Un Golpe Propinado a la Justicia Propia
NO. 350
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO
16 DE DICIEMBRE, 1860,
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EXETER HALL, STRAND ,
LONDRES.
“Si yo me justificare, me
condenaría mi boca;
si me dijere perfecto, esto me
haría inicuo.”
Job 9:20.
Desde
que el hombre se hizo pecador siempre ha estado convencido de su propia
justicia. Cuando de suyo tuvo justicia nunca se glorió de ella, pero desde que
la perdió, ha pretendido perennemente ser su poseedor.
Esas
palabras altaneras que profirió nuestro padre Adán cuando intentó esconderse de
la culpa de su traición a su Hacedor, echándole aparentemente la culpa a Eva
pero culpando realmente a Dios, que le dio a la mujer, eran virtualmente un
argumento a favor de su inocencia. Sólo pudo encontrar una hoja de higuera para
cubrir su desnudez, pero cuán orgulloso estaba Adán de esa excusa ataviada de
hojas de higuera, y cuán tenazmente se asió a ella.
Como
fue con nuestros primeros padres, así sucede ahora con nosotros: la propia
justicia nace con nosotros, y tal vez no haya ningún pecado que contenga tanta
vitalidad como el pecado de la justicia propia. Podemos vencer a la propia
lujuria, y a la ira, y a las fieras pasiones de la voluntad más de lo que
podemos dominar a la jactancia altiva que brota en nuestros corazones y nos
induce a pensar que nosotros mismos somos ricos y nos hemos enriquecido, pero
Dios sabe que estamos desnudos y que somos pobres y miserables. Decenas de
miles de sermones han sido predicados contra la justicia propia y, sin embargo,
hoy es tan necesario apuntar contra sus muros los grandes cañones de la ley, como
lo ha sido siempre. Martín Lutero decía que casi nunca predicaba un sermón sin
lanzar invectivas contra la justicia del hombre y, no obstante, agregaba: “Me doy
cuenta de que no logro derribarla con mi predicación. Los hombres se jactan
todavía de lo que pueden hacer y erróneamente consideran que la senda al cielo
es un camino pavimentado con sus propios méritos, y no un camino rociado con la
sangre de la expiación de Jesucristo.”
Mis
queridos oyentes: no puedo felicitarlos por imaginar que todos ustedes han sido
liberados del gran engaño de confiar en ustedes mismos.
Los
piadosos, los que son justos por medio de la fe en Cristo, tienen que lamentar
todavía que esta debilidad está adherida a ellos; en cambio, en cuanto a los
propios inconversos, su pecado acosante es negar su culpabilidad, es argumentar
que ellos son tan buenos como otros, entregándose a la vana y necia esperanza
de que entrarán en el cielo por algunas acciones, sufrimientos o llantos
aportados por ellos.
No
creo que haya algunos que estén convencidos de su justicia propia en un sentido
tan descarado como el pobre aldeano de quien me he enterado.
Su
ministro había tratado de explicarle el camino de la salvación, pero ya fuera
que su cabeza era muy torpe o su alma muy hostil hacia la verdad que el
ministro quería impartirle, lo cierto es que el aldeano entendió tan poco de lo
que había escuchado, que cuando se le hizo la pregunta: “Ahora, entonces, ¿cuál
es la forma por la cual esperas que puedas ser salvado ante Dios?,” el pobre
ingenuo dijo sin ambages: “¿No cree, señor, que si yo durmiera una fría noche
escarchada bajo un arbusto de espinos, eso me adelantaría un gran trecho hacia
el cielo?,” pues concebía que su sufrimiento podría, en algún grado al menos,
ayudarle a entrar al cielo.
Ustedes
no expresarían su opinión de una manera tan osada; la refinarían, la dorarían,
la disfrazarían, pero al final vendría a ser lo mismo; todavía creerían que algunos
sufrimientos, algunos arrepentimientos o creencias de su propio peculio,
podrían, posiblemente, ameritar la salvación.
El
sermón de esta mañana tiene el propósito de ser otro golpe asestado en contra
de nuestra propia justicia. Si no muriera, al menos no dejemos sin disparar
ninguna flecha contra ella; saquemos el arco y si la flecha no puede penetrar
en su corazón, al menos se puede clavar en su carne y cooperar a debilitarla
hasta su tumba.
I. Con la intención de
adherirme a mi texto, voy a comenzar con este primer punto: que EL ARGUMENTO DE
JUSTICIA PROPIA SE CONTRADICE A SÍ MISMO. “Si yo me justificare, me condenaría
mi boca.”
Vamos,
amigo, tú que te justificas a ti mismo con tus propias palabras, déjame
escucharte. Tú dices: “yo afirmo que no tengo necesidad de una salvación por
medio de la sangre y justicia de otro, pues creo que he guardado los mandamientos
de Dios desde mi juventud, y no creo ser culpable ante Sus ojos, antes bien
espero ser capaz de reclamar un asiento en el paraíso con base en mi propio
derecho.”
Ahora,
amigo, tu argumentación y tu declaración son, en sí mismas, una condenación
para ti, porque es evidente en la propia superficie que estás cometiendo pecado mientras estás argumentando que
no tienes pecado.
