su mayor altura. El arrepentimiento crece conforme crece la fe. No te
equivoques al respecto; ¡el arrepentimiento no es cosa de días y semanas, de
una penitencia temporal que ha de terminar tan rápido como sea posible!No; es
la gracia de toda una vida, como la fe misma. Los hijitos de Dios se arrepienten,
y también lo hacen los jóvenes y los padres. El arrepentimiento es el
inseparable compañero de la fe. Todo el tiempo que andamos por fe y no por
vista, la lágrima del arrepentimiento brilla en el ojo de la fe. El
arrepentimiento que no viene de la fe en Jesús no es verdadero arrepentimiento,
y la fe que no está teñida con arrepentimiento, no es verdadera fe en Jesús. La
fe y el arrepentimiento, como gemelos siameses, están vitalmente juntos. En la
proporción en la que creemos en el amor perdonador de Cristo, en esa proporción
nos arrepentimos; y en la proporción en la que nos arrepentimos del pecado y
odiamos el mal, nos regocijamos en la plenitud de la absolución que Jesús se
digna conceder. No valorarás nunca el perdón a menos que sientas arrepentimiento;
y nunca probarás el trago más profundo del arrepentimiento mientras no sepas
que eres perdonado. Podría parecer algo extraño, pero así es: la amargura del
arrepentimiento y la dulzura del perdón se mezclan en el sabor de toda vida de
gracia, y constituyen una felicidad incomparable.
Estos dos
dones del pacto conforman una seguridad mutua, uno del otro. Si yo sé
que me arrepiento, yo sé que soy perdonado. ¿Cómo he de saber que soy perdonado
sino sabiendo también que he retornado de mi antigua ruta pecaminosa?
Ser un
creyente es ser un penitente. La fe y el arrepentimiento no son sino dos rayos
de la misma rueda, dos brazos del mismo arado. El arrepentimiento ha sido muy
bien descrito como un corazón quebrantado por el pecado, y separado del
pecado; e igualmente se podría decir de él muy bien que es un retorno y un regreso.
Es un cambio de mente de un tipo sumamente radical y completo, y va acompañado
de la aflicción por el pasado y de la resolución de enmienda en el futuro—
“El
arrepentimiento consiste en abandonar
Los
pecados que amábamos antes;
Y
mostrar que, en verdad, nos afligimos,
No
amándolos más.”
Ahora,
siendo ese el caso, podemos tener la certeza de que somos perdonados, pues el
Señor nunca quebrantó un corazón por el pecado y separó del pecado, sin perdonarlo.
Si, por otro lado, disfrutamos del perdón por medio de la sangre de Jesús, y
somos justificados por fe, y tenemos paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro
Señor, sabemos que nuestro arrepentimiento y fe son legítimos.
No consideres
tu arrepentimiento como la causa de tu remisión, sino como su compañero. No
esperes ser capaz de arrepentirte hasta que veas la gracia de nuestro Señor
Jesús, y Su disposición a borrar tu pecado. Mantén cada una de estas cosas en
su lugar y contémplalas en su relación mutua. Ellas son las columnas Jaquín y
Boaz de la experiencia salvadora; quiero decir que son comparables a los dos
grandes pilares que estaban al frente de la casa del Señor, formando una
entrada majestuosa a ese lugar santo. Nadie viene a Dios rectamente a menos que
pase entre los pilares del arrepentimiento y la remisión. El arco iris de la
gracia del pacto ha sido desplegado en toda su belleza sobre tu corazón, cuando
las lágrimas del arrepentimiento han sido iluminadas por la luz del pleno
perdón. El arrepentimiento del pecado y la fe en el perdón divino son el hilo y
la textura del tejido de la conversión real. Por estas señales conoces a ‘un
verdadero israelita’.
Pero
regresemos al texto de la
Escritura sobre el que estamos meditando; tanto el perdón
como el arrepentimiento brotan de la misma fuente, y son otorgados por
el mismo Salvador. El Señor Jesús en Su gloria concede ambos a las mismas
personas. No podrías encontrar la remisión ni el arrepentimiento en ninguna otra
parte. Jesús los tiene disponibles y está preparado para concederlos ahora, y
concederlos muy libremente a todos los que los acepten de Sus manos.
No debemos
olvidar que Jesús proporciona todo lo que es necesario para nuestra salvación.
Es sumamente importante que todos los que buscan la misericordia recuerden esto.
La fe es tanto el don de Dios como lo es el Salvador sobre quien descansa esa
fe. El arrepentimiento del pecado es tan verdaderamente la obra de la gracia
como lo es el ofrecimiento de una expiación por medio de la cual el pecado es
borrado. La salvación, de principio a fin, es solamente por gracia. No me han
de malinterpretar.
No es el
Espíritu Santo quien se arrepiente. Él no ha hecho nunca nada de lo que deba
arrepentirse. Si pudiera arrepentirse, no resolvería el caso; nosotros mismos
debemos arrepentirnos de nuestro propio pecado, o no seríamos salvos de su
poder. No es el Señor Jesucristo quien se arrepiente. ¿De qué habría de arrepentirse?
Nosotros
mismos nos arrepentimos con el pleno consentimiento de cada facultad de nuestra
mente. La voluntad, los afectos, las emociones, todos trabajan conjuntamente de
todo corazón en el bendito acto de arrepentimiento por el pecado; y, sin
embargo, detrás de todo lo que es nuestro acto personal, hay una santa influencia
secreta que derrite el corazón, proporciona contrición y produce un cambio
completo. El Espíritu de Dios nos ilumina para ver qué es el pecado, y así lo
hace repulsivo a nuestros ojos. El Espíritu de Dios también nos vuelve hacia la
santidad, nos hace apreciarla de corazón, amarla y desearla, y así nos da el
ímpetu por el cual somos conducidos progresivamente de una etapa a otra de
santificación. El Espíritu de Dios produce en nosotros así el querer como el
hacer, por su buena voluntad. Debemos someternos a ese buen Espíritu de
inmediato, para que nos conduzca a Jesús, quien nos dará libremente la doble
bendición del arrepentimiento y la remisión, según las riquezas de Su gracia.
“POR
GRACIA SOIS SALVOS.”
16. Cómo
es otorgado el arrepentimiento
Regresando
al grandioso texto: “A éste, Dios ha exaltado con su diestra por
Príncipe y
Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados.”
