CAPÍTULO 16
Hay varias
ceremonias imponentes en la ordenación de un sacerdote. Nunca olvidaré el gozo
que sentí cuando el Pontífice Romano, presentándome la Biblia me ordenó con voz
solemne a estudiarla y predicarla. Esa orden traspasó mi alma como un destello
de luz.
Sosteniendo
el libro sagrado, acepté el mandato con gozo inefable, pero sentí que me cayó una
piedra de rayo cuando pronuncié el terrible juramento que se requiere de todo
sacerdote: “Nunca interpretaré las
Santas Escrituras, excepto según el consenso unánime de los Santos Padres.”
Muchas veces
los otros alumnos y yo habíamos discutido ese juramento extraño. A solas
en la
presencia de Dios,
mi conciencia se
echaba hacia atrás
en terror ante
sus consecuencias. Pero yo no era el único que examinaba su evidente
naturaleza blasfematoria.
Aproximadamente
seis meses antes, Stephen Baillargeon, uno de mis compañeros de teología, dijo
a uno de nuestros superiores, el Rev. Sr. Raimbault: ¡Una de las cosas que mi
conciencia no puede reconciliar es el juramento solemne que tendremos que jurar
a nunca interpretar las Escrituras, excepto según el consenso unánime de los
Santos Padres! ¡No hemos dedicado ni una sola hora todavía al estudio serio de
los Santos Padres. Conozco a muchos sacerdotes y ninguno de ellos jamás ha
estudiado a los Santos Padres!
En el nombre
del sentido común, ¿Cómo podemos jurar que seguiremos las opiniones de
hombres de quienes
nada sabemos y
de quienes nada
sabremos excepto por
simples rumores vagos?
Nuestro
superior dio una respuesta débil, pero su desconcierto creció cuando yo dije:
Si me permite, señor superior, yo tengo algunas objeciones más formidables.
Quiera Dios que pudiera decir que no
sé nada de los Santos
Padres. Pero mi pesar
es que ya
sabemos demasiado de los Santos Padres para estar exentos de perjurarnos
cuando juramos a no interpretar las Santas Escrituras, excepto según su
consenso unánime.
Por favor,
señor superior, díganos, ¿Cuáles son los textos de las Escrituras en que están
unánimes los Santos Padres? Usted se respeta demasiado para responder. Y si
usted, uno de los hombres más instruidos de Francia no puede poner su dedo en
los textos de la Santa Biblia y decir, “Los Santos Padres están perfectamente
unánimes en estos textos”, ¿Cómo osamos jurar delante de Dios y los hombres a
interpretar cada texto de las Escrituras solamente según el consenso unánime de
esos Santos Padres?
Las
consecuencias de ese juramento son legión y cada una de ellas me parece ser la
muerte de nuestro ministerio y la condenación de nuestras almas. Henrión,
Berrault, Bell, Costel y Fleury, todos nos atestiguan que la Iglesia se ha
llenado constantemente del ruido de las controversias de Santos Padres contra
Santos Padres. Algunos dicen, junto con nuestros mejores teólogos modernos,
Santo Tomás, Bellarmine y Ligorio que tenemos que matar a los herejes como
matamos a las bestias salvajes, mientras muchos otros dicen que tenemos que
tolerarlos. Todos ustedes saben el nombre del Santo Padre que manda al infierno
a todas las viudas que se casan por segunda vez, mientras otros Santos Padres
no están de acuerdo.
Algunos
tienen ideas muy distintas
acerca del purgatorio.
Otros en Africa
y en Asia rehusaron aceptar la jurisdicción
suprema del Papa sobre todas las iglesias. ¡Varios se reían de las
excomulgaciones de los
Papas y gustosamente
murieron sin hacer
nada para reconciliarse con
él! ¿No llegamos a la
conclusión de que
San Jerónimo y
San Agustín coincidieron en una
sola cosa: de estar en desacuerdo sobre cualquier tema que trataran?
San Agustín,
al fin de su vida, concordó con los Protestantes de nuestros días que “sobre
esta roca” significa Cristo solamente y no Pedro.
Y ahora
ustedes nos piden en el nombre del Dios de Verdad a jurar solemnemente que interpretaremos
las Escrituras solamente según el consenso unánime de aquellos Santos Padres
que han sido unánimes en una sola cosa: de nunca estar de acuerdo el uno con el
otro y a veces ni con ellos mismos.
Si requieren
de nosotros un juramento, ¿Por qué ponen en nuestras manos la historia de la
Iglesia que ha saciado nuestra memoria de las interminables divisiones feroces
sobre cada cuestión que las Escrituras presentan a nuestra fe? Si soy demasiado ignorante o estúpido para
entender a San Marcos, San Lucas y San Pablo,
¿Cómo seré suficientemente inteligente
para entender a
Jerónimo, Agustín y Tertulian? Y si San Mateo, San Juan, y San
Pedro no han recibido de Dios la gracia
con suficiente luz y claridad para ser entendidos por hombres de buena
voluntad, ¿Cómo es que Justin, Clemes y Cipriano han recibido de nuestro Dios
un favor que El negó a sus apóstoles y evangelistas? Si no puedo depender de mi
juicio privado para estudiar, con la ayuda de Dios, a las Escrituras, ¿Cómo
podré depender de mi juicio privado al estudiar a los Santos Padres?
Este dogma o
artículo de nuestra religión por el cual tenemos que ir a los Santos Padres
para saber “Así dice el Señor” y no a las mismas Santas Escrituras, es para mi
alma como un puño de arena arrojado en los ojos. ¡Me ciega totalmente! ¡Qué
alternativa tan espantosa tenemos! O tenemos que perjurarnos, jurando seguir
una unanimidad de fábula para permanecer católico-romano o tenemos que
sumergirnos en el abismo de impiedad y ateísmo al rehusar jurar que nos adheriremos
a una unanimidad que nunca existió.
Era evidente
durante la clase que
habíamos expresado el
sentir de cada
uno de los alumnos de teología.
Pero nuestro superior no se atrevió a confrontar ni a contestar ni un solo argumento
nuestro. Su desconcierto fue
superado sólo por su gozo
cuando la campana anunció el fin
de la clase.
El prometió
respondernos, pero al día siguiente no hizo más que echar polvo en nuestros
ojos e insultarnos hasta quedarse satisfecho y empezó por prohibirme leer más
de los libros controversiales que yo había comprado y tenía que entregar otros
libros que me habían permitido leer como privilegio. Se decidió que mi
inteligencia no era suficientemente clara y que mi fe no era suficientemente
fuerte para leer esos libros. Lo único que pude hacer era inclinar mi cabeza
bajo el yugo y obedecer sin decir nada. ¡La noche más oscura envolvió a
nuestras mentes y teníamos que creer que esas tinieblas eran la luz
resplandeciente de Dios!
Hicimos el
acto más degradante que un hombre puede hacer. Callamos la voz de nuestra conciencia
y consentimos en seguir las opiniones de nuestro superior, así como el bruto
sigue las órdenes de su amo.
Durante los
meses antes de mi ordenación, hice todo en mi poder para aniquilar mis pensamientos sobre
este tema; pero para mi
asombro, cuando llegó
el momento para perjurarme, un
escalofrío de horror y vergüenza corrió por mi cuerpo a pesar de mí mismo. En
el interior de mi alma, mi conciencia herida clamaba: ¡Has aniquilado la
Palabra de Dios! ¡Te rebelas contra el
Espíritu Santo! ¡Niegas las Santas Escrituras para seguir los pasos de hombres pecaminosos!
¡Rechazas las aguas puras de la vida eterna para beber las aguas lodosas de la
muerte!
Para sofocar
nuevamente a la voz de mi conciencia, hice lo que me aconsejó mi Iglesia: clamé
a mi dios oblea y a la bendita Virgen María que vinieran a socorrerme y
callaren las voces que perturbaban mi paz y sacudían mi fe.
Con toda
sinceridad, el día de mi ordenación, renové la promesa que ya había hecho
tantas veces y dije en presencia de Dios y sus ángeles: Yo prometo que nunca
creeré nada, excepto según las enseñanzas de mi Santa Iglesia Apostólica
Romana.
Acosté mi
cabeza en esa almohada de necedad, ignorancia y fanatismo para dormir el sueño
de muerte espiritual con los millones de esclavos que el Papa tiene a sus pies.
Dormí ese
sueño hasta que el Dios de nuestra Salvación, en su grande misericordia, me
despertó, dando a mi alma la luz, la verdad y la vida que están en Jesucristo.
CAPÍTULO 17
Fui ordenado
en la catedral de Qüebec en septiembre de 1833 por el Reverendísimo
Sinaie, primer Arzobispo de Canadá. ¡Este delegado del Papa, por la imposición
de las manos en mi cabeza, me dio el poder de convertir una oblea real en el
real y substancial cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo! La ilusión
brillante de Eva cuando el engañador le dijo: “seréis como dioses” era juego de
niños en comparación a lo que yo sentí. ¡Mi Iglesia infalible me colocó no
solamente en términos iguales con mi Salvador y Dios, sino en realidad más arriba
de él! De ahora en adelante, no sólo le mandaría, sino que le crearía; no sólo
en un sentido espiritual y místico, sino de un modo real, personal e
irresistible.