Pues
la misma argumentación es un elemento de una presunción
altiva y arrogante. Dios lo ha dicho:
tanto el judío como el gentil han de
callarse la boca, y todo el mundo ha de
presentarse culpable delante de
Dios.
Gracias a la autoridad inspirada sabemos que “No hay justo, ni aun uno.”
“Ninguno hay bueno sino uno: Dios.” Hemos sido informados por boca de un
profeta enviado de Dios, que “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada
cual se apartó por su camino.” Y tú, al decir que eres justo, estás cometiendo
el pecado de llamar a Dios mentiroso.
Tú
te has atrevido a impugnar Su veracidad y has calumniado Su justicia.
Ésta
jactancia tuya es en sí misma un pecado, tan grande, tan atroz, que si sólo
tuvieras ese pecado que declarar, bastaría para hundirte en el más profundo
infierno. La jactancia, afirmo, es en sí misma un pecado; en el momento en que
un hombre afirma: “yo no tengo pecado,” comete un pecado al decir eso: el
pecado de contradecir a su Hacedor y de convertir a Dios en un falso acusador
de Sus criaturas.
Además,
¿acaso no ves, vana e insensata criatura, que eres culpable de orgullo en el propio
lenguaje que has usado? ¿Quién, sino un hombre altivo se pondría de pie para
ensalzarse? ¿Quién, sino alguien arrogante como Lucifer, se declararía justo y
santo a la luz de la declaración de Dios? ¿Por ventura hablaron de esta manera
los mejores hombres? ¿Acaso todos ellos no reconocieron que eran culpables?
¿Reclamó Job ser perfecto, de quien Dios dijo que era un varón perfecto y
recto? ¿Acaso no dijo: “Si yo me justificare, me condenaría mi boca”? ¡Oh,
altivo sinvergüenza, cómo te has inflado! ¡Cómo te ha embrujado Satanás; cómo te
ha inducido a alzar tu cuerno en alto y a hablar con dura cerviz! Cuídate mucho
pues, si no has sido culpable nunca antes, este orgullo tuyo sería más que
suficiente para provocar la extracción de los rayos de Jehová de su aljaba, y
provocarlo a herirte de una vez por todas para tu destrucción eterna.
Pero,
prosiguiendo, el argumento de una justicia propia se contradice a sí mismo
sobre otra base pues, todo lo que argumenta un hombre que tiene justicia propia
es una justicia comparativa. “Vamos”—comenta
él—
“yo
no soy peor que mis vecinos; de hecho soy muchísimo mejor que ellos; no bebo,
no profiero juramentos; no cometo ni fornicación ni adulterio; no quebranto los
días de guardar; no soy un ladrón; las leyes de mi país no me acusan y mucho
menos me condenan; soy mejor que la mayoría de los hombres, y si yo no me
salvara, que Dios ayude a aquellos que son peores que yo; si yo no entrara al
reino del cielo, entonces, ¿quién podría hacerlo?” Ni más ni menos, pero
entonces, todo lo que tú argumentas es que eres justo en comparación con otros.
¿No ves que este es un argumento muy vano y fatal, porque admites de hecho que
no eres perfectamente justo;
que hay algún pecado
en ti, aunque argumentas que no hay tanto pecado en ti como alguien más?
Admites que estás enfermo aunque la mancha de la plaga no sea tan aparente en
ti como en tu prójimo. Tú admites que le has robado a Dios y has quebrantado
Sus leyes, sólo que no lo has hecho con un propósito tan malvado ni con tantos
agravantes como otras personas. Ahora, esto es virtualmente una confesión de
culpabilidad, no importa como quieras disfrazarla. Admites que has sido
culpable, y contra ti se dicta la sentencia: “El
alma que pecare, esa
morirá.” Cuídate de no encontrar ningún abrigo en
este refugio de mentiras, pues ciertamente te fallará cuando Dios venga a
juzgar al mundo con justicia y a los pueblos con rectitud.
Supongan
ahora por un momento que se promulgara un mandato a las bestias del bosque y se
les dijera que deben volverse ovejas. Sería bastante vano que el oso diera un
paso al frente y argumentara que no es una criatura tan venenosa como la
serpiente; igualmente sería absurdo que el lobo dijera que si bien es sigiloso
y astuto, y flaco y torvo, con todo no es un gruñidor tan grande, ni una
criatura tan fea, como el oso; y el león podría argumentar que no tiene la
astucia de la zorra. “Es verdad”— comenta—“que mojo mi lengua en sangre, pero
por otro lado tengo algunas virtudes que pueden recomendarme y que me han
convertido en el rey de las bestias.” ¿De qué serviría ese argumento? La
acusación es que estos animales no son ovejas, y su defensa ante la acusación
es que no son menos semejantes a las ovejas que otras criaturas, y algunos de
ellos tienen más mansedumbre que otros de su calaña. El argumento no se
sostendría nunca.
Pero
usemos otro cuadro. Si en los tribunales de justicia, un ladrón, al ser citado,
argumentara: “pues yo no soy un ladrón tan malo como otros; puede encontrarse
algunas personas que viven en Whitechapel o en la Calle de St. Giles, que han
sido ladrones mucho más tiempo que yo, y si hay alguna condena en contra mía en
el libro, hay otros que tienen doce arrestos en su contra.” Ningún magistrado
absolvería a un hombre sobre la base de una excusa como esa, porque sería
equivalente a su admisión de un grado de culpabilidad, aunque tratara de
excusarse sobre la base de no haber alcanzado un nivel mayor de culpabilidad.