Nuestro
Señor Jesucristo ha ascendido para que la gracia descienda. Su gloria es empleada
para dar mayor difusión a Su gracia. El Señor no ha dado un solo paso hacia
arriba excepto con el único propósito de llevar consigo arriba a los pecadores creyentes.
Él es exaltado para dar arrepentimiento; y esto veremos si recordamos
unas cuantas grandes verdades.
La obra
que nuestro Señor Jesús ha realizado ha hecho que el arrepentimiento sea
posible, disponible y aceptable. La ley no hace mención alguna del
arrepentimiento, sino dice claramente: “El alma que pecare, esa morirá.”
Si el Señor Jesús no
hubiera muerto y resucitado y ascendido al Padre, ¿cuánto valdría tu arrepentimiento
o el mío? Podríamos sentir el remordimiento con sus horrores, pero nunca el
arrepentimiento con sus esperanzas. El arrepentimiento, como un sentimiento
natural, es un deber común que no merece ningún encomio: en verdad, está tan
mezclado generalmente con un temor egoísta al castigo, que el cálculo más
generoso lo tasaría en muy poco. Si Jesús no hubiera intervenido obrando una
abundancia de méritos, nuestras lágrimas de arrepentimiento habrían equivalido
a otras tantas gotas de agua vertidas en el suelo. Jesús es exaltado en lo
alto, para que por el poder de Su intercesión, el arrepentimiento pueda tener un
lugar ante Dios. En este respecto, Él nos da el arrepentimiento porque coloca al
arrepentimiento en una posición de aceptación, que de otra manera no habría
podido ocupar nunca.
Cuando
Jesús fue exaltado en lo alto, el Espíritu de Dios fue derramado para
obrar en nosotros todas las gracias necesarias. El Espíritu Santo
crea el arrepentimiento en nosotros, renovando sobrenaturalmente
nuestra naturaleza, y
extrayendo el corazón de piedra de nuestra carne. ¡Oh, no te quedes inmóvil forzando
tus ojos para que derramen unas lágrimas imposibles! El arrepentimiento no
brota de una naturaleza renuente, sino que proviene de la gracia soberana e
inmerecida. No entres en tu recámara para darte golpes de pecho para extraer de
un corazón de piedra sentimientos que no están allí. Pero vete al Calvario y
mira cómo murió Jesús. Alza tus ojos a los montes de donde viene tu socorro.
El
Espíritu Santo ha venido a propósito para cubrir con Su sombra los espíritus de
los hombres y engendrar arrepentimiento en su interior, de la misma manera que
una vez se movió sobre el caos y produjo orden. Musita tu oración a Él:
“Bendito Espíritu, mora en mí. Dame un corazón blando y humilde, para que pueda
odiar el pecado y arrepentirme sinceramente de él.” Él oirá tu clamor y te responderá.
También
recuerda que cuando nuestro Señor Jesús fue exaltado, no sólo nos dio arrepentimiento
enviándonos el Espíritu Santo, sino consagrando todas las
obras de la naturaleza y de la providencia a los grandes propósitos
de nuestra salvación, de tal forma que, cualquiera de ellas puede
llamarnos al arrepentimiento, ya sea que cante, como el gallo de Pedro, o
sacuda la prisión como el terremoto del carcelero. Nuestro Señor Jesús gobierna
todas las cosas de aquí abajo, sentado a la diestra de Dios, y las hace
trabajar en conjunto para la salvación de Sus redimidos. Él usa cosas amargas y
golosinas, pruebas y alegrías para producir en los pecadores una mejor mente
para con su Dios. Has de estar agradecido por la providencia que te ha hecho
pobre, o enfermo, o triste; pues, mediante todo esto, Jesús obra la vida de tu
espíritu y te vuelve hacia Él. La misericordia del Señor cabalga con frecuencia
hasta la puerta de nuestros corazones, sobre el caballo negro de la aflicción.
Jesús usa todo el rango de nuestra experiencia para desacostumbrarnos de la
tierra y atraernos al cielo. Cristo es exaltado al trono del cielo y de la
tierra para que, por todos los procesos de Su providencia, someta a los
corazones empedernidos al ablandamiento misericordioso del arrepentimiento.
Además, Él
está obrando en este instante, por todos sus susurros a la conciencia, por
Su Libro inspirado, por quienes defendemos ese Libro, y por amigos que oran y
por personas de corazones sinceros. Él puede enviarte una palabra que golpeará
tu corazón rocoso como si fuera la vara de Moisés, y hará brotar torrentes de
arrepentimiento. Él puede traer a tu mente algún texto ablandador tomado de la Santa Escritura
que te conquistará muy rápidamente. Él puede ablandarte misteriosamente, y
hacer que una santa estructura de mente se introduzca furtivamente en ti cuando menos lo esperas.
Puedes estar seguro de que, Aquel que ha ido a Su gloria, y que fe elevado a
todo el esplendor y majestad de Dios, tiene abundantes maneras de obrar el
arrepentimiento en aquellos a quienes concede el perdón. Incluso ahora está
esperando darte el arrepentimiento.
Pídeselo
de inmediato. Observa con mucho consuelo que el Señor Jesucristo otorga este
arrepentimiento a las personas más indignas del mundo. Él es
exaltado para dar arrepentimiento a Israel. ¡A Israel!
En los días cuando los apóstoles hablaron así, Israel era una nación que había
pecado muy ruinmente contra la luz y el amor, y había coronado su culpa
crucificando al Señor, y atreviéndose a decir: “Su sangre sea sobre nosotros, y
sobre nuestros hijos.” Vamos, ellos fueron los que inmolaron a Jesús; y, sin
embargo, ¡Él es exaltado para darles a ellos arrepentimiento! ¡Qué prodigio
de gracia! Escucha, entonces. Si tú has sido educado bajo la más brillante luz
cristiana, y, sin embargo, la has rechazado, hay todavía esperanza. Si tú has pecado
contra la conciencia, y contra el Espíritu Santo, y contra el amor de Jesús, hay
espacio todavía para el arrepentimiento. Aunque fueras tan duro como el
incrédulo Israel de antaño, el ablandamiento puede llegarte todavía, ya que
Jesús es exaltado, y revestido de poder ilimitado. Para quienes llegaron más
lejos en la iniquidad, y pecaron con especial agravamiento, el Señor Jesús es
exaltado para darles arrepentimiento y perdón de pecados. ¡Dichoso soy, por
tener un Evangelio tan pleno que puedo proclamar! ¡Dichosos ustedes, porque se
les permite escucharlo!