La dignidad
que yo acababa de recibir era mayor que todas las dignidades y tronos de este mundo.
Yo sería un sacerdote de mi Dios para siempre jamás. ¡Cristo, ahora me asociaba
consigo mismo perfectamente como el gran y eterno sacrificador, porque yo
renovaría cada día de mi vida su SACRIFICIO EXPIATORIO! ¡A la orden mía, el
eterno, unigénito Hijo de mi Dios vendría a mis manos en persona! ¡El mismo
Cristo que se sienta a la diestra del Padre bajaría cada día para unir su carne
a mi carne, su sangre a mi sangre, su alma divina a mi pobre alma pecadora para
andar, trabajar y vivir en mí y conmigo en la más perfecta unidad e intimidad!
Pasé todo
ese día y la mayor parte de la noche contemplando estos honores y dignidades
super-humanos. Muchas veces caí de rodillas para darle gracias a Dios por sus
misericordias hacia mí. En la presencia
de Dios y sus ángeles, dije a mis labios y a mi lengua: ¡Sean santos ahora,
porque no solamente hablarán a su Dios, sino que le darán un nuevo nacimiento
cada día! Dije a mi corazón: ¡Ahora, sé santo y puro, porque cada día llevarás
al Santo de los Santos! A mi alma dije: ¡Ahora,
sé santo, porque de aquí en
adelante estarás íntima y personalmente unida a Cristo Jesús. Te alimentarás
del cuerpo, sangre, alma y divinidad de aquel ante quien los ángeles no se
hayan con suficiente pureza!
Mirando a mi
mesa donde mi pipa llena de tabaco y mi tabaquero yacían, dije: ¡Maleza impura
y perniciosa, nunca más me contaminarás! ¡Sería inferior a mi dignidad probarte
más! Luego, abriendo la ventana, los eché a la calle para nunca volverlos a
usar.
Al día
siguiente, yo iba a decir mi primera misa y hacer ese milagro incomparable que
la Iglesia de Roma llama TRANSUBSTANCIACIÓN. Mucho antes del amanecer estaba
vestido y de rodillas. ¡Este iba a ser el día más santo y glorioso de mi vida!
Exaltado el día anterior a gran dignidad, ahora por primera vez iba a hacer un
milagro en el altar que ni ángeles ni serafines podrían hacer.
No es cosa
fácil ejecutar todas las ceremonias de una misa. Hay más de cien diferentes
ceremonias y
posiciones del cuerpo que es necesario cumplir con suma perfección. Omitir
una de ellas
voluntariamente, por descuido negligente o por ignorancia, significa eterna condenación.
Pero gracias a una docena de ejercicios la semana anterior y a los amigos
amables que me ayudaron, ejecuté las ceremonias mucho más fácil de lo que
esperaba. Duraron como una hora... Pero cuando terminaron, yo estaba agotado
por el esfuerzo que hice para mantener mi mente y corazón al unísono con la
grandeza infinita de los misterios realizados por mí.
Para hacerse
creer que uno puede convertir un trozo de pan en Dios requiere un esfuerzo supremo
de la voluntad y la aniquilación total de la inteligencia. El estado del alma
al terminar el esfuerzo es más como la muerte que la vida.
Me persuadí
que en verdad había hecho la acción más santa y sublime de mi vida, cuando en realidad,
¡Había sido culpable del acto más ultrajante de idolatría! Mis ojos, mis manos
y labios, mi boca y lengua y todos mis sentidos e inteligencia me decían que lo
que había visto, tocado y comido no era más que una oblea. Pero las voces del
Papa y su Iglesia me decían que era el verdadero cuerpo, sangre, alma y
divinidad de Jesucristo. ¡Me persuadí que las voces de mis sentidos e
inteligencia eran las voces de Satanás y que la voz engañosa del Papa era la
voz del Dios de verdad! Todo sacerdote de Roma tiene que aceptar esa necedad y
perversidad extraña, cada día de su vida, para poder permanecer como sacerdote
de Roma.
Necesito
llevar al “buen dios” mañana a un enfermo, dice el sacerdote a su sirvienta,
pero no hay más partículas en el sagrario. Haz algunos bizcochos para que yo
pueda consagrarlos mañana.
La doméstica
obediente toma la harina de trigo, porque ninguna otra clase de harina sirve
para hacer el dios del Papa. Una mezcla de cualquier otra clase de harina haría
el milagro de la “Transubstanciación” un gran fracaso. La sirvienta, por
consiguiente, toma la masa y la coce entre dos planchas calientes. Cuando está
bien cocida, toma las tijeras y corta las obleas que miden cuatro o cinco
pulgadas. Las recorta hasta que quedan al tamaño de una pulgada y los entrega respetuosamente
al sacerdote.
A la mañana
siguiente, el sacerdote lleva las obleas recién hechas al altar y las convierte
en cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. Fue una de esas obleas que yo
llevé al altar en aquella hora solemne de mi primera misa y que convertí en mi
Salvador por medio de las cinco palabras mágicas: “¡HOC EST ENIM CORPUS MEUM!”
Ahora
pregunto: ¿Dónde está la diferencia entre la adoración del becerro-dios que
hizo Aarón y la oblea-dios que yo hice el 22 de septiembre de 1833? La única
diferencia es que la idolatría de Aarón duró sólo un día, mientras la idolatría
en que yo viví, duró un cuarto de siglo y ha sido perpetuado en la Iglesia de
Roma por más de mil años.
¿Qué ha
hecho la Iglesia de Roma al abandonar las palabras de Cristo: “Haced esto en
memoria de mí” y substituir su dogma de Transubstanciación? Ha llevado el mundo
otra vez al paganismo antiguo. El sacerdote de Roma adora a un Salvador llamado
Cristo; sí, pero ese Cristo no es el Cristo del Evangelio. Es un Cristo falso
sacado de contrabando del Pantheón de Roma y en sacrilegio lo llaman con el
nombre adorable de nuestro Señor Jesucristo.
Frecuentemente
me han preguntado: ¿Será posible que sinceramente te creiste tener el poder de
convertir a la oblea en Dios? ¿De verdad adorabas a esa oblea como tu Salvador?
Para mi vergüenza y para la vergüenza de la pobre humanidad, tengo que decir
que sí. Yo decía a la gente mientras se la presentaba: Este es el Cordero de Dios
que quita los pecados del mundo, adorémosle. Luego, postrándome de rodillas,
adoraba al dios hecho por mí mismo con la ayuda de mi sirvienta. Y toda la
gente se postraba para adorar al dios recién hecho.
Tengo que
confesar, además, que aunque yo era obligado a creer en la existencia de Cristo
en el cielo y era invitado por mi Iglesia a adorarlo como mi Salvador y mi
Dios, igual que todo Católico-romano, tenía más confianza, fe y amor hacia el
Cristo que yo había creado con unas cuantas palabras de mis labios, que hacia
el Cristo del cielo.
Mi Iglesia
me dijo que el Cristo del cielo estaba airado contra mí a causa de mis pecados;
que El constantemente se disponía a
castigarme según su terrible justicia; que El se armaba de relámpagos y truenos
para aplastarme y que si no fuera por su madre, quien intercedía por mí, día y
noche, yo sería echado en el infierno por mis pecados. No sólo tenía que creer
esta doctrina, sino tenía que predicarla a la gente. Además de esto, yo tenía
que creer que el Cristo del cielo era un monarca poderoso, un rey gloriosísimo,
rodeado de innumerables ejércitos de siervos, oficiales y amigos y que no le
convenía a un pobre rebelde presentarse ante su rey irritado para conseguir su perdón. Tendría que
dirigirse a alguno de sus cortesanos de mayor influencia o a su madre, a quien
nada le puede negar, para defender su causa.
Pero no
había tales terrores ni temores en mi corazón cuando me acercaba a mi Salvador
que yo mismo había creado. Un Salvador tan humilde e indefenso seguramente no
tenía ningún struendo en su mano para castigar a sus enemigos. No podía tener
ninguna mirada de enojo. El era mi amigo además de ser la obra de mis manos.
¿No le había yo bajado del cielo? y ¿No había venido amis manos para oírme,
bendecirme y perdonarme, para que él se acercara a mí y yo a él?
Ningunas
palabras pueden expresar la idea del placer que yo sentía al estar a solas ante
el
Cristo de la
misa matutina, derramando mi corazón ante sus pies. Para los que no han vivido
bajo esas
terribles ilusiones, es imposible entender la confianza con que hablaba con el
Cristo
delante de
mí, ligado por los lazos de su amor por mí. Cuántas veces en los días más fríos
del
invierno, en
iglesias que nunca habían visto fuego alguno, con una temperatura de quince
grados bajo
cero, pasaba horas enteras en adoración del Salvador a quien había hecho sólo
unas horas
antes.