Lo
mismo sucede contigo, pecador. Tú has pecado. Los pecados de otro hombre no
pueden excusarte; debes sostenerte sobre tus propios pies. En el día del juicio
debes comparecer personalmente, y lo que te condene o te absuelva no será lo
que otro hombre haya hecho, sino tu propia culpa personal. Ten mucho cuidado,
entonces, ten mucho cuidado, pecador; aunque hubiera una sola mancha en ti,
estarías perdido; aunque hubiera un solo pecado que no fuera lavado por la
sangre de Jesús, tu porción habría de ser con los atormentadores. Un Dios santo
no puede contemplar ni siquiera el mínimo grado de iniquidad.
Pero,
prosiguiendo, el argumento del hombre presuntuoso es que ha hecho lo mejor que
ha podido, y puede aducir una justicia parcial.
Es cierto que si se le toca en un lugar
sensible, reconoce que su infancia y su juventud estuvieron manchadas por el
pecado. Te comenta que en sus tempranos días era un “chico disoluto”; que hizo
muchas cosas que ahora lamenta. “Pero, por otro lado”—afirma—“estas cosas son
sólo como manchitas en el sol; sólo como un trocito de terreno baldío en medio
de muchos acres de suelo fértil; soy bueno todavía; todavía soy justo, porque
mis virtudes exceden a mis vicios, y mi buenas acciones cubren con creces todos
los errores que he cometido.”
Bien,
amigo, ¿no ves que la única justicia que argumentas es una justicia parcial?, y en ese
preciso argumento, de hecho admites que no eres perfecto y que has cometido algunos
pecados. Ahora, yo no soy responsable por lo que estoy a punto de declarar, ni
tampoco se me ha de culpar de dureza por ello, porque no estoy declarando más
ni declarando menos que la mismísima verdad de Dios. No te sirve de recurso
salvador que no hayas cometido diez mil pecados, pues basta que hubieras
cometido uno para que seas un alma perdida. La ley debe ser guardada intacta y
toda ella, y la menor grieta, o mancha o quebradura, la quebranta. El manto de
justicia que te debe cubrir al final debe ser sin mancha ni arruga, y si no
hubiera sino una manchita microscópica en él, lo cual es suponer algo que nunca
es cierto, incluso entonces las puertas del cielo no podrían admitirte nunca.
Debes tener una perfecta justicia pues, de lo contrario, nunca serás admitido
al festín de bodas. Podrías decir: “he guardado ese mandamiento y nunca lo he
quebrantado,” pero si has quebrantado alguno, eres culpable de todos, porque
toda la ley es semejante a un jarrón precioso y valioso que es único en diseño
y forma. Aunque no rompieras su base ni mancharas su borde, si hubiera alguna
falla o daño, todo el jarrón se echaría a perder. Y así, si has pecado en algún
punto, en algún momento y en algún grado, has quebrantado toda la ley; eres
culpable de eso ante de Dios, y no puedes ser salvado por las obras de la ley,
hagas lo que hagas.
“Es
una dura sentencia”—dice alguien—“¡quién puede soportarla!” En verdad, ¿quién puede soportarla?
¿Quién podría estar
al pie del Sinaí y oír el estruendo de sus truenos? “Si aun una bestia tocare
el monte, será apedreada, o pasada con dardo.” ¿Quién podría sostenerse cuando
los rayos centellean y Dios desciende sobre el Monte Parán y los collados se derriten
como cera bajo Sus pies? “Por las obras de la ley ningún ser humano será
justificado delante de él.” “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas
las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas.”
Maldito
es el hombre que sólo peca una vez, sí, desesperadamente maldito en lo que a la
ley concierne.
¡Oh,
pecador!, no puedo evitar desviarme del tema por un instante para recordarte
que hay un
camino de salvación, y un medio por el cual las demandas de la ley pueden ser
satisfechas plenamente. Cristo soportó
todo el castigo de todos los creyentes, para que no puedan ser castigados.
Cristo
guardó la ley de Dios por los creyentes, y Él está dispuesto a cubrir a todo
pecador penitente con ese traje de perfecta justicia que él mismo elaboró. Pero
tú no
puedes guardar la ley, y si quieres aducir tu justicia propia, la ley la
condena tanto a ella como a ti; por los dichos de tu boca te condena, ya que no
has cumplido todas las cosas y no has guardado toda la ley. Una gran roca
obstaculiza tu senda al cielo; una montaña insalvable; un golfo intransitable;
y por ese camino ningún hombre entrará jamás en la vida eterna.
El
argumento de la justicia propia, entonces, es en sí contradictorio y basta que
sea expuesto objetivamente a un hombre honesto para que comprenda que no se
sostendrá ni por un instante. ¿Qué necesidad habría de un elaborado argumento
para refutar una mentira tan evidente?
¿Por
qué habríamos de demorarnos más en esto? ¿Quién sino un verdadero necio
mantendría una idea que se desmorona en su propia cara y da testimonio en
contra de sí misma?
II. Pero ahora paso al
segundo punto. EL PROPIO HOMBRE QUE USA
ESTE
ARGUMENTO LO CONDENA.
