Salvación por Obras, Una Doctrina Criminal
NO. 1534
UN SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DE
DOMINGO 18 DE ABRIL, 1880.
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO,
NEWINGTON, LONDRES.
“No desecho la gracia de Dios;
pues si por la ley fuese la justicia,
entonces por demás murió
Cristo.”
Gálatas 2:21.
La
idea que la salvación es obtenida por el mérito de nuestras propias obras es
sumamente insinuante. No importa cuántas veces sea refutada, se impone una y otra
vez; y tan pronto como logra tener el pie adentro, de inmediato alcanza
grandísimos avances. De aquí que Pablo tuviera la determinación de no darle
ningún cuartel, y se oponía a cualquier cosa que tuviera alguna semejanza con
ella. Estaba decidido a no permitir que el lado delgado de la cuña se introdujera
en la iglesia, pues sabía muy bien que manos gustosas pronto la estarían
invitando a casa. Por ejemplo, cuando Pedro estuvo del lado del partido de los
judaizantes, y apoyaba a los que exigían que los gentiles fueran circuncidados,
nuestro valeroso apóstol le resistió cara a cara. Él luchó siempre por la
salvación por gracia por medio de la fe, y peleó tenazmente contra toda idea de
justicia por la obediencia a los preceptos de la ley ceremonial o de la ley moral.
Nadie pudo ser más explícito que Pablo sobre la doctrina de que no somos en
ningún grado justificados o salvados por las obras, sino únicamente por la
gracia de Dios. Su trompeta no emitió ningún sonido incierto. Emitió la clara
nota: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues
es don de Dios.” La gracia, para él, quería decir gracia, y no podía soportar
ninguna manipulación del tema, ni que se malinterpretara su significado.
Es
tan fascinante la doctrina de la justicia legal, que la única manera de
enfrentarse a ella es a la manera de Pablo: extirpándola. Declarar guerra a
muerte contra ella. No ceder ante ella nunca, sino recordar la firmeza del
apóstol, y cuán resueltamente mantuvo su posición: “A los cuales,” dice él, “ni
por un momento accedimos.” El error de la salvación por obras es sumamente plausible. Ustedes oirán que constantemente se declara como una verdad
evidente en sí misma, y es vindicada debido a su supuesta utilidad práctica,
mientras que la doctrina evangélica de la salvación por fe es vituperada y
acusada de producir malignas consecuencias. Se afirma que si predicamos la salvación
por medio de buenas obras, estaremos promoviendo la virtud; y así podría
parecerlo en teoría, pero la historia demuestra mediante numerosos ejemplos
que, de hecho, donde tal doctrina ha sido predicada, la virtud se ha tornado singularmente
rara, y que en la medida que ha sido encomiado el mérito de las obras, la
moralidad ha declinado. Por otro lado, allí donde la justificación por fe ha
sido predicada, se han dado conversiones y ha brotado la pureza de vida, incluso
en medio de los peores individuos. Quienes llevan vidas piadosas y llenas de
gracia, están prestos a confesar que la causa de su celo por la santidad radica
en su fe en Cristo Jesús; pero, ¿dónde encontrarán a un hombre devoto y recto
que se gloríe de sus buenas obras?
La
justicia propia es connatural a nuestra humanidad
caída. De aquí que sea la esencia de todas las
religiones falsas. Sin importar cuáles sean estas, todas están de acuerdo en buscar
la salvación por medio de nuestros propios actos. El que adora a sus ídolos,
está dispuesto a torturar su cuerpo, a ayunar, a llevar a cabo largos
peregrinajes, y hacer o soportar cualquier cosa para ameritar la salvación. La
Iglesia Romana exhibe continuamente ante los ojos de sus fervientes
partidarios, el premio que se alcanza por la abnegación, por la penitencia, por
las oraciones, o por los sacramentos, o por otras realizaciones del hombre.
Vayan
donde quieran y la religión natural del hombre caído es la salvación por sus
propios méritos. Un viejo teólogo ha dicho muy bien que cada hombre nace siendo
un hereje en este punto, y naturalmente gravita hacia esta herejía de una forma
o de otra. La salvación por uno mismo, ya sea por méritos personales, o por el arrepentimiento,
o por las propias resoluciones, es una esperanza innata de la naturaleza
humana, y es muy difícil de erradicar. Esta necedad está ligada al corazón de
cada niño, y ¿quién se la extirpará?