Cuán a
menudo miraba con admiración silenciosa a la Persona Divina que estaba ahí
solitaria
pasando las largas horas, día y noche, reprendida y abandonada para que yo
tuviera
la
oportunidad de acercarme a ella y hablarle como un amigo a otro, como un
pecador
arrepentido
con su Salvador misericordioso. Mi fe o más bien mi ilusión era entonces tan
completa que
apenas sentía el frío cortante. Diré que en verdad las horas más felices que
pasé durante
los largos años en que la Iglesia de Roma me había inundado en las tinieblas,
eran las
horas que pasé adorando al Cristo que había hecho con mis propios labios. Y
todo
sacerdote de
Roma haría la misma declaración si fuera entrevistado sobre el tema.
Es un
principio similar de monstruosa fe que impulsa a las viudas de la India a
echarse con
gritos de
gozo al fuego que les quemará en cenizas junto con los cadáveres de sus maridos
difuntos.
Sus sacerdotes les han asegurado que semejante sacrificio les garantiza su
propia
felicidad
eterna y la de sus maridos difuntos.
De hecho,
los Católico-romanos no tienen otro Salvador a quien puedan acudir aparte de
aquel hecho
por la consagración de la oblea. El es el único Salvador que no está airado
contra
ellos y que
no requiere la mediación de vírgenes y santos para aplacar su ira. Por esta
razón se
llenan los
templos Católicos de los pobres y ciegos Católico-romanos. ¡Observen cómo
corren
al pie de
los altares a casi cualquier hora del día y a veces mucho antes del amanecer!
Aun en
una mañana
tempestuosa, verán a multitudes de adoradores caminando por el lodo para
pasar una
hora al pie de sus sagrarios. Toda alma anhela tener un Dios con quien pueda
y quien oirá
sus súplicas con un corazón de misericordia y secará sus lágrimas de
arrepentimiento.
Los hijos de
luz, los discípulos del Evangelio que protestan contra los errores de Roma,
saben
que su Padre Celestial está en todo
lugar y está dispuesto a oír, a perdonar y a
ayudarles.
Ellos encuentran a Jesús en sus recámaras más secretas cuando entran ahí para
orar. Lo
encuentran en el campo, atrás del mostrador y mientras viajan. Dondequiera se
encuentran
con él y le hablan como amigo a su amigo.
No es así
con los seguidores del Papa. A ellos les dicen contrario al Evangelio
(Mt.24:23)
que Cristo
está en la cámara secreta o sagrario. Cruelmente engañados por sus sacerdotes,
ellos
corren, aguantan las tempestades para acercarse lo más posible al lugar donde
vive su
Cristo
misericordioso. Ellos van a ese Cristo pensando que les dará una cordial
bienvenida,
que
escuchará sus oraciones humildes y será compasivo a sus lágrimas de
arrepentimiento.
Dejen de
admirar los protestantes a los pobres Católico-romanos engañados que hacen
frente a la
tempestad y van a la iglesia antes del amanecer. Esta devoción que tanto les
vislumbra,
debe provocar compasión y no admiración. Porque es el resultado lógico de la
más
terrible
oscuridad espiritual. Es la consecuencia natural de la creencia que el
sacerdote de
Roma
puede crear a Cristo y Dios por la
consagración de una oblea y
guardarlo en un
sagrario...
Los egipcios
adoraban a Dios en la forma de cocodrilos y becerros. Los griegos hicieron
dioses de
mármol o de oro. El persa hizo al sol su dios. Los hotentotes hicieron sus
dioses de
un hueso de
ballena; viajaban lejos en tempestades para adorarlos. ¡La Iglesia de Roma hace
su dios de
un trozo de pan! ¿No es esto idolatría?
Desde el año
de 1833 hasta el día en que Dios en su misericordia abrió mis ojos, mi
sirvienta
había usado más de treinta y seis mil kilos de harina de trigo para hacer
obleas que
yo
supuestamente convertía en el Cristo de la misa. Algunos de estos yo comí;
otros cargué
conmigo para
los enfermos y otros coloqué en el sagrario para la adoración de la gente.
Frecuentemente
me pregunto: ¿Cómo es posible que haya sido culpable de un acto tan
ultrajante
de idolatría? Mi única respuesta es la respuesta del ciego del Evangelio: “No
sé,
pero una
cosa si sé, que antes era yo ciego, mas ahora veo.” (Jn.9:25)
CAPÍTULO 18
En el mes de
enero de 1834, oí el siguiente informe del Rev. Sr. Paquette, cura de St.
Gervais, en
un banquete que había hecho para sus sacerdotes vecinos:
Cuando joven,
yo era el vicario de un cura que podía comer tanto como dos de nosotros y
tomar tanto
como cuatro. El era alto y fuerte y había dejado los moretones de sus puños
duros en la
nariz de más de uno de sus ovejas amadas; porque su enojo era realmente
terrible
después de tomar una botella de vino.
Un día,
después de una comida suntuosa, le mandaron llamar para llevar el “buen dios”
(Le
Bon Dieu) a
un hombre moribundo. Era pleno invierno y el frío era intenso y los aires
soplaban
fuertemente.
Había casi dos metros de nieve y los caminos eran casi intransitables. Era un
asunto serio viajar nueve millas en semejante día, pero no había remedio. El
mensajero era uno de los
ancianos principales y
el hombre moribundo
era uno de
los ciudadanos importantes del
lugar. El cura, después de refunfuñar, tomó un vaso grande de buena Jamaica con
su chofer como medida preventiva contra el frío. Fue a la iglesia, agarró al
“buen dios” (Le Bon Dieu) y subió al trineo envuelto lo mejor posible en su
grande sotana de piel de búfalo.
Aunque había
dos caballos, uno delante del otro, para jalar al trineo, la jornada era larga
y pesada y se empeoró por una circunstancia de mala suerte. A medio camino, se
encontraron con otro viajero viniendo en la dirección opuesta. El camino era
demasiado angosto para dejar a los dos trineos y caballos permanecer fácilmente
en tierra firme al rebasarse. Una vez
que los
caballos se inundan en uno o dos metros de nieve, entre más se esfuerzan para
salir, más profundo se inundan.
El chofer
quien llevaba el “buen dios” con el cura, naturalmente esperaba tener el
privilegio de mantenerse en medio del camino y escapar del peligro de herir a
uno de sus caballos o romper su trineo. Gritó al otro viajero con un alto tono
de autoridad: ¡Viajero! Déjeme el camino. Meta a sus caballos a la nieve.
Apresúrese, tengo prisa. ¡Llevo al “buen dios”!
Desgraciadamente
ese viajero era un hereje a quien le importaba más sus caballos que el “buen
dios”. El contestó: Que se lleve el diablo a su “buen dios”, pero no voy a
romper el cuello de mi caballo. Si su dios no le ha enseñado las reglas de la
ley y del sentido común, le voy a dar una lección gratuita sobre ese tema.
Saltando de su trineo, tomó las riendas del caballo delantero del cura para
ayudarle a caminar al lado del camino y mantener la mitad para sí mismo.
Pero el
chofer, quien por
naturaleza era muy
impaciente e intrépido,
había tomado demasiado con mi
cura antes de salir de la casa parroquial para permanecer calmado como debería
haber hecho. El también saltó de su trineo, corrió al extranjero, le agarró del
cuello con su mano izquierda y levantó la derecha para golpearle en la cara.
Desgraciadamente
para él, el hereje parecía haber previsto todo esto. El había dejado su abrigo
en su trineo y estaba mejor preparado para el conflicto que su agresor. El
también era un gigante en tamaño y fuerza. Rápido como un relámpago, sus puños
derecho e izquierdo cayeron como mazos de hierro en la cara del pobre chofer
quien cayó de espaldas a la nieve suave donde casi desapareció.
Hasta
entonces, el cura había sido un espectador silencioso; pero el espectáculo y
los gritos de su
amigo a quien
el extranjero aporreaba
sin misericordia le
hizo perder su paciencia. Quitando de su cuello la bolsa
de seda que contenía el “buen dios”, lo colocó en el asiento del trineo y dijo:
Querido “buen dios”, por favor,
permanece neutral; tengo que ayudar a mi chofer; no participes en este
conflicto y yo castigaré a este protestante infame como él merece.
Pero el
desgraciado chofer estaba completamente fuera de combate antes que el cura
pudiera acudir en su auxilio. Su cara estaba cortada horriblemente, tres
dientes quebrados, la mandíbula inferior desencajada y los ojos tan
terriblemente dañados que duró varios días antes que volviera a ver algo.
Cuando el
hereje vio al sacerdote venir a renovar la batalla, se quitó su otro capote
para estar más libre en sus movimientos. El cura no había sido tan sabio.
Demasiado confiado de su fuerza hercúlea, cubierto de su abrigo pesado se echó
encima del extranjero.
Los dos
combatientes eran verdaderos gigantes y los primeros golpes han de haber sido
terribles de los dos lados. Pero el “hereje infame” probablemente no había
tomado tanto como mi cura antes de salir de la casa, o tal vez era más experto
en el intercambio de esos golpes salvajes. La batalla era larga y la sangre
fluía libremente en ambos lados. Los gritos de los combatientes se hubieran
oído a larga distancia si no fuera por el rugir del aire que en ese instante
soplaba como un huracán.