No
solamente el argumento corta su propio cuello, sino que el hombre mismo está
consciente, cuando lo usa, de que se trata sólo de un refugio inadecuado, y
falso y vano. Ahora, esto es un asunto de conciencia, y por tanto, he de tratar
claramente con ustedes; y si no expreso lo que han sentido, entonces pueden
afirmar que estoy equivocado; pero si digo aquello que ustedes han de confesar
que es verdad, que sea entonces como la propia voz de Dios para ustedes.
Los
hombres saben que
son culpables. La conciencia del hombre más orgulloso, si se le permite hablar,
le dice que merece la ira de Dios. Podría alardear en público, pero la misma
sonoridad de su alarde demuestra que tiene una conciencia intranquila, y
entonces hace un ruido ensordecedor para ahogar su voz. Siempre que oigo a un
infiel decir cosas duras sobre Cristo, me recuerda a los hombres de Moloc, que
tocan los tambores para no escuchar los gritos de sus propios hijos. Estas
ruidosas blasfemias, estas fanfarronas jactancias no son sino una manera
ruidosa de ahogar los gritos de la conciencia. No crean que estos hombres sean honestos.
Yo nunca altercaría con un ladrón acerca de los principios de honestidad o con
un reconocido adúltero en lo concerniente al deber de la castidad. Con los
demonios no se debe razonar sino deben ser echados fuera. Conferenciar con el
infierno no es conveniente para nadie excepto para los demonios. ¿Contendió
Pablo con Elimas, o Pedro con Simón el Mago? Yo no cruzaría espadas con un
hombre que diga que no hay Dios; él
sabe que hay un Dios. Cuando un hombre se ríe
de la Santa Escritura ,
no necesitas discutir con él; se trata de un necio o de un bribón y
posiblemente sea ambas cosas. Por muy villano que sea, su conciencia tiene alguna
luz; sabe que lo que dice es falso. Yo no puedo creer que la conciencia esté
tan muerta en cualquier hombre, que le permita creer que está diciendo la
verdad cuando niega la Deidad ;
y estoy mucho más seguro de que la conciencia nunca dio un asentimiento a la
declaración del fanfarrón que afirma que merece la vida eterna, o que no tiene
pecado de qué arrepentirse, o que mediante el arrepentimiento puede ser
limpiado sin la sangre de Cristo; él sabe en su interior que está diciendo algo
falso.
Cuando
el Profesor Webster fue encerrado en prisión por asesinato, se quejó ante las
autoridades penitenciarias porque había sido insultado por sus compañeros
prisioneros, diciendo que a través de las paredes de la prisión podía oírlos
cuando le gritaban ininterrumpidamente: “¡Tú, hombre sanguinario, tú, hombre
sanguinario!” Puesto que no era permitido por la ley que un prisionero
insultara a su compañero, se llevó a cabo la más estricta investigación y se
descubrió que ningún prisionero había dicho tal cosa, o si la hubiese dicho,
Webster no habría podido oírla. Era su propia conciencia; no era una palabra
que atravesaba los muros de la prisión, sino un eco que reverberaba desde la
pared de su pervertido corazón, cuando la conciencia le gritaba: “¡Tú eres un
hombre sanguinario, tú eres un hombre sanguinario!” En todos los corazones hay
un testigo que no cesará de dar su testimonio; da voces diciendo: “¡Tú eres un
hombre pecador, tú eres un hombre pecador!” Sólo tienes que escucharlo, y
pronto descubrirás que toda pretensión de ser salvado por tus buenas obras ha
de desplomarse al suelo. ¡Oh, óyelo ahora, y, escúchalo por un momento! Estoy
seguro de que mi conciencia
me dice: “¡Tú eres un hombre pecador, tú eres un hombre pecador!,” y pienso que
la tuya debe de decir lo mismo, a menos que hayas sido dejado por Dios, y
abandonado a una conciencia cauterizada para que perezcas en tus pecados.
Cuando
los hombres están solos, si en su soledad les viene a la fuerza el pensamiento
de la muerte, no se jactan más de la bondad. No es fácil que un hombre yazca en
su lecho viendo el rostro desnudo de la muerte, no a cierta distancia, sino
sintiendo que su aliento rebota en el esqueleto, y que pronto ha de atravesar
por las puertas de hierro de la muerte; no es fácil que un hombre argumente
entonces su propia justicia. Los dedos huesudos se clavan como dagas en su
carne altiva. “¡Ah!”—dice la torva
Muerte
en tonos que no pueden ser escuchados por el oído mortal, pero que son oídos
por el corazón mortal—“¿dónde están ahora todas tus glorias?”
Contempla
al hombre y la corona de laurel que estaba sobre su frente: se marchita y cae a
tierra convertida en flores secas. Toca su pecho y la estrella del honor que
llevó se convierte en polvo y se desvanece en las tinieblas. Lo mira de nuevo:
ese peto de justicia propia que resplandecía sobre él como una cota de malla de
oro, súbitamente se deshace en polvo, como se disuelven las manzanas de Sodoma
ante el toque del recolector, y el hombre descubre, para su propia sorpresa,
que está desnudo, y pobre y miserable, cuando más necesitaba ser rico, cuando más
requería ser feliz y bendecido.