Esta
idea errónea surge parcialmente de la ignorancia,
pues los hombres ignoran la ley de Dios,
y lo que la santidad realmente es. Si ellos supieran que un simple mal pensamiento
quebranta la ley, y que una vez quebrantada la ley en cualquier punto, es
violada en su totalidad, estarían convencidos de inmediato, que no puede haber justicia
por la ley para aquellos que ya han ofendido en contra de la ley.
También
son unos grandes ignorantes en lo concerniente a ellos mismos, pues esas mismas
personas que hablan de justicia propia, como regla, son abiertamente acusables
de culpa; y aunque no lo fuesen, si se sentaran y analizaran a fondo sus propias
vidas, pronto percibirían que incluso en sus mejores obras hay mucha impureza
previa de motivos, o gran orgullo y auto-alabanza posteriores, y por tanto
verían que todas sus realizaciones pierden el brillo, y estarían totalmente
avergonzadas de ellas.
Y
no es únicamente la ignorancia la que conduce a los hombres a la justicia
propia, pues también son engañados por el orgullo.
El hombre no puede soportar ser salvado con
fundamento en la gracia. No le gusta declararse culpable y apoyarse en el favor
del grandioso Rey. No puede tolerar ser tratado como un indigente, ni ser
bendecido gracias a la caridad. Él quiere meter su dedo en su propia salvación,
y reclamar por lo menos algún crédito por ella. El orgulloso no aceptará el
cielo con base en los términos de la gracia; pero en tanto que pueda,
presentará un argumento u otro, y se asirá a su propia justicia como si fuese
su vida.
Esta
confianza en uno mismo, también brota de una perversa incredulidad, pues debido a su arrogancia, el hombre no le cree a Dios.
Nada
es revelado más claramente en la Escritura que esto: que por las obras de la
ley ningún hombre será justificado, y sin embargo las personas, de una forma u
otra, se aferran a la esperanza de la justicia legal. Ellos suponen que deben
prepararse para la gracia, o ayudar a la misericordia, o merecer en algún grado
la vida eterna. Prefieren sus propios prejuicios aduladores a la declaración
del Dios que escruta los corazones. El testimonio del Espíritu Santo
concerniente a la falsedad del corazón es hecho a un lado, y la declaración de
Dios que no hay quien haga lo bueno, que no hay ni aun uno, es negada
rotundamente. ¿Acaso no es esto un grandísimo mal?
La
justicia propia es también muy promovida por el casi universal espíritu de frivolidad, muy difundido ahora. Sólo cuando los hombres se tratan con
ligereza, pueden abrigar la idea de méritos personales delante de Dios. El que
empieza a pensar con seriedad, y comienza a entender el carácter de Dios,
delante de Quien los cielos no son puros y los ángeles son acusados de
desatino, repito, el que llega a pensar seriamente y contempla una visión
verdadera de Dios, se aborrece en polvo y cenizas, y cualquier pensamiento de justificación
propia es erradicado para siempre. Debido a que no examinamos seriamente
nuestra condición, nos consideramos ricos y con abundantes bienes. Un hombre
podría concebir que está prosperando en los negocios, y sin embargo, podría estar
retrocediendo en el mundo. Si no audita sus libros de contabilidad, o no
verifica sus inventarios, podría estar viviendo en el paraíso del necio,
gastando con liberalidad cuando está al borde de la bancarrota.
Muchos
se tienen en un alto concepto porque nunca piensan seriamente.
No
revisan debajo de la superficie y por eso son engañados por las apariencias. El
asunto más problemático para muchos hombres es el pensamiento. La última acción
que harían es sopesar sus acciones, o verificar sus motivos, o ponderar sus
caminos, para ver si las cosas marchan bien para ellos. Cuando la justicia
propia es apoyada por la ignorancia, por el orgullo, por la incredulidad, o por
la superficialidad natural de la mente humana, está fuertemente atrincherada y
no puede ser extirpada con facilidad del ser humano.
Sin
embargo, la justicia propia es evidentemente
maligna, pues no toma en serio al pecado. Habla de
méritos en el caso de uno que ya ha transgredido, y se jacta de excelencia en referencia
a la criatura caída y depravada. Parlotea de faltas pequeñitas, de fallitas, de
ligeras omisiones, y así convierte al pecado en un error venial que puede ser tolerado
fácilmente. No sucede así con la fe en Dios, pues aunque reconoce el perdón,
ese perdón viene de una manera que comprueba que el pecado es extremadamente
pecaminoso. Por otro lado, la doctrina de la salvación por obras no tiene en sí
una palabra de consuelo para los caídos. Le da al hijo mayor todo lo que su orgulloso
reclame, pero para el hijo pródigo no tiene una palabra de bienvenida. La ley no
tiene una invitación para el pecador, pues no sabe nada de misericordia. Si la salvación
fuera por las obras de la ley, ¿qué sería de los culpables, de los caídos y de
los abandonados? ¿Sobre cuáles esperanzas pueden ser llamados todos ellos para
que regresen? Esta doctrina inmisericorde tranca la puerta de la esperanza, y
entrega a los perdidos al verdugo, para que el orgulloso fariseo airee su propia
justicia jactanciosa y le dé gracias a Dios por no ser como los demás hombres.