La
tempestad, los gritos,
la sangre, el
sobrepelliz y ropa
rota enrojecida de
sangre coagulada formó un
espectáculo tan terrible
que se asustaron
los caballos del
cura y echándose a la nieve, dieron
la espalda a la tempestad y corrieron rumbo a casa. Arrastraron los fragmentos
del trineo volteado una grande distancia y llegaron a la puerta del establo con
sólo unas partes pequeñas de los arreos.
El “buen
dios” aparentemente oyó la oración de mi cura y permaneció neutral; en todo
caso no se puso de parte de su sacerdote, porque perdió y el infame Protestante
permaneció el amo de batalla. El cura tenía que sacar a su chofer de la nieve
donde había quedado enterrado como un buey degollado. Los dos tenían que
arrastrarse como media milla antes de llegar a la granja más cercana donde
llegaron después del anochecer.
Pero lo peor
no se ha dicho. Los caballos habían arrastrado el trineo cierta distancia, lo
voltearon y lo hicieron pedazos. La bolsita de
seda con la caja plateada y su
contenido precioso se perdió en la nieve y aunque cientos de personas la
buscaron no se halló. Y solamente hacia fines de junio, un niño, viendo algunos
trapos en el lodo junto al camino, los levantó y cayó la pequeña caja plateada.
Sospechando
que era lo que la gente buscaba durante tantos días el invierno pasado, la
llevó a
la casa parroquial.
Yo estaba presente
cuando la abrieron.
Habíamos esperado encontrar al
“buen dios” más
o menos intacto,
pero estábamos destinados
a ser desilusionados. ¡El “buen
dios” estaba completamente fundido! (¡Le Bon Dieu etait fondú!)
Durante la
recitación de esta historia picante, que fue narrada de la manera más divertida
y cómica, los sacerdotes habían bebido libremente y se reían a carcajadas. Pero
cuando llegó la conclusión: “¡Le Bon Dieu etait fondú!” Había un prorrumpir de
carcajadas como nunca había oído. Los sacerdotes golpeaban el suelo con sus
pies y la mesa con sus manos, llenando la casa con gritos de ¡Le Bon Dieu est
fondú! ¡Le Bon Dieu est fondú! (El “buen dios” está fundido). Sí, el dios de
Roma arrastrado por un sacerdote
borracho en verdad se había fundido en la zanja lodosa. Este hecho glorioso fue
proclamado por sus propios sacerdotes en medio de risa convulsiva y ante mesas
llenas de botellas de vino recién vaciadas por ellos.
A
mediados de marzo de
1839, pasé uno
de los días más
desgraciados de mi vida sacerdotal. Como a las dos de la tarde,
un pobre irlandés de más allá de las altas montañas vino apresuradamente para
que fuera a ungir a una mujer moribunda. Tardé diez minutos en correr a la
iglesia, meter al “buen dios” en la pequeña caja plateada, encerrarlo todo en
la bolsa de mi chaleco y subir al trineo rústico del irlandés.
Los caminos
eran sumamente malos y teníamos que ir muy despacio. A las siete p.m., faltaban
más de tres millas para llegar a la casa de la enferma. Ya oscurecía y el
caballo estaba tan agotado que no era posible seguir adelante por el bosque
tenebroso. Decidí pasar la noche en una choza de irlandeses pobres que vivían
cerca del camino. Toqué a la puerta y pedí hospedaje. Fui recibido con esa
demostración calurosa de respeto que todo irlandés Católico-romano sabe mostrar a sus
sacerdotes mejor que nadie.
La choza medía siete metros
de largo y
cinco de ancho.
Fue hecho de
troncos redondos entrelazados
con abundancia de barro para evitar la entrada del aire y del frío. Seis
gordos y saludables niños y niñas aunque medio desnudos y no muy bien lavados,
se presentaron alrededor de sus buenos padres como testigos vivos de que esta
choza, a pesar de su apariencia fea, era realmente un hogar feliz para sus
habitantes. Además de ocho seres humanos protegidos bajo ese techo
hospitalario, vi en un extremo de la choza una magnífica vaca con su becerro
recién nacido y dos puercos finos. Estos dos últimos huéspedes estaban
separados del resto de la familia sólo por una división, de como un metro de
alto, hecha de ramas.
Por favor,
Su Reverencia, dijo la buena mujer después de preparar la cena, disculpe nuestra pobreza,
pero tenga la seguridad que nos
sentimos felices y muy
honrados de hospedarle en nuestra
humilde morada esta noche. Mi única pena es que solamente papas, leche y
mantequilla tenemos para ofrecerle de cenar. En esta región apartada, el té, el
azúcar y la harina de trigo son lujos escasos.
Le agradecí
a la buena
mujer su hospitalidad,
asegurándole que las
buenas papas, mantequilla fresca
y leche eran
el mejor manjar
exquisito que me
podrían ofrecer en cualquier lugar. Me senté a la mesa y comí
una de las cenas más deliciosas de mi vida. Las papas estaban muy bien cocidas
y la mantequilla, crema y leche eran de la mejor calidad. También mi apetito
estaba bastante agudo
debido a la jornada larga por las montañas escarpadas.
No les había
dicho a esta buena gente ni a mi chofer que tenía en la bolsa de mi chaleco al
“Le Bon Dieu” (el “buen dios”) porque les hubiera inquietado demasiado,
añadiendo a mis otras dificultades. Cuando llegó la hora de dormir, me acosté
con toda mi ropa. Dormí bien, porque estaba muy cansado debido a los caminos
pesados y quebrantados desde Beauport hasta estas montañas distantes.
A la mañana
siguiente antes del desayuno y del alba, me levanté y tan pronto que vimos el
primer vislumbre para ver el
camino, salí en dirección de
la casa de la mujer enferma, después de
ofrecer una oración en silencio.
No había
viajado más de un cuarto de milla cuando metí mi mano en la bolsa de mi chaleco
y para
mi consternación indescriptible, descubrí
que me faltaba
la cajita plateada
que contenía al “buen dios”. Un sudor frío pasó por mi cuerpo. Le dije
al chofer que se parara y se regresara inmediatamente, porque perdí algo que
tal vez encontraría en la cama donde dormí. Dentro de cinco minutos volvimos;
al abrir la puerta encontré a la pobre mujer y su esposo casi enloquecidos.
Estaban pálidos y temblorosos como criminales esperando ser condenados.
¿No
encontraron una cajita plateada después que salí? pregunté.¡Ay, Dios mío!
respondió la mujer desolada, sí la encontré, pero quiera Dios que nunca la hubiera
visto; aquí está.
Pero, ¿Por
qué lamenta usted haberlo encontrado cuando yo estoy tan feliz de hallarla aquí
segura en sus manos? repliqué.
¡Ay! Su
Reverencia, usted no sabe qué desgracia tan terrible me sucedió hace menos de medio
minuto antes que usted llamara a la puerta, exclamó.
¿Qué
desgracia le habrá ocurrido en tan corto tiempo? le pregunté. Bueno, por favor,
Su Reverencia, abra la cajita y me comprenderá.
La abrí.
¡Pero el “buen dios” no estaba ahí! Mirándole a la cara de la mujer afligida,
le pregunté: ¿Qué significa esto? ¡Está vacía!
¡Significa
respondió, que soy la mujer más desgraciada! Ni cinco minutos después que usted
salió, fui a su cama y encontré esa cajita. No sabiendo qué era, la enseñé a
mis hijos y a mi esposo. Le pedí a mi esposo que la abriera, pero rehusó
hacerlo. Entonces la volteé por todos lados intentando adivinar qué contenía,
hasta que el diablo me tentó tanto que decidí abrirla. Vine a este rincón donde
está esta lámpara pálida y la abrí. Pero, ¡Ay, Dios mío! no me atrevo a decir
lo demás.
Al decir
estas palabras, cayó al suelo en un ataque de histeria, con gritos agudos y
echando espuma por la boca. Arrancaba cruelmente su cabello con sus propias
manos. Los gritos y lamentaciones de los niños eran tan angustiosos que apenas
pude evitar de llorar también.
Después de
varios momentos de la mayor agonía, viendo que se calmaba más la mujer, me dirigí
al esposo diciendo: Por favor, explíqueme estas cosas tan extrañas.
Al principio
apenas pudo hablar, pero como yo le presionaba, me dijo con voz temblorosa: Por
favor, Su Reverencia, mire ese
recipiente que usan los niños y tal vez comprenderá nuestra desolación.
Cuando mi esposa abrió la cajita, no se fijó que ahí estaba el recipiente directamente
abajo de sus manos. ¡Al abrirla, lo que había en la cajita plateada cayó en el recipiente
y se hundió! Todos nos llenamos de asombro cuando llamó usted a la puerta y entró.
Me sentí tan
sobrecogido de horror indecible al pensar que el cuerpo, sangre, alma y divinidad
de mi Salvador Jesucristo estaba ahí hundido en ese recipiente, que me quedé mudo
y por largo rato no sabía ni qué hacer. Primero vino a mi mente que debería
meter mi mano al recipiente e intentar rescatar a mi Salvador de ese sepulcro
de ignominia, pero no podía reunir suficiente valor para hacerlo.