Los
corazones de los hijos de Israel se habían endurecido como una piedra adamantina.
Lutero solía considerar imposible convertir a un judío. Nosotros estamos lejos
de estar de acuerdo con él, y, sin embargo, hemos de admitir que la simiente de
Israel ha sido sumamente obstinada en su rechazo del Salvador durante todos
estos siglos. Verdaderamente dijo el Señor: “Israel no me quiso a mí.”
“A lo suyo
vino, y los suyos no le recibieron.” Sin embargo, en favor de Israel, nuestro
Señor Jesús es exaltado para el otorgamiento del arrepentimiento y la remisión.
Tal vez,
mi lector sea un gentil, y pudiera tener un corazón muy obstinado que se ha
opuesto firmemente en contra del Señor Jesús durante muchos años; a pesar de
ello, nuestro Señor puede obrar el arrepentimiento en él. Pudiera ser que te
sentirás forzado a escribir como William Hone lo hizo cuando se rindió al amor divino.
Él fue el autor de esos volúmenes sumamente entretenidos titulados El libro
de cada día, quien en otra época había sido un decidido infiel. Cuando
fue rendido por la gracia soberana, escribió—
“El
corazón más altivo que jamás haya latido
Ha sido
rendido en mí;
La
voluntad más indómita que se ha erguido
Para
escarnecer Tu causa y ayudar a Tus enemigos
Ha sido
sofocada, mi Señor, por Ti.
Tu
voluntad y no la mía sea hecha,
Mi
corazón Tuyo siempre sea;
Confesándote,
la poderosa Palabra,
Mi
Salvador Cristo, mi Dios, mi Señor,
Tu cruz
será mi signo.”
El Señor
da el arrepentimiento a los individuos más indignos, convirtiendo a los leones
en corderos, y a los cuervos en palomas. Mirémoslo a Él para que este gran
cambio sea obrado en nosotros.
Ciertamente
la contemplación de la muerte de Cristo es uno de los métodos más
seguros y rápidos de alcanzar el arrepentimiento. No te quedes inmóvil tratando
de extraer el arrepentimiento del pozo seco de la naturaleza corrompida.
Es
contrario a las leyes de la mente suponer que puedes forzar tu alma para entrar
en ese estado de gracia. Lleva tu corazón en oración a Aquel que lo entiende, y
di: “Señor, límpialo. Señor, renuévalo. Señor, obra el arrepentimiento en mi
corazón.” Entre más procures producir emociones penitentes en ti, te verás más
frustrado; pero si piensas con fe en Jesús que murió por ti, irrumpirá el arrepentimiento.
Medita en el derramamiento de la sangre del Señor por amor a ti. Pon delante
del ojo de tu mente la agonía y el sudor sangriento, la cruz y la pasión; y,
mientras hagas esto, Aquel que soportó todo este dolor te mirará, y con esa
mirada hará por ti lo que hizo por Pedro, al punto que tú también saldrás y llorarás
amargamente. Quien murió por ti puede hacer que mueras al pecado por Su
Espíritu de gracia; y Quien ha ido a la gloria en favor tuyo puede atraer a tu alma
en pos de Sí, lejos del mal, y orientado a la santidad.
Estaré
contento si dejo este único pensamiento contigo; no busques bajo el hielo para
encontrar el fuego, ni esperes en tu propio corazón natural para encontrar el arrepentimiento. Busca la vida en Quien vive. Mira a Jesús para todo lo que
necesitas entre la Puerta
del Infierno y la Puerta
del Cielo. No busques nunca en ninguna otra parte lo que Jesús quiere otorgar;
sino debes recordar:
CRISTO
ES TODO.
17. El
miedo de la caída final
Un sombrío
miedo ronda las mentes de muchos que vienen a Cristo; tienen miedo de no
perseverar hasta el fin. He oído que el buscador dice: “Si yo fuera a apoyar
mi alma en Jesús, después de todo, podría tal vez retroceder y caer en la perdición.
He tenido buenos sentimientos antes, y se han extinguido. Mi bondad ha
sido como la nube mañanera, y como el rocío temprano. Vino de improviso, duró
por un tiempo, prometió mucho, y luego se desvaneció.”
Querido
lector, yo creo que este miedo es con frecuencia el padre del hecho; y creo que
algunos que han tenido miedo de confiar en Cristo por todo el tiempo y por toda
la eternidad, han fallado porque tenían una fe temporal, que no llegó nunca
lo suficientemente lejos para salvarlos. Comenzaron confiando en Jesús en cierta
medida, pero mirándose a ellos mismos para la continuación y la perseverancia en
el camino en dirección al cielo; y, así, comenzaron erradamente, y, como una
consecuencia natural, pronto se volvieron atrás. Si confiamos en nosotros mismos
para sostenernos, no nos sostendremos. Aun cuando descansamos en Jesús para una
parte de nuestra salvación, fracasaremos si confiamos en el ‘yo’ en lo más
mínimo. Ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil: si Jesús es
nuestra esperanza para todo excepto para una sola cosa, fracasaremos por completo,
porque en ese único punto nos reduciríamos a nada. No tengo absolutamente ninguna
duda de que un error acerca de la perseverancia de los santos ha impedido la
perseverancia de muchos que corrían bien.
¿Qué fue
lo que les impidió para que no continuaran corriendo? Confiaron en ellos mismos
para esa carrera, y así se quedaron en el camino. Ten cuidado con mezclar
siquiera un poco del yo con la argamasa con la que construyes, pues la convertirás
en argamasa inadecuada y las piedras no se mantendrán juntas. Si miras a Cristo
para tus comienzos, ten cuidado de no mirarte a ti para tu final. Él es el
Alfa. Asegúrate de que sea tu Omega también. Si comienzas en el Espíritu no debes
esperar ser hecho perfecto por la carne. Comienza como pretendes continuar, y
continúa como comenzaste, y deja que el Señor sea todo en todo para ti. ¡Oh,
que Dios el Espíritu Santo nos dé una idea muy clara de dónde ha de venir la fortaleza
mediante la cual seremos preservados hasta el día de la manifestación del
Señor!
Aquí
tenemos lo que Pablo dijo una vez sobre este tema cuando escribió a los corintios:
“El cual
también os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en
el día de
nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión
con su Hijo Jesucristo nuestro Señor” (1 Corintios 1:8, 9).
Este
lenguaje admite silenciosamente una gran necesidad, al decirnos cómo es satisfecha.