Ay,
pecador, incluso mientras este sermón está siendo predicado, podrías intentar
refutarlo en referencia a ti, y decir: “Bien, yo soy tan bueno como otros, y
todo este alboroto acerca del nuevo nacimiento, la justicia imputada, y ser
lavados en la sangre, todo eso, es innecesario,” pero en la soledad de tu
aposento silencioso, especialmente cuando la muerte sea tu compañera terrible y
sombría, no necesitarás que yo te lo diga sino que lo verás de manera bastante
clara por ti mismo; lo verás con ojos de terror y lo sentirás con un corazón
que desfallece y desespera, y perecerás porque has despreciado la justicia de
Cristo.
Cuán
abrumadoramente cierto, sin embargo, será esto en el día del juicio. Me parece
ver aquel día de fuego, aquel día de ira. Ustedes estarán congregados como una
grandiosa multitud delante del eterno trono. Aquellos que están vestidos con el
lino fino de Cristo, que es la justicia de los santos, son agrupados a la
derecha. Y ahora resuena la trompeta; si hubiese alguien que haya guardado la
ley de Dios, si hubiese hombres sin culpa, si hubiese alguien que no hubiere
pecado nunca, que dé un paso al frente y reclame la recompensa prometida; pero,
si no es así, que el abismo trague al pecador, que el rayo ardiente sea lanzado
contra los ofensores impenitentes.
¡Ahora,
da un paso al frente, amigo, y liquida tus cuentas! Pasa al frente, amigo mío,
y reclama la recompensa que se debe a la iglesia que dotaste o a la hilera de
asilos que erigiste. ¡Cómo! ¡Cómo!, ¿tu lengua permanece muda dentro de tu
boca? Pasa al frente, pasa la frente—tú que dijiste que habías sido un buen
ciudadano, que habías alimentado al hambriento y vestido al desnudo—pasa al
frente ahora, y reclama la recompensa.
¡Cómo!
¡Cómo!, ¿tu cara se ha puesta pálida? ¿Hay una palidez cenicienta en tus
mejillas? Pasen al frente, ustedes, todas las multitudes de aquellos que rechazaron
a Cristo, y despreciaron Su sangre. Vamos, ahora digan: “Todos los mandamientos
he guardado desde mi juventud.” ¡Cómo!, ¿eres acaso presa del terror? ¿Ha
ahuyentado a las tinieblas de tu justicia propia la mejor luz del juicio? ¡Oh!,
yo te veo, yo te veo y veo que no estás jactándote ahora; pero ustedes, los
mejores de ustedes, están dando voces: “Rocas, ocúltenme; montañas, abran sus
entrañas de piedra; dejen que me esconda del rostro de Aquel que está sentado en
el trono.” ¿Por qué, por qué te volviste cobarde? Vamos, enfrenta a tu Hacedor.
Levántate, infiel, ahora, y dile a Dios que no hay Dios. Vamos, mientras el
infierno lanza las llamas en tus narices, vamos, di ahora que no hay un
infierno; o dile al Todopoderoso que nunca pudiste soportar oír que se
predicara un sermón sobre el fuego del infierno. Vamos, acusa ahora de crueldad
al ministro, o di que nos encanta hablar sobre estos temas terribles. No dejen
que me burle de su miseria, pero permítanme describirles cómo se han de burlar
de ustedes los demonios. “¡Ajá!”—dicen ellos—“¿dónde está tu valor ahora? ¿Son
tus costillas de hierro y tus huesos son de bronce? ¿Retarás al Todopoderoso
ahora, y te arrojarás sobre los clavos de Su escudo, o te echarás contra Su
lanza centelleante?” ¡Véanlos, véanlos conforme se hunden! El golfo se los ha tragado;
la tierra se ha cerrado de nuevo y han desaparecido; un solemne silencio cae
sobre el oído. Pero escucha, allá abajo; si pudieras descender con ellos,
oirías sus gemidos lastimeros y sus lamentos vacíos, cuando sienten ahora que
el Dios omnipotente era recto y justo, sabio y tierno, cuando les pedía que
abandonaran su justicia, y huyeran a Cristo y se aferraran a Él, que puede
salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios.
III. EL ARGUMENTO ES EN SÍ UNA
EVIDENCIA EN CONTRA DEL
ARGUMENTADOR.
Hay
aquí un hombre no regenerado que hace la pregunta: “¿Acaso soy ciego yo
también?” Yo le respondo con las palabras de Jesús: “Mas ahora, porque decís:
Vemos, vuestro pecado permanece.” Ustedes han comprobado, por su argumentación,
que nunca han sido iluminados por el
Espíritu
Santo, sino que permanecen en un estado de ignorancia. Un sordo podría declarar
que no hay tal cosa como la música. Un hombre que no ha visto nunca las
estrellas es muy propenso a decir que no hay estrellas. ¿Pero qué es lo que
comprueba? ¿Prueba acaso que no hay estrellas?
Él
sólo demuestra su propia necedad y su propia ignorancia. Aquel hombre que
pudiera decir media palabra sobre su propia justicia no ha sido nunca iluminado
por Dios el Espíritu Santo, pues una de las señales de un corazón renovado es
que se aborrece a sí mismo en polvo y cenizas.