Por fin,
pedí a la
pobre familia desolada
que cavara un
hoyo de un metro
y que lo enterraran con su contenido y salí de la
casa después que les prohibí jamás decir una sola
palabra de
esa terrible calamidad.
En uno de
los libros más sagrados de leyes y reglamentos de la Iglesia de Roma, (Misale Romanum)
leemos en la página 58: “Si el sacerdote vomita la eucaristía, si las especies aparecen
enteras, que sean tragadas reverentemente a menos que surja la enfermedad; para
entonces, que las especies consagradas sean separadas con cuidado y sean
guardadas en un lugar sagrado hasta que se corrompan y después echarlas a la
basura. Pero si las especies no aparecen, sea quemado el vómito y las cenizas
echadas a la basura”.
Cuando yo
era sacerdote de Roma estaba obligado con todo el católico-romano, a creer que
Cristo había puesto su propio cuerpo en su boca con sus propias manos y que él
se comió a sí mismo, no espiritualmente, sino de una manera material y
substancial. ¡Después de comer a sí mismo, se dio a cada uno de sus discípulos
quienes le comieron también! !En todas las edades oscuras del paganismo, el
mundo jamás ha visto a semejante sistema de idolatría tan degradante,
impía, ridícula y
diabólica en su
consecuencia como el
dogma de Transubstanciación que
enseña la Iglesia de Roma!
Cuando con
la luz del Evangelio en la mano, el Cristiano entra a esos escondrijos
horribles de superstición, necedad
e impiedad, casi
no puede creer
a sus ojos
y oídos. ¡Parece imposible que los hombres puedan
consentir en adorar a un dios que las ratas puedan comer! ¡Un dios que puede
ser arrastrado y perdido en una zanja lodosa por un sacerdote borracho! ¡Un
dios que puede ser comido, vomitado y comida otra vez por aquellos que tienen
suficiente valor para comer otra vez lo que hayan vomitado!
La religión
de Roma no es una religión, es una parodia, la caricatura despreciable y la destrucción de
religión. La Iglesia
de Roma, como
hecho público, no
es más que el
cumplimiento de esa profecía terrible: “Por cuanto no recibieron el amor de la
verdad para ser salvos, Dios les envía un poder engañoso para que crean la
mentira.” (2 Tes. 2:10-11)
CAPÍTULO 19
El 24 de
septiembre de 1833, el Rev. Sr. Casault, secretario del Obispo de Qüebec, me resentó
las cartas oficiales donde me nombraron el vicario del Rev. Sr. Perras, el
arcipreste y cura de St. Charles. Pronto me encaminé con corazón alegre para
tomar el cargo asignado a mí por mi superior.
La parroquia
de St. Charles está hermosamente situada como a veinte millas al suroeste de
Qüebec en las riberas de un río. Las granjas grandes y graneros pulcramente
blanqueados con cal eran símbolos de paz y consolación.
Muchas veces
yo había oído
que el Rev.
Sr. Perras era
uno de los
sacerdotes más instruidos,
piadosos y venerables de Canadá. Cuando llegué, él había salido a visitar a un enfermo,
pero su hermana me recibió con todos los signos de cortesía. A pesar de la
carga de sus 55 años, ella había preservado toda la frescura y amabilidad de la
juventud.
Después de
algunas palabras de bienvenida, me mostró mi estudio y recámara. Los dos cuartos
eran la perfección de orden y comodidad. Cerré las puertas y caí de rodillas
para dar gracias a Dios y a la Bendita Virgen por haberme dado semejante hogar.
Diez minutos más tarde, regresé a la sala grande donde hallé a la Srta. Perras
esperando para ofrecerme una copa de vino. Luego me dijo cuánto se alegraron
ella y su hermano cuando supieron que yo iba a venir a vivir con ellos. Ella
había conocido a mi madre antes de casarse y me contó cómo había pasado días
felices con ella.
Ella no pudo
haberme hablado de un tema más interesante que mi madre. Aunque había muerto
hacía varios años, ella nunca dejó de estar presente en mi mente y cercana y
querida a mi corazón.
Al rato,
llegó el cura
y me levanté
para saludarlo, pero
es imposible expresar adecuadamente lo que sentí en ese
momento. Para entonces, el Rev. Sr. Perras tenía como 65 años de edad. Era un
hombre alto y casi un gigante. Ningún rey jamás tuvo un porte de mayor dignidad.
Sus hermosos ojos azules eran la encarnación de bondad. Había en su rostro una
expresión de
paz, calma, piedad
y bondad que
conquistó completamente mi corazón
y respeto. Cuando, con una sonrisa en sus labios, extendió sus manos
hacia mí, caí de rodillas y dije: Señor Perras, Dios me envía a usted para que
usted sea mi primer maestro y padre. Usted guiará mis primeros pasos inexpertos
en el santo ministerio. Bendígame y ruegue que yo sea un buen sacerdote igual
que usted mismo.
Esa acción
mía, impremeditada y sincera, conmovió tanto al buen sacerdote anciano que apenas
podía hablar. Inclinándose hacia mí, me levantó y me abrazó. Con una voz
temblando de emoción dijo: Que Dios te bendiga mi querido señor y él también
sea bendito por haberte escogido para ayudarme a sobrellevar la carga del
ministerio en mi vejez.
Después de
una media hora de la conversación más interesante, me mostró su biblioteca que
era muy grande y compuesta de los mejores libros que a un sacerdote de Roma le
es permitido leer. Muy amablemente la puso a mi disposición.
Durante los
ocho meses en que era mi privilegio permanecer con el venerable Sr. Perras, la conversación
era sumamente interesante. Nunca oí de él ninguna plática frívola ni odiosa
como se
acostumbra haber entre los sacerdotes. Era bien versado en la literatura,
filosofía,
historia y teología
de Roma. Había
conocido personalmente a casi
todos los obispos
y
sacerdotes de
los últimos cincuenta
años y su
memoria estaba bien
almacenado de
anécdotas y
hechos concerniente al clero casi desde los días de la conquista de Canadá.
Un par de
meses antes de mi llegada a St. Charles, el vicario que me precedió, llamado
Lajus, se
fugó públicamente con una de sus penitentes hermosas. Después de tres meses de
escándalo público,
ella, arrepentida, volvió
a sus padres
que estaban destrozados
de
corazón.
Casi al mismo tiempo, un cura vecino en el cual yo tenía mucha confianza,
también
se
comprometió con una de sus bellas feligresas de una manera vergonzosa aunque
menos
publicada.
Estos dos escándalos me angustiaban en extremo y por casi una semana me sentí
tan inundado
de vergüenza que tenía pavor de mostrar mi cara en público y casi me arrepentí
de haber
llegado a ser sacerdote. Mis noches eran desveladas; apenas podía comer. Mis
pláticas con
el Sr. Perras perdían su encanto.
¿Estás
enfermo mi joven amigo? me preguntó un día.
No señor, no
estoy enfermo, contesté, pero sí estoy triste.
El replicó:
¿Puedo saber la causa de tu tristeza? Solías estar alegre y feliz desde que llegaste. Por favor,
dime, ¿Qué te pasa?
Yo soy un
hombre anciano y
conozco muchos remedios tanto para el alma como para el cuerpo.
Los dos
últimos escándalos terribles de los sacerdotes, le respondí, son la causa de mi
tristeza. Las noticias han caído sobre mí como una bomba. Aunque había oído
algo de esa naturaleza cuando era un sencillo eclesiástico en el colegio, la
debilidad humana de tantos sacerdotes es verdaderamente angustiosa. ¿Cómo puede
uno esperar estar firme sobre sus pies cuando ve a semejantes hombres tan
fuertes caer a su lado? ¿Qué será de nuestra santa Iglesia en Canadá y en todo
el mundo si sus sacerdotes más devotos son tan débiles y tienen
tan poquito
auto-respeto y tan poquito temor de Dios?
Mi querido
joven amigo, respondió el Sr. Perras, nuestra santa Iglesia es infalible. Las puertas
del infierno no pueden prevalecer contra ella. Pero la seguridad de su
perpetuidad e infalibilidad no depende de ningún fundamento humano; No depende
de la santidad personal de sus sacerdotes. La prueba más clara de que nuestra santa
Iglesia tiene promesa de perpetuidad e infalibilidad, se saca de los
mismos pecados y escándalos de sus sacerdotes. Porque esos pecados y escándalos
lahubieran destruido desde hace mucho tiempo si Cristo
no estuviera
en medio de ella para salvarla y sostenerla.
Así como el
arca de Noé fue salvada milagrosamente por la mano poderosa de Dios cuando de
otra manera las aguas del diluvio la hubieran naufragado, también nuestra santa
Iglesia se evita perecer en las inundaciones de iniquidad por las cuales
demasiados sacerdotes han inundado
al mundo. Por
tanto, en medio
de todos estos
escándalos, mantén firmes
e inconmovibles tu fe y confianza en nuestra santa Iglesia y tu respeto
por ella, así como el soldado valiente hace un esfuerzo super-humano para
salvar la bandera cuando ve a los que la llevan caer degollados en el campo de
batalla. ¡Ay! Y tú verás a muchos portadores de la bandera perecer antes que
alcances a mi edad.