Allí donde el Señor otorga una provisión, estamos muy seguros de que había una
necesidad de ella, pues ninguna superfluidad sobrecarga el pacto de gracia. En
los atrios de Salomón pendían escudos de oro que no eran usados nunca, pero no
hay nada sin uso en la armería de Dios. Vamos a necesitar con certeza lo que
Dios ha provisto. Entre esta hora y la consumación de todas las cosas, cada promesa
de Dios y cada provisión del pacto de gracia serán incluidas en una
requisición.
La urgente
necesidad del alma creyente es la confirmación, continuación, perseverancia
final y preservación hasta el fin.
Esta es la
gran necesidad de los creyentes más avanzados, pues Pablo
escribía a los santos de Corinto, que eran hombres de un elevado orden, de
quienes podía decir: “Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia
de Dios que os fue dada en Cristo Jesús.” Tales hombres son precisamente las
personas que él siente de verdad que tienen una necesidad cotidiana de nueva
gracia si han de sostenerse y resistir y resultar vencedoras al fin. Si ustedes
no fueran santos, no tendrían ninguna gracia, y no sentirían ninguna necesidad
de más gracia; pero debido a que son hombres de Dios, sienten entonces las
demandas diarias de la vida espiritual. La estatua de mármol no requiere de
alimentos, pero el hombre viviente siente hambre y sed, y se alegra de que el
pan y el agua no le falten, pues de otra manera, desfallecería en el camino.
Las carencias personales del creyente hacen inevitable que tenga que extraer de
la grandiosa fuente de todas las provisiones; pues, ¿qué podría hacer si no
recurriera a su Dios? Esto es el caso de los santos más dotados, de
aquellos hombres de Corinto que eran enriquecidos con todo don de expresión y
con todo conocimiento.
Ellos
necesitaban ser confirmados hasta el fin, pues de lo contrario, sus dones y sus
dotes resultarían ser su ruina. Si hablásemos lenguas humanas y angélicas y no
recibiéramos una gracia renovada, ¿dónde estaríamos? Si tuviéramos toda la
experiencia como para llegar a padres en la iglesia—si hubiéramos sido
enseñados por Dios como para entender todos los misterios—aun así no podríamos
vivir un solo día si la vida divina no fluyera en nosotros proveniente de la Cabeza del Pacto. ¿Cómo
podríamos esperar sostenernos durante una sola hora, para no mencionar una vida
entera, a menos que el Señor nos sostuviera? El que comenzó en vosotros la buena
obra, debe perfeccionarla hasta el día de Jesucristo, o todo resultaría en un
doloroso fracaso.
Esta gran
necesidad surge en gran medida de nosotros mismos. En
algunos, hay un doloroso temor de que no
perseverarán en la gracia porque conocen su propia veleidad. Ciertas personas
son constitucionalmente inestables. Algunos hombres son conservadores por
naturaleza, para no decir obstinados; pero otros son naturalmente variables y
volátiles. Como mariposas revolotean de flor en flor, hasta que visitan todas
las bellezas del jardín, pero no se posan en ninguna de ellas. Nunca se quedan
el suficiente tiempo en un lugar para hacer algún bien; ni siquiera en su
negocio o en sus ocupaciones intelectuales. Tales personas temen con razón que
diez, veinte, treinta, cuarenta, tal vez cincuenta años de continua vigilancia
religiosa sería demasiado tiempo para ellas. Vemos a algunos hombres que se
unen primero a una iglesia y luego a otra, hasta que completan el círculo.
Hacen todo
por turnos y nada dura mucho. Tales individuos tienen doble necesidad de orar
para ser confirmados divinamente, y para ser firmes y constantes, pues de otra
manera no serán hallados “creciendo en la obra del Señor siempre.”
Todos
nosotros, incluso si no tenemos una tentación constitucional a la veleidad, debemos
sentir nuestra propia debilidad si realmente hemos sido vivificados por
Dios. Querido lector, ¿acaso no encuentras lo suficiente que te haga tropezar
en un solo día? Tú que deseas caminar en perfecta santidad, como confío que lo
hagas; tú que has colocado ante ti una norma elevada de lo que ha de ser un
cristiano; ¿no encuentras que antes de que las cosas del desayuno sean quitadas
de la mesa, has mostrado la suficiente insensatez para sentirte avergonzado de
ti mismo? Aun si nos encerráramos en la celda solitaria de un anacoreta, la tentación
nos seguiría; pues, en tanto que no podamos escapar de nosotros mismos, no
podremos escapar de las incitaciones a pecar. Hay algo dentro de nuestro corazón
que debe mantenernos humillados y alerta delante de Dios. Si Él no nos confirma,
somos tan débiles que vamos a tropezar y caer, no derribados por el enemigo,
sino por nuestra propia negligencia. Señor, te pedimos que seas nuestra fuerza.
Nosotros somos la debilidad misma.
Además de
eso, está la fatiga que proviene de una larga vida. Cuando comenzamos nuestra
profesión cristiana nos remontamos sobre alas de águila, y más adelante
corremos sin cansancio, pero en nuestros mejores y más legítimos días caminamos
sin desmayo. Nuestro paso pareciera más lento, pero es más aprovechable y
sostenido. Le pido a Dios que la energía de nuestra juventud continúe con
nosotros en tanto que sea la energía del Espíritu y no la mera fermentación de
la carne arrogante. Quien ha estado por largo tiempo en el camino al cielo
descubre que había una buena razón para que se prometiera que sus zapatos
serían de hierro y de bronce pues el camino es áspero. Ha descubierto que hay
Montes de Dificultad y Valles de Humillación; que existe un Valle de Sombra de
Muerte y, peor todavía, una Feria de las Vanidades, y por todo ello es preciso
atravesar. Si hay Montañas Deleitables (y, gracias a Dios, las hay), hay
también Castillos de la Desesperación,
cuyo interior los peregrinos ha visto con frecuencia. Considerando todas las
cosas, los que resisten hasta el fin en el camino de la santidad serán “varones
simbólicos.” “Oh mundo de prodigios, no puedo decir menos.” Los días de la vida
de un cristiano son como tantas perlas de misericordia enhebradas en el hilo de
oro de la fidelidad divina. En el cielo les hablaremos a los ángeles, y a los
principados, y a las potestades, de las riquezas inescrutables de Cristo que
fueron agotadas en nosotros, y que fueron gozadas por nosotros mientras
estuvimos aquí abajo.