El
intenso egoísmo de esta doctrina la condena como algo maligno.
Naturalmente
exalta el ego. Si un hombre concibe que será salvado por sus propias obras, es
porque se siente alguien, y se gloría en la dignidad de la naturaleza humana:
cuando ha estado atento a los ejercicios religiosos, se frota sus manos y
siente que merece el bien de parte de su Hacedor; va a su casa a repetir sus
oraciones y antes de quedarse dormido, se sorprende gratamente de cómo pudo
haberse vuelto tan bueno y tan superior a los que lo rodean.
Cuando
sale fuera, se siente como si habitara aparte en una excelencia innata, una
persona muy diferente al “rebaño vulgar,” un ser muy admirado cuando es
conocido.
Todo
el tiempo se considera muy humilde, y a menudo se queda sorprendido por su
propia condescendencia.
¿Acaso
no es este un espíritu aborrecible? Dios, que ve el corazón, abomina de él.
Dios acepta al humilde y al quebrantado, pero echa fuera a los que se glorían.
En verdad, hermanos míos, ¿en qué podemos gloriarnos? ¿Acaso cada jactancia no
es una mentira? ¿Qué es todo este egotismo sino una pluma de pavo real, idónea
únicamente para exhibirla en el sombrero del necio? Que Dios nos libre de
exaltar el yo; y sin embargo, no podemos evitar hacerlo si sostenemos en algún
grado la doctrina de la salvación por medio de nuestras propias buenas obras.
En
este momento deseo disparar al propio corazón de esa doctrina destructora del
alma, mostrándoles, en primer lugar, que dos
grandes crímenes
están contenidos en la idea de la justificación propia. Cuando haya presentado mi denuncia, me esforzaré además en
demostrar que estos dos grandes crímenes son
cometidos por muchos, y luego, en
tercer lugar, será un deleite afirmar que el
creyente verdadero no comete estos crímenes. Que Dios, el Espíritu Santo, nos ayude mientras meditamos acerca
de este importante tema.
I. Entonces, en
primer lugar, LA JUSTICIA PROPIA CONTIENE DOS
GRANDES
CRÍMENES. Estos graves crímenes y delitos desechan la gracia de Dios, y hacen
que Cristo muera en vano.
El
primer crimen es el de desechar
la gracia de Dios. La palabra traducida como “desechar”
quiere decir hacer nula, rechazar, rehusar, considerar innecesaria. Ahora, el que espera ser salvado por su
justicia propia
rechaza la gracia o favor inmerecido de Dios, considerándola inútil, y en ese sentido la desecha. Primero, es muy claro que si la justicia viene por la ley, ya
no se requiere de la gracia de Dios. Si podemos ser salvados por nuestros
propios méritos, necesitamos justicia pero en verdad no requerimos de
misericordia. Si podemos guardar la ley y reclamar ser aceptados como un asunto
de deuda, es claro que no necesitamos convertirnos en suplicantes ni implorar
dinero. Allí donde se puede demostrar algún mérito, la gracia se vuelve una
superfluidad. Un hombre que puede presentarse en la corte con un caso claro y
un rostro decidido, no le pide misericordia al juez, y se sentiría insultado si
le fuere ofrecida.
“Denme
justicia,” diría; “concédanme mis derechos;” y los defiende como cualquier
ciudadano valeroso lo haría. Únicamente cuando el hombre siente que la ley le
condena, implora misericordia. Nadie soñó jamás en encomendar a un inocente a
la misericordia. Digo, entonces, que el hombre que cree que por guardar la ley,
o por practicar ceremonias, o por presenciar espectáculos religiosos, puede
hacerse aceptable delante de Dios, muy decididamente hace a un lado la gracia
de Dios como algo superfluo en lo que concierne a él. ¿No es claramente así? Y
¿acaso desechar la gracia de Dios no es un crimen flagrante? A continuación, convierte la gracia de Dios al
menos en algo secundario,
lo cual es únicamente un grado menor del
mismo error.