Yo estoy por
terminar mi carrera y gracias a Dios mi fe en nuestra santa Iglesia está más fuerte
que nunca; aunque he visto y oído muchas cosas que en comparación con ellas,
los hechos que ahora te afligen son meras pequeñeces.
Para
prepararte mejor para el conflicto, pienso que es mi deber decirte un hecho que
me informó el fallecido Sr. Obispo Plessis. Nunca lo he revelado a nadie, pero
mi interés en ti es tan grande que te lo contaré. Mi confianza en tu sabiduría
es tan absoluto que estoy seguro no abusarás de ella. Nunca debemos permitir a
la gente saberlo, porque no sólo disminuiría, sino destruiría su respeto y
confianza en nosotros sin los cuales sería casi imposible guiarlos.
Ya te conté
que el fallecido venerable Obispo Plessis era mi amigo personal. Cada verano cuando
terminaba los tres meses de visitación episcopal de su diócesis, él venía y
pasaba ocho o diez días de reposo absoluto y disfrutaba de la vida solitaria y
privada conmigo en esta casa parroquial. Los dos cuarto que tú ocupas eran de
él y muchas veces él me dijo que los días más felices de su vida episcopal eran
los que pasaba en esta soledad.
Un verano,
él llegó más cansado que nunca y casi me asustó el aire de angustia que cubría su
rostro. Yo supuse que esto se debía a su fatiga extrema y esperaba que a la
mañana siguiente volvería a ser el mismo hombre amable e interesante. Yo
también estaba muy agotado y dormí profundamente hasta
las tres de la mañana.
Luego, de repente
me despertaron los sollozos, lamentaciones medio suprimidas y oraciones
que salían del cuarto del obispo. Sin perder un solo momento, fui y toqué a la
puerta preguntando de la causa de estos sollozos. Aparentemente el pobre obispo
no sospechaba que yo le podía oír.
¿Sollozos,
sollozos? respondió, ¿Qué quiere decir con eso? Por favor, regrese a su cuarto
a dormir. No se moleste por mí. Estoy bien. y él absolutamente rehusó abrir la
puerta de su cuarto. Las horas restantes de la noche, las pasé desvelado. Los
sollozos del obispo eran más suprimidos, pero no podía evitar que yo los escuchara.
A la mañana
siguiente, sus ojos estaban rojos y en su rostro se veía que había sufrido intensamente.
Después del desayuno le dije: Mi señor, la noche pasada ha sido una noche de desolación
para Su Señoría. Por amor de Dios y en el nombre de los lazos sagrados de amistad,
por favor, dígame la causa de su dolor; disminuirá al momento que lo comparta
con su amigo.
El obispo me
contestó: Tiene usted razón cuando piensa que estoy bajo una carga de gran desolación,
pero su causa es de tal naturaleza que no puedo revelarlo ni a usted, mi
querido
amigo.
Durante el
día, en vano hice todo lo posible para convencer al Monseñor Plessis a revelar
la causa de su dolor. Esa noche, Su Señoría se metió a su recámara más temprano
de lo normal.
Era
imposible para mí dormir esa noche, porque su desolación parecía ser tan grande
que temí encontrar a mi querido amigo muerto en su cama la mañana siguiente. Yo
le observé desde el cuarto adjunto desde las diez de la noche hasta la mañana
siguiente y vi que su dolor era todavía más intenso.
Formé una
firme resolución, la cual efectué al momento que él salió de su cuarto por la mañana.
Mi señor, le dije, yo pensé, hasta anoche, que usted me honraba con su amistad,
pero hoy veo que estaba equivocado. Usted no me considera su amigo, porque si
yo fuera un amigo digno de su confianza, descargaría su corazón al mío. ¡De qué
sirve una amistad si no es para ayudarnos a sobrellevar las cargas de la vida!
Yo me sentía honrado por su presencia en mi casa mientras me consideraba su
propio amigo. Pero me parece muy probable que la carga que quiere llevar usted
solo, le matará y eso muy pronto. No me gusta nada la idea de encontrarle
súbitamente muerto en mi casa parroquial y tener al juez de primera instancia pidiendo
informes dolorosos. Por tanto, mi señor, no se ofenderá si le pido
respetuosamente a Su Señoría que busque otro alojamiento lo más pronto posible.
Mis palabras
cayeron sobre el obispo como una bomba. Con un profundo suspiro me miró en la
cara con lágrimas rodando de sus ojos y dijo: Tiene usted razón, Sr. Perras,
nunca debería ocultar mi dolor de un amigo, como usted siempre ha sido. Pero
usted es el único a quien puedo revelarlo.
Sin duda su
corazón sacerdotal y
Cristiano no será
menos quebrantado que el mío, pero usted me ayudará a sobrellevarlo con
sus oraciones y consejos sabios. Sin embargo, antes de iniciarlo en un misterio
tan terrible, vamos a orar. Luego, nos arrodillamos y rezamos juntos un rosario
para invocar el poder de la Virgen María; después, recitamos un Salmo.
Entonces el
obispo dijo: Usted sabe que acabo de terminar la visita de mi diócesis inmenso de
Qüebec. No le hablaré de la gente; ellos generalmente son verdaderamente religiosos
y fieles a la Iglesia. Pero los sacerdotes, ¡Ay, Dios mío! ¿Te diré lo que son?
Mi querido Sr. Perras, casi moriría de gozo si Dios me dijera que estoy
equivocado. Pero, ¡Ay! No estoy equivocado. La triste y terrible verdad es
ésta: ¡Los sacerdotes, con la excepción de usted y otros tres, todos son
infieles y ateos! ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Qué será de la Iglesia en manos de
hombres tan malvados! Y cubriendo su rostro con sus manos, el obispo estalló en
llanto y por una hora no podía decir una sola palabra y yo mismo me quedé mudo.
Al principio,
lamenté haber presionado
al obispo a
revelar semejante “misterio de iniquidad” inesperado. Pero después de una
hora de silencio, casi incapaces de mirarnos la cara, le dije: Mi señor, lo que
usted me acaba de decir ciertamente es la cosa más triste que jamás he oído,
pero permíteme decirle que su dolor está fuera de límites.
Le llevé a
la biblioteca y abrí las páginas de la historia de la Iglesia y le mostré los
nombres de más de cincuenta Papas que habían sido ateos e infieles. Leí las
vidas de Borgia, Alejandro VI y otra docena más que segura y justamente serían
ahorcados hoy por el verdugo de Qüebec si ellos cometieran en esta ciudad la
mitad de los crímenes públicos de adulterio, homicidio y perversiones de toda
clase que ellos cometieron en Roma, Avignón, Nápoles, etc.
Claramente
le comprobé que sus sacerdotes, aunque infieles y ateos, eran ángeles de piedad,
modestia, pureza y religión en comparación con un Borjia que vivió públicamente
como hombre casado con su propia hija y tuvo un hijo por ella. El acordó
conmigo que varios de los Papas: Los Alejandro, los Juan, los Pío y los Leo se
hundieron mucho más profundo en el abismo de iniquidad que sus sacerdotes. Mi
conclusión fue que si nuestra santa Iglesia pudo sobrevivir la influencia
mortal de tales escándalos durante tantos siglos en Europa, no sería destruida
en Canadá aun por la legión de ateos que la sirven hoy. El obispo reconoció la lógica
de mi conclusión y me dio las gracias por impedir que se desesperara del futuro
de nuestra santa Iglesia en Canadá. Los demás días que pasó conmigo, estaba
casi tan alegre y amable como antes.
Ahora, mi
querido joven amigo, añadió el Sr. Perras, espero que tú seas tan razonable y lógico
en tu religión como el Obispo Plessis, quien probablemente fue el hombre más
grande que ha tenido Canadá. Cuando Satanás intenta conmover tu fe por los
escándalos que ves, acuérdate de aquel Papa, quien para vengarse de su
predecesor, le mandó exhumar; trajo su cadáver delante de los jueces; le acusó
de los crímenes más horribles que él comprobó por muchos testigos oculares y
sentenció al Papa muerto a ser decapitado, arrastrado con sogas por las calles
lodosas de Roma y echado en el río Tiber. Sí, cuando tu mente está oprimida por
los crímenes secretos de los sacerdotes que llegues a saber, sea por el
confesionario o por rumor público, acuérdate que más de doce Papas fueron
elevados a esa alta y santa dignidad por las prostitutas ricas de influencia de
Roma con las cuales ellos vivían públicamente de la manera más escandalosa.
Acuérdate del joven Juan XI, hijo del
Papa Sergio, quien fue consagrado Papa, cuando tenía sólo doce años, por la
influencia de su madre prostituta Marosia. El fue tan horriblemente disoluto
que fue destituido por el pueblo y el clero de Roma.