Si
tú sientes hoy que eres culpable, y que estás perdido y arruinado, hay para ti
la más rica esperanza en el Evangelio; pero si dices: “Yo soy bueno; yo tengo
méritos,” la ley te condena, y el Evangelio no puede consolarte; tú estás en
hiel de amargura y en lazos de iniquidad, e ignoras que mientras hablas así, la
ira de Dios permanece en ti. Un hombre puede
ser un verdadero cristiano, y puede
caer en pecado, pero un hombre no puede
ser un verdadero cristiano y jactarse por su justicia propia. Un hombre puede
ser salvado, aunque la debilidad lo salpique con mucho fango; pero aquel que
desconoce que ha estado en la inmundicia, y no está anuente a confesar que es
culpable delante de Dios, ése no
puede ser salvo. En un sentido, no hay condiciones de nuestra parte para la salvación
pues cualesquiera que sean las condiciones, Dios las otorga; pero esto sé: que
nunca hubo un hombre todavía que estuviera en estado de gracia que no supiera,
en sí mismo, que estaba en un estado de ruina, un estado de depravación y de
condenación. Si tú no sabes eso, entonces yo te digo que tu argumento de
justicia propia te condena por ignorancia.
Bien,
pero entonces, como tú dices que no eres culpable, esto demuestra que eres
impenitente. Ahora, el impenitente no puede venir nunca donde está Dios. “Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados”; “si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su
palabra no está en nosotros.” Dios perdona a todos los hombres que confiesan su
iniquidad. Si lloramos y nos lamentamos,
y
llevamos palabras con nosotros y decimos: “Hemos pecado atrozmente, perdónanos;
hemos herrado grandemente, ten misericordia de nosotros, por medio de
Jesucristo,” Dios no rechazará ese clamor; pero si nosotros, a causa de nuestra
impenitencia y la dureza de nuestros corazones, nos ubicamos en la justicia de
Dios, Dios nos dará justicia, pero no misericordia, y esa justicia será la
repartición de las redomas plenas de Su indignación, y de Su ira por los siglos
de los siglos. El que es justo con justicia propia es impenitente, y, por
tanto, no es ni puede ser salvo.
Prosiguiendo,
el hombre con justicia propia, en el momento que dice que ha hecho algo que le
encomia delante de Dios, demuestra que no es un creyente. Ahora, la salvación
es para los creyentes y únicamente para los creyentes. “El que creyere y fuere
bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.” Amigo, tú serás
condenado con todo y tu justicia propia, y tu propia justicia será como la
túnica que Denayira le dio a Hércules, y colocó sobre él, que, como lo narra la
antigua fábula, se convirtió en una manto de fuego para Hércules; cuando trató
de despojarse del manto arrancó trozos de su propio ser, de su carne trémula a cada
momento, y pereció miserablemente. Así será su justicia propia para ustedes.
Parece una agradable poción que intoxica por un momento, pero es letal e infame
como el veneno de áspides y como el vino de Gomorra.
¡Oh
alma!, yo quisiera que por sobre todas las cosas huyeras de la justicia propia,
pues un hombre con justicia propia no confía ni puede confiar en Cristo, y por
tanto, no puede ver el rostro de Dios. Nadie irá jamás a Cristo para que le
cubra, sino el hombre que está desnudo; nadie tomará jamás a Cristo para que
sea su alimento, sino los hambrientos; nadie se acercará jamás a este pozo de
Belén para beber, sino las almas sedientas. Los sedientos son bienvenidos, pero
aquellos que piensan que son buenos no son bienvenidos ni en Sinaí ni en el
Calvario. No tienen ninguna esperanza del cielo ni ninguna paz en este mundo ni
en el venidero.
¡Ah,
alma!, yo no sé quién seas, pero si cuentas con alguna justicia propia, eres un
alma desprovista de gracia. Si tú has dado todos tus bienes para alimentar a
los pobres, si has construido muchísimos santuarios y has andado ambulando con
abnegación entre las casas de la pobreza visitando a los hijos e hijas de la
aflicción, si has ayunado tres veces a la semana, si tus oraciones han sido tan
largas que tu garganta ha enronquecido por causa de tus clamores, si tus
lágrimas han sido tantas que tus ojos se han quedado ciegos por causa del
llanto, si tus lecturas de la
Escritura han sido tan largas que el aceite de media noche se
ha consumido profusamente, si, afirmo, tu corazón ha sido tan tierno hacia el
pobre y el enfermo y el necesitado que habrías estado dispuesto a sufrir con
ellos, a soportar todas sus repugnantes enfermedades, es más, si sumado a todo
eso entregaras tu cuerpo a las llamas, pero confiaras en cualquiera de estas
cosas, tu condenación sería tan segura como si fueras un ladrón o un borracho.
Entiéndanme,
pues lo que digo lleva toda mi intención. No quiero que piensen que hablo
incautamente ahora. Cristo dijo de los fariseos de tiempos antiguos
precisamente lo mismo que acabo de decir de ustedes.
Los
fariseos eran buenos y hasta excelentes a su manera, pero, el Señor dijo: los
publicanos y las rameras entran en el reino de Dios delante de ustedes, porque
ustedes quieren irse por el camino equivocado, mientras que los pobres
publicanos y las rameras fueron conducidos a seguir el camino correcto. Los
fariseos que iban por todas partes para hacer una justicia propia, no se
sometieron a la justicia de Cristo; el publicano y la ramera, sabiendo que no
poseían nada de lo cual vanagloriarse, venían a
Cristo
y le tomaban como era, y entregaron sus almas para ser salvadas por Su gracia.