Hemos sido
conservados vivos estando al borde de la muerte. Nuestra vida espiritual ha
sido una llama que arde en medio del océano, una piedra que ha permanecido suspendida
en el aire. Seremos el asombro del universo cuando nos vea entrar por las
puertas de perlas, irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo.
Hemos de
sentirnos llenos de asombro agradecido si somos guardados siquiera por una
hora; y yo confío que lo seamos.
Si esto
fuera todo, habría suficiente motivo para la ansiedad; pero hay todavía mucho
más. Debemos pensar en qué lugar vivimos. El mundo es un desierto
ululante para muchos del pueblo de Dios. Algunos de nosotros somos grandemente consentidos
en la providencia de Dios, pero otros se enfrentan con una dura lucha.
Comenzamos nuestro día con oración, y oímos la voz del cántico santo en
nuestros hogares con suma frecuencia; pero mucha buena gente aun no ha terminado
con su oración cuando ya es saludada con blasfemias. Salen a trabajar y durante
todo el día son vejados con una conversación inmunda como lo era el justo Lot
en Sodoma. ¿Acaso puedes caminar en media calle sin que tus oídos no sean
afligidos por un lenguaje soez? El mundo no es ningún amigo de la gracia.
Lo mejor
que podemos hacer con este mundo es terminar con él tan pronto como podamos,
pues habitamos en un país enemigo. Un ladrón acecha en cada matorral.
A todas
partes necesitamos viajar con una “espada desenvainada” en nuestra mano, o al
menos con esa arma que es llamada toda oración siempre a nuestro lado,
pues tenemos que contender para avanzar cada paso del camino. No cometas algún
error respecto a esto, pues serás rudamente despertado del engaño que has
acariciado. Oh Dios, ayúdanos y confírmanos hasta el fin, o ¿dónde nos
encontraremos? La verdadera religión es sobrenatural en su comienzo, sobrenatural
en su continuación, y sobrenatural en su conclusión. Es la obra de Dios de
principio a fin.
Hay una
gran necesidad de que la mano del Señor sea extendida todavía: mi lector está
sintiendo esa necesidad ahora, y me alegra que la sienta; pues ahora buscará su
propia preservación en el Señor quien es el único que puede guardarnos de caer,
y glorificarnos con Su Hijo.
18.
Confirmación
Quiero que
adviertas la seguridad que Pablo esperaba confiadamente para todos
los
santos. Dice: “El cual también os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles
en el día de nuestro Señor Jesucristo.” Este es el tipo de confirmación que
ha de ser anhelada sobre todas las cosas. Ustedes ven que supone que las
personas son rectas, y propone confirmarlas en la rectitud. Sería algo terrible
confirmar a un hombre en los caminos del pecado y del error. Piensa en un
ebrio confirmado, o un ladrón confirmado o un mentiroso confirmado.
Sería algo deplorable que un hombre fuera confirmado en la incredulidad
y la impiedad. La confirmación divina puede ser gozada únicamente por
aquellos a quienes la gracia de Dios ha sido ya manifestada. Es la obra
del Espíritu Santo. Quien da la fe, la afirma y la fortalece: Quien
enciende el amor en nosotros, lo preserva y aumenta su llama. Lo que nos
hace saber por medio de Su primera enseñanza, el buen Espíritu hace que
lo sepamos con mayor claridad y certeza por medio de instrucción
adicional. Los actos santos son confirmados hasta que se convierten en
hábitos, y los sentimientos santos son confirmados hasta que se convierten en
condiciones permanentes. La experiencia y la práctica confirman nuestras
creencias y nuestras resoluciones. Tanto nuestros gozos como nuestras
tristezas, nuestros éxitos y nuestros fracasos, son santificados para el
mismo fin, de igual manera que el árbol es ayudado a echar raíces tanto
por las lluvias ligeras como por los vientos borrascosos. La mente es
instruida y en su conocimiento creciente reúne razones para perseverar
en el buen camino: el corazón es consolado, y así es conducido a asirse
más de la verdad consoladora. El aferramiento se hace más fuerte, y el
paso se vuelve más firme, y el hombre mismo se vuelve más sólido y sustancial.
Este no es
un crecimiento meramente natural, sino que es una obra tan expresa del
Espíritu como la conversión. El Señor ciertamente la dará a aquellos
que confían en Él para vida eterna. Por Su operación interior nos
librará de ser “inestables como las aguas,” y hará que seamos arraigados
y cimentados. Es una parte del método por el cual nos salva:
edificándonos en Cristo Jesús y haciendo que permanezcamos en Él.
Querido lector: puedes esperar esto cotidianamente; y no te verás
desilusionado. Aquel en quien confías te hará que seas como árbol
plantado junto a corrientes de aguas, tan bien preservado que incluso tus
hojas no se marchitarán.
¡Cuán
grande fortaleza para una iglesia es un cristiano confirmado! Es un consuelo para
los afligidos, y una ayuda para los débiles. ¿No te gustaría ser uno de ellos?
Los creyentes confirmados son pilares en la casa de nuestro Dios. No son llevados
por doquiera de todo viento de doctrina, ni vencidos por la tentación
inesperada.
Son un
gran apoyo para otros, y actúan como anclas en tiempos de problemas en la
iglesia. Tú que estás comenzando la vida santa difícilmente te atreves a
esperar que te conviertas en uno de ellos. Pero no has de temer; el buen Señor
obrará en ti igual que en ellos. Uno de estos días, tú, que eres ahora un bebé
en Cristo serás un padre en la iglesia. Ten la esperanza de ello, pero espéralo
como un don de la gracia, y no como la paga del trabajo, o como el producto de
tu propia energía.
El
inspirado apóstol Pablo habla de estas personas como que han de ser confirmadas
hasta el fin. Pablo esperaba que la gracia de Dios los preservara
personalmente hasta el fin de sus vidas, o hasta que el Señor Jesús viniese. En
verdad él esperaba que toda la iglesia de Dios, en cada lugar y en todos los
tiempos, fuera guardada hasta el fin de la dispensación, hasta que el Señor
Jesús, como el Esposo,
venga a celebrar la fiesta de bodas con Su Esposa perfeccionada. Todos los que
están en Cristo serán confirmados en Él hasta aquel ilustre día. ¿Acaso Él no
ha dicho: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis”? También dijo: “Yo les doy
a mis ovejas vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.”