Bien, si
nuestra santa Iglesia pudo pasar por semejantes tempestades sin perecer, ¿No es
una evidencia viviente de que Cristo es su piloto; que ella es imperecedera e
infalible, porque San Pedro es su fundamento?
CAPÍTULO 20
Generalmente,
los sacerdotes vivían en unidad cordial y fraternal y solían, cada uno por turno,
dar un gran banquete cada jueves. Varios días antes se hacían preparativos para
colectar todo lo que podía agradar al gusto de los invitados. Se compraban los
mejores vinos, se buscaban los pavos, pollos, corderos o lechones más gordos.
Se hacían en casa o se traían de la ciudad los pasteles más deliciosos a toda
costa y se pedían los postres y frutas más raras y costosas.
Había una
extraña competencia entre aquellos curas para ver quien superaba al otro. Se empleaban
varias ayudantes extras, unos días antes, para ayudar a las sirvientas
ordinarias en preparar el “GRAN BANQUETE”.
El segundo
jueves de mayo de 1834, le tocó al Sr. Perras. A las doce del día, éramos
quince sacerdotes alrededor de la mesa.
Aquí,
reconoceré los hábitos perfectos de moral y sobriedad del Sr. Perras. El, sí
tomaba su copita social de vino, pero nunca le vi tomar más de dos copas en una
misma comida. Quisiera poder decir lo mismo de todos los que estaban en su mesa
ese día.
Nunca he
visto, ni antes ni después, una mesa cubierta con tantas viandas apetitosas y exquisitas.
El buen cura había superado a sí mismo. Una de las características más notables
de estos banquetes era la ligereza y la falta absoluta de seriedad y gravedad.
¡Ni una sola palabra dicha en mi presencia ahí, indicaría que estos hombres
tuvieran otro interés en el mundo aparte de comer, beber, contar y oír cuentos,
reírse y llevar una vida alegre!
Al principio
me agradó todo lo que oí, vi y gusté. Me reí de buena gana con los demás invitados
de sus historias picantes de sus bellas penitentes o de las caricaturas
chistosas que pintaban los unos de los otros; sin embargo, en ratos me sentí
inquieto y molesto. Una y otra vez las lecciones de la vida sacerdotal
recibidas de los labios de mi querido y venerable Sr. Leprohon llamaban
fuertemente a la puerta de mi conciencia. Algunas palabras de las Santas Escrituras
también hacían un ruido extraño en mi alma y mi propio sentido común me decía que
esto no era la manera de vivir que Cristo enseñó a sus discípulos.
Hice un gran
esfuerzo para sofocar esas voces molestas. A veces tuve éxito y me volvía alegre,
pero un momento después fui agobiado nuevamente por ellas y sentí escalofríos como si
hubiera percibido en las paredes
del salón festivo
el dedo de
mi Dios airado escribiendo: “MENE MENE TEKEL UPHARSIN”. Entonces, toda mi
alegría desapareció y a pesar de todos mis esfuerzos de parecer feliz, el Rev.
Sr. Paquette, cura de St. Gervais, lo observó en mi rostro. Ese sacerdote era
probablemente el que más disfrutaba de toda esa fiesta. Bajo el manto nevado de
65 años había guardado el afecto y jovialidad de la juventud.
Era amado
por todos y particularmente por los sacerdotes jóvenes quienes eran los objetos
de su constante atención. Siempre había sido sumamente bondadoso conmigo y me
atrevo a decir que mis horas más agradables eran las que pasé en su casa
parroquial.
Mirándome en
el preciso momento en que todo mi intelecto estaba bajo la nube más oscura, me
dijo: Mi querido Padrecito Chíniquy, ¿Estás cayendo en las manos de la
melancolía mientras todos estamos tan felices? ¡Estabas alegre hace media hora!
¿Estás enfermo? ¡Te ves tan serio y ansioso como Jonás en el vientre de la
ballena! ¿Te han dejado algunas de tus bellas penitentes para ir a confesarse
con otro?
Ante estas
preguntas chistosas, el comedor se conmovió de risa convulsiva. Yo quería haber
participado, pero no había remedio. Un
momento antes, vi que se sonrojaron las sirvientas. Se escandalizaron por unas
palabras indecentes proferidas por un sacerdote joven acerca de una de sus penitentes, palabras que seguramente nunca hubiera dicho si no hubiera ingerido demasiado vino.
Le respondí: Estoy muy agradecido por su
bondadoso interés y me siento muy honrado de estar aquí en medio de ustedes.
Pero así como al día más claro no le faltan nubes, así es con nosotros a veces.
Soy joven e inexperto y no he aprendido ver algunas cosas correctamente
todavía. Cuando tenga más años espero ser más sabio y no ponerme en ridículo
como hago hoy.
¡Tah, tah,
tah! dijo el
anciano Sr. Paquette,
ésta no es
la hora de
nubes oscuras y melancolía. Alégrate como conviene tu edad.
Habrá suficientes horas durante el resto de tu vida para la tristeza y los
pensamientos sobrios. Y apelando a todos, preguntó: ¿No es cierto caballeros?
¡Si, sí!
respondieron unánimes todos los invitados.
Ahora, dijo
el sacerdote anciano, tú oíste el veredicto del jurado. Está a favor mío y en contra
tuya. Díme la causa de tu tristeza y me comprometo a consolarte y hacerte feliz
como estabas al comienzo del banquete.
Yo
preferiría que ustedes siguieran disfrutando de esta hora agradable sin fijarse
en mí, respondí, por favor, discúlpenme si no les molesto con las causas de mi
necedad personal.
Bien, bien,
dijo el Sr. Paquette, ya lo veo. La causa de tu problema es que todavía no
hemos brindado una sola copa de jerez. Llena tu copa de este vino y seguramente
ahogarás a la melancolía que veo al fondo. Con gusto, dije, me siento honrado
al brindar con usted. Y eché algunas gotas de vino a mi copa.
¡Ay, ay!
¿Veo lo que estás haciendo? ¡Sólo unas gotas en tu copa! Eso ni mojaría la pata
hendida de la melancolía que te atormenta. Se requiere una copa llena y
rebosando para ahogarla y acabar con ella. Llena tu copa de este vino precioso,
el mejor que jamás he probado.
Pero no
puedo tomar más que estas gotitas.
¿Por qué no?
replicó.
Porque ocho
días antes de su muerte me escribió mi madre pidiéndome prometerla que nunca
tomaría más que dos copas de vino en la misma comida. ¡Le hice esa promesa en
mi contestación y el mismo día que recibió mi promesa, partió de este mundo
para transmitirla escrita en su corazón al cielo a los pies de su Dios!
Guarda esa
promesa sagrada, respondió el cura anciano, pero díme, ¿Por qué estás tan triste
cuando nosotros estamos tan alegres?¡Sí, sí! dijeron todos los sacerdotes, tú
sabes que simpatizamos contigo, por favor, dínos la causa de esta tristeza.
Entonces
contesté: Sería mejor para mí, guardar mi propio secreto que yo sé que me pondrá
en ridículo aquí, pero como ustedes
están unánimes en su petición, se los diré: Ustedes bien
saben que he
sido impedido hasta
ahora asistir a
algunos de sus
gran banquetes. Dos veces tuve que ir a Qüebec, a veces he estado
enfermo, varias veces fui llamado para visitar a una persona moribunda y otras
veces, por el clima, los caminos eran intransitables. Este, entonces, es el
primer gran banquete al cual tengo el honor de asistir con todos ustedes.
Pero antes
de proseguir, debo decirles que durante los ocho meses en que he tenido el privilegio
de sentarme a la mesa del Rev. Sr. Perras, nunca he visto en esta casa
parroquial cosas semejantes a
los que acaban
de suceder. Sobriedad,
moderación y verdadera templanza evangélica en bebida y
comida han sido la regla invariable. Nunca se ha dicho ninguna palabra que
haría sonrojar a las sirvientas ni a los ángeles de Dios. ¡Quiera Dios que no
estuviera aquí hoy! porque francamente estoy escandalizado por la mesa epicuriana
delante de nosotros y el número increíble de botellas de los vinos más caros
vaciados en esta comida.
Sin embargo,
espero que esté equivocado en mi evaluación de lo que he visto y oído. Soy el más
joven de todos ustedes.
No me corresponde enseñar
a ustedes, sino
es mi deber aprender de ustedes.
¡Ay, ay! Mi
querido Chíniquy, respondió el cura anciano, has agarrado al bastón por la punta
equivocada. ¿No somos todos hijos de Dios?
Sí, señor, respondí,
somos hijos de Dios.
Ahora, ¿No
da un padre amoroso lo que él considere la mejor parte de sus bienes a sus amados
hijos?
Sí, señor,
repliqué.
¿No se
agrada ese padre amoroso cuando ve a sus amados hijos comer y beber las cosas buenas
que les ha preparado?
Sí, señor,
fue mi respuesta.
Entonces,
respondió el sacerdote lógico, entre más nosotros los amados hijos de Dios comamos estas
viandas exquisitas y bebamos
estos vinos deliciosos que
nuestro Padre Celestial pone en nuestras
manos, más se agrada de nosotros. Entre más nosotros, los más amados de Dios,
nos alegramos y nos gozamos, más él mismo se agrada y se regocija en su reino
celestial. Pues, si Dios, nuestro Padre, se agrada tanto de nosotros, ¿Por qué
tú estás tan triste?