¡Oh, que podamos hacer lo mismo!, pues hasta que desechemos la justicia propia,
estaremos en un estado de condenación y de agonía, y la sentencia debe ser
ejecutada en nosotros por los siglos de los siglos.
IV. Concluyo ahora con el
último punto, es decir, que este argumento, si lo conservamos, no solamente
acusa a su argumentador ahora, sino que ARRUINARÁ AL ARGUMENTADOR PARA SIEMPRE.
Permítanme
mostrarles dos suicidios. Allá vemos a un hombre que ha afilado una daga, y
después de buscar la oportunidad propicia, se acuchilla en el corazón. Allí
cae. ¿Quién culparía a alguien por su muerte? Él solo se mató; su sangre caiga
sobre su cabeza.
Por
aquí vemos a otro hombre: está muy débil y enfermo; a duras penas se arrastra
por las calles. Un médico le atiende; le dice al hombre:
“caballero,
su enfermedad es mortal; va a morir, pero yo conozco un remedio que ciertamente
lo sanará. Allí está; se lo doy gratuitamente. Todo lo que le pido es que lo
tome libremente.” “Doctor”—dice el hombre—
“usted
me insulta; yo estoy tan bien como nunca lo estuve en mi vida; no estoy
enfermo.” “Pero”—replica el médico—“hay ciertos signos que observo en su
semblante que me demuestran que sufrirá de una enfermedad mortal, y yo se lo
estoy advirtiendo.” El hombre reflexiona por un momento; recuerda que ha habido
en él ciertos signos de esta misma enfermedad; un monitor interno le dice que
así es. Obstinadamente le responde por segunda vez al médico: “Doctor, si
necesito su medicina enviaré a buscarla, y si la requiero, yo la pagaré.” Él
sabe a ciencia cierta que no tiene ni un centavo en sus bolsillos, y que no
puede obtener crédito en ninguna parte, y allí está ante él la copa dadora de
vida que aunque el médico obtuvo a un gran costo, se la ofrece gratuitamente y
lo invita a que la tome libremente. “No”—responde el hombre—“no voy a tomarla;
podré estar algo enfermo, pero no estoy peor que mis vecinos; no estoy más
enfermo que otras personas y no voy a tomarla.” Un día acudes a su lecho y
descubres que ha dormido su último sueño, y allí está muerto cual una piedra.
¿Quién mató a este hombre? ¿Quién lo asesinó? Su sangre caiga sobre su propia
cabeza; en un suicida tan vil como el otro.
Ahora
voy a mostrarles a otros dos suicidas. Hay un hombre aquí que dice: “Bien, que
pase lo que sea en el mundo venidero, pero yo tendré mi hartazgo en este mundo.
Díganme dónde están los placeres disponibles y yo los obtendré. Dejen las cosas
de Dios para los viejos necios y gente parecida; yo voy a tener las cosas del
presente, y los gozos y deleites del tiempo.” Él vacía la copa de la borrachera,
frecuenta la guarida de la insensatez, y si se entera de algún lugar donde se
adquiere un vicio, se apresura en pos de él. Es como Byron; es un rayo arrojado
por la mano de un archimaligno; destella a lo largo de todo el firmamento del
pecado, y allí destaca, hasta que, podrido en cuerpo y alma, muere. Es un
suicida.
Desafió
a Dios; fue en contra de las leyes de la naturaleza y de la gracia, despreció
las advertencias, declaró que quería ser condenado y ha logrado lo que tan
ricamente merecía.
Aquí
está otro. Ese dice: “yo desprecio estos vicios; yo soy el hombre más recto,
honesto y encomiable. Siento que no necesito salvación, y si la necesitara, yo
mismo podría obtenerla. Yo puedo hacer cualquier cosa que me digas y siento que
tengo una fuerza mental y la suficiente dignidad viril que conservo en mí para
lograrlo. Yo te digo, amigo, tú me insultas cuando me pides que confíe en
Cristo.” “Bien”—responde—“yo considero que hay tal dignidad en la naturaleza
humana, y tal virtud en mí, que no necesito un corazón nuevo, y no voy sucumbir
ni doblegar mi espíritu al Evangelio de Cristo sobre los términos de una gracia
inmerecida.”
Muy
bien, amigo, cuando estés en el infierno y alces tus ojos—y harás eso tan
ciertamente como el más profano y promiscuo—tu sangre caerá sobre tu cabeza, y
serás un suicida tan real como aquel que perversa y desenfrenadamente embistió
en contra de las leyes de Dios y del hombre, y se buscó un fin súbito y
apresurado por su iniquidad y sus crímenes.
“Bien”—dirá
alguien—“este es un sermón bien adaptado para las personas con justicia propia,
pero yo no soy una de ellas.” Entonces, ¿qué eres tú, amigo? ¿Eres un creyente
en Cristo? “No puedo decir que los sea, caballero.” ¿No lo eres, entonces?