El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de
Jesucristo. La obra de la gracia en el alma no es una reforma superficial; la
vida implantada en el nuevo nacimiento proviene de una simiente viva e
incorruptible, que vive y permanece para siempre; y las promesas que Dios hace
a los creyentes no son de un carácter transitorio sino que incorporan para su
cumplimiento que el creyente se sostenga en su camino hasta que llegue a la
gloria sin fin.
Somos
guardados por el poder de Dios mediante la fe para salvación. “Proseguirá el
justo su camino.” Aquellos que creen son “guardados en Jesucristo” no como resultado
del mérito o fortaleza propios, sino como un don gratuito e inmerecido.
De las
ovejas de Su rebaño, Jesús no perderá ninguna; ningún miembro de Su cuerpo
morirá; ninguna joya de Su tesoro estará faltando en el día que las reúna.
Querido
lector, la salvación que es recibida por fe no es algo de meses y años, pues
nuestro Señor Jesús ha “obtenido eterna redención” para nosotros, y lo
que es eterno no puede llegar a un fin.
Pablo
declara también su expectativa de que los santos de Corinto fueran “confirmados
hasta el fin irreprensibles.” Esta condición de irreprensibles es una parte
preciosa de nuestro sostenimiento. Ser guardados santos es mejor que
simplemente ser guardados salvos. Es algo terrible ver a personas religiosas
que yerran y salen de una deshonra para caer en otra; no han creído en el poder
de nuestro Señor para hacerlos irreprensibles. Las vidas de algunos cristianos
profesantes son una serie de tropiezos; nunca están completamente en tierra, y,
sin embargo, raras veces están de pie. Esto no es algo adecuado para un
creyente; él es invitado a caminar con Dios, y por fe puede llegar a la
firme perseverancia en santidad; y debe hacer eso. El Señor puede,
no sólo salvarnos del infierno, sino guardarnos de caer. No necesitamos ceder a
la tentación. ¿Acaso no está escrito:
“El pecado
no se enseñoreará de vosotros”? El Señor sostiene los pies de los santos, y lo
hará si confiamos en que Él hará. No necesitamos ensuciar nuestros vestidos, y
podemos mantenerlos limpios de la suciedad del mundo; estamos obligados a hacer
esto, pues “sin santidad nadie verá al Señor.”
El apóstol
profetizó para estos creyentes aquello que quería que buscáramos: que podamos
ser preservados “irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo.” Nuestra
Versión Revisada tiene “irreprochable,” en vez de “irreprensible.” Posiblemente
una mejor traducción sería “intachable.” Que Dios nos conceda que en el último
gran día estemos libres de todo cargo, para que nadie en el universo entero se
atreva a desafiar nuestro argumento de ser los redimidos del Señor. Tenemos pecados
y debilidades que lamentar, pero estas no son el tipo de faltas que comprobarían
que estamos fuera de Cristo; estaremos limpios de hipocresía, engaño, odio, y
de deleite en el pecado; pues estas cosas serían imputaciones fatales.
A pesar de
nuestras fallas, el Espíritu Santo puede obrar en nosotros un carácter limpio
delante de los hombres; así que, como Daniel, no daremos ocasión a lenguas acusadoras,
excepto en el tema de nuestra religión.
Multitudes
de hombres y mujeres piadosos han mostrado vidas tan transparentes, tan
consistentes en todo, que nadie podría contradecirles. El Señor podrá decir de
muchos creyentes, lo que dijo de Job, cuando Satanás se presentó delante de Él:
“¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón
perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?” Esto es lo que mi
lector ha de buscar de manos del Señor. Este es el triunfo de los santos:
seguir continuamente al Cordero por dondequiera que va, manteniendo nuestra
integridad como delante del Dios viviente. Que nunca entremos en caminos
torcidos, y demos causa al adversario para blasfemar. Del verdadero creyente
está escrito:
“Dios le
guarda y el maligno no le toca.” ¡Que se pueda escribir eso de nosotros! Amigo que
apenas estás comenzando en la vida divina, el Señor puede darte un carácter
irreprochable. Aunque en tu vida pasada te hubieras adentrado mucho en el
pecado, el Señor puede liberarte por completo del poder del hábito anterior, y
hacerte un ejemplo de virtud. No sólo puede hacerte moral, sino que puede hacer
que aborrezcas todo camino falso y sigas todo lo que es santo. No lo dudes. El
primero de los pecadores no necesita estar ni siquiera un poco detrás de los
más puros santos. Cree esto, y conforme a tu fe te sea hecho. ¡Oh, qué gozo
será ser encontrados irreprensibles en el día del juicio! No cantamos impropiamente
cuando nos unimos a ese himno encantador—
“Osado
estaré en aquel grandioso día,
Pues
¿quién podría acusarme de algo?
A través
de Tu sangre absuelto soy,
De la
tremenda maldición y vergüenza del pecado.”
¡Qué
bienaventuranza será gozar de esa intrépida osadía, cuando el cielo y la tierra
huyan del rostro del Juez de todo! Esta bienaventuranza será la porción de cada
uno que mire únicamente a la gracia de Dios en Cristo Jesús, y en ese poder sagrado
esté en una guerra continua contra todo pecado.
19. Por
qué perseveran los santos
Ya hemos
visto que la esperanza que llenaba el corazón de Pablo en relación a los
hermanos de Corinto estaba llena de consuelo para quienes temblaban respecto a
su futuro. Pero, ¿por qué creía Pablo que los hermanos serían confirmados hasta
el fin? Quiero que
adviertas que Pablo proporciona sus razones. Aquí están: “Fiel es Dios, por
el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor” (1
Corintios 1: 9). El apóstol no dice: “ustedes son fieles.” ¡Ay!, la fidelidad del
hombre es un asunto muy indigno de confianza; es pura vanidad. No dice: “Tienen
ministros fieles para que los guíen y conduzcan, y, por eso, yo confío que estarán
seguros.” ¡Oh, no!, si somos guardados por los hombres no seremos debidamente guardados.
Pablo se
expresa así: “Fiel es Dios.” Si somos encontrados fieles, será porque Dios es
fiel. Todo el peso de nuestra salvación ha de descansar en la fidelidad
de nuestro Dios del pacto. El asunto depende de este glorioso atributo de Dios.
Nosotros somos variables como el viento, frágiles como una telaraña, débiles
como el agua. Nuestras cualidades naturales y nuestros logros espirituales no
son de confiar, pero Dios permanece siendo fiel.