Esta obra
maestra de argumentación fue recibida por todos (excepto el Sr. Perras) con aplausos
de aprobación y gritos de “¡Bravo, bravo!”
Yo era
demasiado cobarde para decir lo que sentía. Intenté ocultar mi tristeza
creciente con sonrisas forzadas en mis labios. Para entonces, era la una y
cuarto p.m. A las dos, todo el grupo fue a la iglesia donde, después de adorar
a su dios oblea por quince minutos, cayeron de rodillas a los pies los unos de
los otros a confesar sus pecados y conseguir perdón por la absolución de sus
confesores.
Para las
tres p.m. todos se habían ido y me quedé solo con mi venerable cura anciano Perras.
Después de algunos minutos de silencio, le dije: Mi querido Sr. Perras, no
tengo palabras para expresar mi pesar por lo que dije en su mesa. Le pido
perdón por cada palabra de esa desgraciada conversación a la cual fui
arrastrado a pesar de mí mismo. Cuando pedí al Sr. Paquette que me dijera en
qué me había equivocado, no tenía la menor idea que oiríamos a uno de los
veteranos en el sacerdocio asociar el
nombre de Dios con impiedades tan deplorables.
El Sr.
Perras me respondió, Lejos de desagradarme lo que oí de ti en esta comida, te
diré que has ganado más de mi estimación por ello. Yo mismo me avergüenzo de
estos banquetes.
Nosotros los
sacerdotes somos víctimas igual como el resto del mundo de modas, vanidades, orgullo
y lascivia de aquel mundo contra el cual somos enviados a predicar. Los gastos
que hacemos en estos banquetes ciertamente son un crimen frente a la miseria de
la gente que nos rodea. Este será el último banquete que daré con tanta
extravagancia tonta. Las palabras valientes que dijiste me han hecho bien. Les
harán bien a ellos también; no estaban tan intoxicados para no recordar lo que
has dicho.
Luego
apretando mi mano en la suya me dijo: Te doy gracias, mi buen Padrecito
Chíniquy, por el corto pero excelente sermón. No será perdido. Me sacaste las
lágrimas cuando nos mostraste a tu madre piadosa yendo a los pies de Dios en el
cielo, con tu promesa sagrada escrita en su corazón ¡Oh, has de haber tenido
una buena madre! Yo la conocí cuando ella era muy joven. En ese entonces, ya
era una señorita conocida por su sabiduría y la dignidad de sus modales.
Entonces me
dejó solo en la sala y salió a visitar a un enfermo en una de las casa vecinas.
Al encontrarme solo,
caí de rodillas
para orar y
llorar. Mi alma
se llenó de
emociones inexpresables que no pude contener. Lloré por mis propios
pecados, porque no me hallé en mejor condición que los demás, aunque no había
comido ni bebido en exceso como varios de ellos. Lloré por mis amigos que había
visto tan débiles; después de todo, eran mis amigos. Yo les amé y sabía que
ellos me amaban. Lloré por mi Iglesia servida por pobres sacerdotes tan pecadores.
¡Si! Lloré ahí de rodillas hasta quedarme satisfecho y me hizo bien. Pero mi
Dios tenía guardada otra prueba para su pobre siervo infiel.
Después de
mi oración, no había estado ni diez minutos en mi estudio cuando oí gritos extraños
y un ruido como de un homicidio en acción. Evidentemente forzando una puerta en
el piso superior, alguien bajaba por las
escaleras. Los gritos de “¡Homicidio,
homicidio!” llegaron a mis oídos. “¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Dónde está el Sr.
Perras?” llenaron el aire.Corrí rápidamente a la sala para ver qué ocurría.
¡Ahí me encontré cara a cara con una mujer totalmente desnuda con su largo
cabello ondeando por sus hombros, su cara tan pálida como la muerte y sus ojos
clavados en sus cuencos! Extendió sus manos hacia mí con un chillido horrible y
antes que pudiera moverme un solo paso, agarró mis dos brazos con las manos.
Mis huesos crujían por su apretón y sus uñas rompían mi piel. Intenté escapar,
pero era imposible. Pedí auxilio, pero el espectro viviente gritó que temer,
cállate, soy enviada por el Dios Todopoderoso y la bendita Virgen María para
darte
un mensaje.
Los sacerdotes que he conocido, sin excepción, son una banda de víboras; destruyen a sus
penitentes femeninas a través de la confesión
auricular. ¡Ellos me han destruido y mataron a mi niña! ¡No sigas su
ejemplo!
Luego empezó
a cantar con una voz hermosa una melodía conmovedora, un cierto poema que ella
había compuesto el cual conseguí después secretamente de una de sus sirvientas,
la traducción del cual es la siguiente:
“¡Los
sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!
¡Han
condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!
¡Ay, mi
niña, querida niña! Desde tu sitio en el cielo,
¿Ves las
lágrimas de tu madre culpable?
¿Nunca me
consolará tu rostro sonriente?”
Mientras
cantaba estas palabras, lágrimas grandes corrían por sus pálidas mejillas y su triste
voz pudiera derretir un corazón de
piedra. ¡Fui petrificado en la presencia de ese fantasma viviente!
No me atreví a tocarla
de manera alguna con mis manos. Me sentí horrorizado y paralizado mirando ese
espectro pálido, cadavérico y desnudo. Cuando la pobre sirvienta intentó en
vano arrastrarla para quitarla de mí, le asustó con el grito: ¡Si me tocas, te
estrangularé en un instante!
¿Dónde está
el señor Perras? ¿Dónde está la señorita Perras? ¿Dónde están las demás sirvientas?
grité a la sirvienta que estaba temblando y fuera de sí.
La señorita
Perras fue corriendo a la iglesia por el cura, respondió, y no sé adonde fue la
otra muchacha.
En ese
instante, entró el Sr. Perras. Corrió de prisa hacia su hermana y dijo: ¿No te
da vergüenza presentarte desnuda ante semejante caballero? y con sus brazos
fuertes intentó forzarla a soltarme.
Volteando su
cara hacia él y con ojos de una tigre grito: ¡Miserable hermano! ¿Qué has hecho
con mi niña? ¡Veo su sangre en tus manos!
Mientras
luchaba con su hermano, hice un gran esfuerzo
repentino de escapar de su apretón y esta vez tuve éxito; pero viendo
que quería echarse encima de mí nuevamente, salté por una ventana abierta.
Rápido como un rayo, ella se zafó de las manos de su hermano y también saltó
por la ventana persiguiéndome. De pronto, me caí de cabeza con mis pies enredados
en mi larga y negra sotana sacerdotal.
Providencialmente, dos
hombres fuertes atraídos
por mis gritos
acudieron para rescatarme. A ella
la envolvieron en una cobija y la llevaron a su aposento donde quedó encerrada
con seguro, bajo la vigilancia de dos sirvientas fuertes.
La historia
de esa mujer es verdaderamente triste. Viviendo en la casa de su hermano sacerdote,
cuando era joven y muy hermosa, le sedujo su padre confesor y llegó a ser madre
de una niña a la cual amó con corazón de una verdadera madre. Ella estaba
determinada a quedarse con ella y criarla.
Pero esto no
correspondía a las opiniones del cura. Una noche mientras dormía la madre, le
quitaron la niña. El despertar de esa mujer era terrible. Cuando comprendió que
nunca volvería a ver a su hija, llenó la casa parroquial con sus gritos y
lamentaciones. Al principio, rehusó comer para que muriera, pero pronto se
volvió maniática.
El Sr.
Perras, demasiado apegado a su hermana para mandarla a un manicomio, resolvió cuidarla
en su propia casa parroquial que era muy grande. Una habitación en su piso
superior fue arreglada de tal forma que sus gritos no se oyeran y donde tendría
todas las comodidades posibles en sus tristes circunstancias. Dos sirvientas
fueron contratadas para cuidarla. Todo esto fue tan bien planeado que yo tenía
ocho meses viviendo en esa casa parroquial sin siquiera sospechar que hubiera
un ser tan desgraciado bajo el mismo techo.
Parece que
ocasionalmente, durante muchos días, su mente estaba perfectamente lúcida. Luego
pasaba su tiempo orando y cantando el poema que ella misma compuso y que cantó cuando
me tenía agarrado. En sus mejores momentos, había abrigado un odio invencible contra los
sacerdotes que había
conocido. Oyendo a
sus sirvientas hablar
de mí
frecuentemente,
varias veces expresó el deseo de verme, el cual, por supuesto, le negaron. Antes
de haber forzado la puerta, escapando de las manos de su guardia, había pasado
varios días diciendo que había recibido de Dios un mensaje para mí que me
entregaría aunque tuviera que pasar por encima de los cadáveres de todos en la
casa.
¡Qué víctima
tan desgraciada de la confesión
auricular! ¿Cuántos más
cantarían las palabras tristes de
su canto:
“¡Los
sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!
¡Han
condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!”?