“Bien, quisiera serlo, pero me temo que no podría creer en Cristo.” Eres un
justo con justicia propia. Dios te manda que creas en Cristo, y tú dices que no
eres apto para hacerlo.
Ahora,
qué significa esto sino que estás queriendo hacerte apto tú mismo y, después de
todo, ese es el espíritu de la justicia propia; eres tan arrogante que no
quieres tomar a Cristo a menos que pienses que puedes llevarle algo a Él; eso
es. “¡Ah!, no”—dice una pobre persona de corazón quebrantado—“no creo que eso
sea justo para mí, pues yo en verdad siento como si daría cualquier cosa si
pudiera esperar ser salvado; pero, ¡oh, soy tan desventurado! No puedo creer.”
Ahora, eso, después de todo, es justicia propia. Cristo te ordena que confíes
en Él. Tú dices: “No, no confiaré en Ti, Cristo, porque yo soy un tal por cual
y un tal por cual.” Así, entonces, estás queriendo hacerte alguien, y luego
Jesucristo debe hacer el resto. Se trata del mismo espíritu de justicia propia
sólo que en otro traje.
“¡Ah!”—dice alguien—“pero si sólo sintiera lo
suficiente mi necesidad, como lo acabas de decir ahora, amigo, entonces creo
que confiaría en Cristo.” Eso es de nuevo justicia propia; tú quieres que tu
sentido de necesidad te salve. “¡Oh!, pero, amigo, no puedo creer en Cristo
como yo quisiera.” Eso es de nuevo justicia propia. Sólo déjame decir una frase
solemne que puedes rumiar a placer. Si confías en tu fe y en tu
arrepentimiento, estarás tan perdido como si confiases en tus buenas obras o confiases
en tus pecados. El cimiento de tu salvación no es la fe, sino
Cristo; no es el arrepentimiento, sino Cristo. Si yo confío
en mi confianza en Cristo, estoy perdido. Mi tarea es confiar en Cristo;
apoyarme en Él; depender, no de lo que el Espíritu ha hecho en mí, sino de lo
que Cristo hizo por mí cuando colgó realmente en el madero. Ahora, has de saber
que cuando Cristo murió, cargó con los pecados de todo Su pueblo sobre
Su
cabeza, y allí y entonces, todos esos pecados cesaron de existir. En el momento
en que Cristo murió, los pecados de todos Sus redimidos fueron borrados. Él
sufrió entonces todo lo que ellos debieron sufrir; Él pagó todas sus deudas; y
sus pecados fueron real y positivamente alzados de los hombros de ustedes en aquel día
y puestos sobre Sus hombros,
pues
“Jehová
cargó en él el pecado de todos nosotros.” Y ahora, si tú crees en
Jesús,
no queda ningún pecado en ti, pues tu pecado fue puesto en Cristo;
Cristo
fue castigado por tus pecados antes de que fueran cometidos, y como dice Kent—
“Aquí hay perdón para
transgresiones pasadas,
Sin importar cuán negro sea su
tinte;
Y ¡oh!, alma mía, mira con
asombro
Que para pecados futuros hay
perdón también.”
¡Bendito
privilegio del creyente! Pero si ustedes viven y mueren siendo incrédulos,
sepan esto: que todos sus pecados permanecen sobre sus hombros. Cristo no hizo
nunca ninguna expiación por ustedes; no han sido nunca comprados con sangre;
nunca tuvieron un interés en Su sacrificio.
Ustedes
viven y mueren en ustedes mismos, perdidos; en ustedes mismos, arruinados; en
ustedes mismos, completamente destruidos. Pero creyendo, en el instante en que
creen, pueden saber que fueron elegidos por Dios desde antes de la fundación
del mundo. Creyendo, pueden saber que la justicia de Cristo es toda de ustedes;
que todo lo que Él hizo, lo hizo por ustedes; que todo lo que sufrió, lo sufrió
por ustedes. De hecho, en el momento en que creen, están donde Cristo estuvo
como Hijo aceptado de Dios; y Cristo está donde ustedes estaban, como el
pecador, y sufre como si Él hubiera sido el pecador, y muere como si hubiese
sido el culpable: muere en su lugar, muere en vez de ustedes.
¡Oh,
Espíritu de Dios!, danos fe esta mañana. Rescátanos del yo; únenos a Cristo;
oh, que podamos ser salvados ahora por Su gracia inmerecida
y
ser salvos en la eternidad.
Nota del traductor:
La
historia principal de Deyanira es la de la túnica de Neso. Un centauro salvaje
llamado Neso intentó violar a Deyanira mientras la ayudaba a cruzar el río
Euneo. Heracles vio lo que ocurría desde el otro lado de un río y le disparó
una flecha envenenada al pecho. Agonizando, Neso mintió a Deyanira contándole
que la sangre de su corazón aseguraría que Heracles le amase para siempre.
Deyanira creyó sus palabras y guardó un poco de dicho veneno. Cuando su
confianza en Heracles empezó a menguar, untó su famosa túnica de cuero con la
sangre. Licas, el siervo de Heracles, le llevó su túnica y cuando se la puso,
Heracles murió lenta y dolorosamente cuando ésta quemó (con llamas reales o por
el calor del veneno) su piel. Desesperada al ver lo que había hecho, Deyanira
se suicidó ahorcándose. Tomado de la Mitología griega.