Él es fiel
en Su amor; Él no conoce ninguna variabilidad, ninguna sombra de cambio. Él es
fiel a Su propósito: no comienza una obra para luego dejarla inconclusa.
Él es fiel
en Sus relaciones: como un Padre, no renunciará a Sus hijos, como un amigo no
negará a Su pueblo, como un Creador no abandonará la obra de Sus propias manos.
Él es fiel a Sus promesas, y no permitirá nunca que ni una de ellas deje de
cumplirse para ningún creyente. Él es fiel a Su pacto, que ha hecho con nosotros
en Cristo Jesús, y ha ratificado con la sangre de Su sacrificio. Él es fiel a
Su Hijo, y no permitirá que Su preciosa sangre se derrame en vano. Él es fiel a
Su pueblo al que ha prometido vida eterna, y del que no se apartará.
Esta
fidelidad de Dios es el cimiento y la piedra angular de nuestra esperanza de la
perseverancia final. Los santos perseverarán en santidad porque Dios persevera en
la gracia. Él persevera en bendecir, y, por esa razón, los creyentes perseveran
en ser bendecidos. Él continúa guardando a Su pueblo, y, por eso, ellos continúan
guardando Sus mandamientos. Esta es una sólida base sobre la cual descansar, y
es deleitablemente consistente con el título de este pequeño libro: “TODO POR
GRACIA.” Así, son el favor gratuito y la infinita misericordia los que resonaron
en la alborada de la salvación, y las mismas dulces campanas suenan melodiosamente
a lo largo de todo el día de gracia.
Puedes ver
que las únicas razones para esperar que seremos confirmados hasta el fin, y que
seremos encontrados irreprensibles al final, se encuentran en nuestro Dios;
pero en Él estas razones son sumamente abundantes.
Se basan
primero, en lo que Dios ha hecho. Él ha llegado tan lejos
bendiciéndonos, que no es posible que se vuelva atrás. Pablo nos recuerda que
“nos ha llamado a la comunión con su Hijo Jesucristo.” ¿Nos ha llamado?
Entonces el llamado no puede ser revocado, “porque irrevocables son los dones y
el llamamiento de Dios.” El Señor no se arrepiente nunca del llamamiento eficaz
de Su gracia. “A los que llamó, a éstos también justificó; y a los que
justificó, a éstos también glorificó”: esta es la regla invariable del
procedimiento divino. Hay un llamamiento general, del cual se dice: “Muchos son
llamados, y pocos escogidos,” pero del que estamos hablando ahora es otro tipo
de llamado, que es un signo de un amor especial, y obliga a la posesión de
aquello a lo que somos llamados. En un caso así, sucede con la persona llamada
lo que sucedió con la simiente de Abraham de
quien Dios dijo: “Te tomé de los confines de la tierra, y de tierras lejanas te
llamé, y te dije: Mi siervo eres tú; te escogí, y no te deseché.”
En lo que
el Señor ha hecho, vemos poderosas razones para nuestra preservación y gloria
futura, porque el Señor nos ha llamado a la comunión con su Hijo Jesucristo.
Quiere decir a una sociedad con Jesucristo, y quisiera que consideraras cuidadosamente
lo que esto significa. Si en verdad eres llamado por la gracia divina, has
entrado en comunión con el Señor Jesucristo, como para ser copropietario con Él
en todas las cosas. En adelante eres uno con Él a los ojos del Altísimo.
El Señor
Jesús cargó con tus pecados en Su propio cuerpo en el madero, siendo hecho
maldición por ti; y al mismo tiempo, Él se ha convertido en tu justicia, de tal
forma que eres justificado en Él. Tú eres de Cristo y Cristo es tuyo. Como Adán
estuvo en el lugar de sus descendientes, así Jesús está en el lugar de todos los
que están en Él. Así como el esposo y la esposa son uno, así Jesús es uno con
todos aquellos que están unidos a Él por la fe; uno, por una unión conyugal que
no puede ser quebrantada nunca.
Más que
esto, los creyentes son miembros del cuerpo de Cristo, y así son uno con Él mediante
una unión amorosa, viva y permanente. Dios nos ha llamado a esta unión,
a esta comunión, a esta sociedad, y por este mismo hecho nos ha dado la
prenda y la fianza de que hemos sido confirmados hasta el fin. Si fuéramos considerados
aparte de Cristo seríamos unas pobres unidades perecederas, disueltas pronto
y llevadas a la destrucción; pero siendo uno con Jesús somos hechos
partícipes de Su naturaleza, y somos dotados con Su vida inmortal. Nuestro destino
está vinculado con el de nuestro Señor, y mientras Él no pueda ser destruido,
no es posible que perezcamos.
Medita
mucho en esta sociedad con el Hijo de Dios, a la cual has sido llamado: pues
toda tu esperanza radica en eso. Nunca serás pobre mientras Jesús sea rico, pues
estás en una empresa con Él. La carencia nunca podrá asediarte, puesto que eres
copropietario con Él que es Poseedor del cielo y de la tierra. Nunca
fracasarás, pues aunque uno de los socios de la firma sea tan pobre como un
ratón de iglesia, y en sí mismo esté en la bancarrota completa, al punto de no
poder pagar ni siquiera una pequeña suma de sus cuantiosas deudas, sin embargo,
el otro socio es inconcebiblemente, inexhaustiblemente rico. En tal sociedad,
eres alzado sobre la depresión de los tiempos, los cambios del futuro, y el
impacto del fin de todas las cosas. El Señor te ha llamado a la comunión con Su
Hijo Jesucristo, y por ese acto y ese hecho te ha puesto en el lugar de un
resguardo infalible.
Si tú
eres, en verdad, un creyente, eres uno con Jesús, y, por tanto, estás seguro. ¿No
ves que ha de ser así? Debes ser confirmado hasta el fin, hasta el día de Su
venida, si en verdad has sido hecho uno con Jesús, por el acto irrevocable de Dios.
Cristo y el pecador creyente están en el mismo barco: a menos que Jesús se hunda,
el creyente no se ahogará nunca. Jesús ha llevado a Su redimido a tal vínculo
con Él mismo, que primero tendría que ser herido, vencido y deshonrado antes de
que el más insignificante de los que ha comprado pueda ser lesionado.
Su nombre
está a la cabeza de la firma, y mientras no pueda ser deshonrado, estamos seguros
contra todo terror de fracaso.
Así que,
entonces, con suma confianza prosigamos hacia el futuro desconocido, vinculados
eternamente con Jesús. Si los hombres del mundo preguntaran:
“¿Quién es
ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado?” Confesaríamos gozosamente
que nosotros nos recostamos en Jesús, y que tenemos la intención de recostarnos
en Él más y más. Nuestro Dios fiel es un pozo de delicias que siempre está
manando, y nuestra comunión con el Hijo de Dios es un caudaloso río de gozo.
Sabiendo estas cosas gloriosas, no podemos estar desanimados: es más, más bien
clamamos con el apóstol—
“¿Quién
nos separará del amor de Dios,
que es
en Cristo Jesús Señor nuestro?
20.
Conclusión
Si mi
lector no me ha seguido paso a paso conforme ha leído mis páginas, en
verdad lo siento. La lectura de libros es de poco valor a menos que las
verdades que pasan ante la mente sean comprendidas, apropiadas e implementadas
en sus usos prácticos. Es como si uno viese abundante comida en una tienda pero
permaneciese hambriento por no comer personalmente nada. Sería completamente en
vano, querido lector, que tú y yo nos hubiéramos conocido, a menos que
literalmente te hubieres sujetado de Jesucristo, mi Señor. De parte mía hubo un
claro deseo de beneficiarte, y he hecho lo mejor que he podido para ese fin. Me
duele no haber sido capaz de hacerte bien, pues he anhelado ganar ese
privilegio.
Estaba
pensando en ti cuando escribí estas páginas, y puse la pluma a un lado e incliné
solemnemente mi rodilla en oración por quienes lo leyeran. Tengo la firme convicción
de que grandes números de lectores obtendrán una bendición, aunque tú rehúses
ser uno de ellos. Pero ¿por qué habrías de rehusarte? Si tú no deseas la
bendición escogida que yo hubiera querido llevarte, al menos hazme justicia
admitiendo que la culpa por tu condenación final no estará a mi puerta. Cuando
ambos nos encontremos delante del gran trono blanco, tú no podrás
acusarme de haber usado desidiosamente la atención que te agradó concederme
mientras estabas leyendo mi librito. Dios sabe que escribí cada línea para
tu bien eterno. Ahora te tomo de la mano en espíritu. Sujeto tu mano
firmemente. ¿Sientes mi apretón hermanable? Las lágrimas bañan mis ojos
conforme te miro y digo: ¿Por qué morirás? ¿No quieres dedicarle un
pensamiento a tu alma? ¿Perecerás por pura desidia? ¡Oh, no hagas eso, sino has
de analizar estos solemnes asuntos y poner un fundamento firme para la
eternidad! No rechaces a Jesús, Su amor, Su sangre, y Su salvación. ¿Por qué
habrías de hacer eso?
¿Puedes
hacerlo?—
¡Te
imploro que no te alejes
De tu
Redentor!
Si, por
otro lado, mis oraciones son escuchadas, y tú, mi lector, has sido conducido a confiar
en el Señor Jesús y a recibir de Él la salvación por gracia, entonces apégate
a esta doctrina para siempre, y a esta manera de vivir. Que Jesús sea tu todo
en todo, y que la gracia gratuita sea el único sendero en el que vives y te
mueves. No hay vida como la de aquel que vive en el favor de Dios. Recibir todo
como un don gratuito preserva la mente del orgullo de la justicia propia, y de la
desesperación autoacusadora. Hace que el corazón arda de amor agradecido, y de
esta manera crea un sentimiento en el alma que es infinitamente más aceptable para
Dios que cualquier cosa que pudiese provenir del miedo servil. Aquellos que
esperan ser salvados procurando hacer lo mejor que puedan, desconocen por completo
ese fervor encendido, ese ardor santo, ese devoto gozo en Dios, que vienen con
la salvación dada gratuitamente de acuerdo a la gracia de Dios. El espíritu esclavizado
de la autosalvación no es un contrincante para el espíritu gozoso de la
adopción.
Hay más
poder real en la más ínfima emoción de la fe que en todos los tirones de los
esclavos de la legalidad, o toda la maquinaria desgastada de los devotos que
quisieran escalar al cielo asistiendo a las ceremonias. La fe es espiritual, y
Dios, que es espíritu, se deleita en ella por esa razón. Años enteros de decir
oraciones, y de asistir a la iglesia o a la capilla, y participar en ceremonias
y representaciones, podrían ser sólo una abominación a los ojos de Jehová; pero
una mirada del ojo de la verdadera fe es espiritual y es por tanto, agradable a
Él. “El Padre tales adoradores busca que le adoren.” Primero mira al hombre
interior, y al espiritual, y lo demás se dará en el debido tiempo.
Si tú
mismo eres salvo, debes estar alerta para la salvación de otros. Tu propio
corazón no prosperará a menos que esté lleno de intensa preocupación para
bendecir a tus semejantes. La vida de tu alma está en la fe; su salud está en el
amor. Quien no desea intensamente llevar a otros a Jesús no ha estado nunca bajo
el embeleso del amor. Ponte a trabajar en la obra del Señor: la obra de amor. Comienza
en casa. A continuación visita a tus vecinos. Ilumina la aldea o la calle donde
vives. Esparce la palabra del Señor hasta donde tu mano alcance.
Si
aquellos que son convertidos se convirtieran en ganadores de otros, ¿quién sabe
qué podría surgir de mi librito? Ya comienzo a alabar a Dios por las
conversiones que Él obrará por su medio, y por medio de aquellos que conduzca a
Jesús.
Probablemente
la parte más importante de los resultados se dará cuando mi diestra que está
dejando su escritura sobre la página esté paralizada por la muerte.
¡LECTOR,
NOS VEMOS EN EL CIELO! No caigas en el infierno. No hay regreso de ese
morada de aflicción. ¿Por qué deseas entrar en el camino de muerte cuando la
puerta del cielo está abierta delante de ti? No rechaces el perdón gratuito, la
plena salvación que Jesús concede a todos los que confían en Él. No dudes ni te
demores. Ya has dedicado suficiente tiempo a decidirte, ahora actúa.
Cree en
Jesús ahora, con una decisión inmediata y plena. Toma unas palabras contigo y
ven a tu Señor es este día, en este preciso día. Recuerda, oh alma, que podría
ser AHORA O NUNCA en cuanto a ti. Que sea ahora; sería horrible que
fuera nunca. Otra vez te exhorto: NOS VEMOS EN EL CIELO.
FIN.