Muchos
piensan que deben ameritar tanto como puedan por sus propios esfuerzos, y luego
la gracia de Dios compensará la diferencia. La teoría parece ser que debemos
guardar la ley lo más que podamos, y esta obediencia imperfecta será una buena
proporción, un tipo de componente, digamos un chelín en una libra esterlina, o
quince chelines en una libra esterlina, de conformidad a cómo juzgue el hombre
su propia excelencia; y entonces, lo que se requiera por encima de nuestro dinero
ganado duramente, la gracia de Dios lo suplirá: en breve, el plan es que todo
hombre sea su propio ‘Salvador’, y Jesucristo y Su gracia compensen nuestras
deficiencias. Ya sea que el hombre lo vea o no, esta mezcolanza de ley y gracia
es muy deshonrosa para la salvación de Jesucristo. Convierte la obra del
Salvador en algo incompleto, aunque en la cruz Él haya clamado: “Consumado es.”
Sí, incluso la considera como completamente ineficaz, puesto que parecería que
no sirve de nada mientras no se le agreguen las obras del hombre.
De
acuerdo a este concepto, somos redimidos tanto por nuestras acciones como por
el precio del rescate de la sangre de Jesús, y el hombre y Cristo participan,
ambos, en la obra y en la gloria. Esta es una intensa forma de traición
arrogante en contra de la majestad de la misericordia divina: un crimen capital,
que condenará a todos los que continúen en él. Que Dios nos libre de insultar
así el trono de la gracia, al pretender traer un precio de compra en nuestra
mano, como si nosotros pudiésemos merecer los dones incomparables del amor.
Más
que eso, el que confía en sí mismo, en sus sentimientos, en sus obras, en sus
oraciones, o en cualquier otra cosa excepto la gracia de
Dios,
virtualmente renuncia a confiar en
la gracia de Dios por completo: pues
sepan ustedes que la gracia de Dios no compartirá nunca la obra con el mérito del hombre. Así como el aceite no combina con el
agua, tampoco se mezclarán el mérito humano y la misericordia
celestial. El apóstol dice en Romanos 11: 6, “Y si por gracia, ya no es por
obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no
es gracia; de otra manera la obra ya no es obra. Deben alcanzar la
salvación, ya sea porque la merecen en su totalidad, o porque Dios la otorga
gratuitamente en su totalidad, aunque no la merezcan. Deben recibir la
salvación de la mano del Señor ya sea como una deuda o como una caridad, no
puede haber una fusión de las ideas. Una combinación de los dos
principios de ley y gracia es completamente imposible. La confianza en
nuestras propias obras, en cualquier medida, nos impide efectivamente
toda esperanza de salvación por gracia; y así desecha la gracia de
Dios.
Esta
es otra faceta de este crimen, que cuando los hombres predican acciones
humanas, sufrimientos, sentimientos, o emociones, como el fundamento de la
salvación, hacen que el hombre prescinda de
la confianza
en Cristo, pues en tanto que el hombre mantenga
alguna esperanza en sí mismo, no mirará nunca al Redentor. Podríamos predicar
eternamente, pero mientras permanezca latente en el pecho la esperanza que él
puede eficazmente limpiarse de pecado y ganar el favor de Dios por medio de sus
buenas obras, ese hombre no aceptará nunca la proclamación del perdón gratuito
por medio de la sangre de Cristo. Sabemos que no podemos frustrar la gracia de
Dios: la gracia se saldrá con la suya, y el propósito eterno será cumplido;
pero como la tendencia de toda enseñanza que mezcle las obras con la gracia es suprimir
en los hombres la fe en el Señor Jesucristo, su impulso es desechar la gracia
de Dios, y cada acto debe ser juzgado por su tendencia, aun si el poder divino
del Señor previene que provoque su resultado natural. Ningún hombre puede poner
ningún otro cimiento que el que está puesto, pero en tanto que lo intenten, son
culpables de despreciar el fundamento de Dios, al igual que aquellos
constructores de la antigüedad que rechazaron la piedra que Dios eligió para
que fuera cabeza del ángulo. Que la gracia de Dios nos guarde de un crimen como
este, para que la sangre de las almas de otros hombres no tiña de rojo nuestras
vestiduras.
Esta
esperanza de ser salvados por nuestra propia justicia le roba Su gloria a Dios. Es como si dijera: “No necesitamos la gracia; no requerimos de ningún favor inmerecido.” Lee sobre el nuevo pacto que el
infinito amor ha hecho, pero por aferrarse al viejo pacto pone deshonra
sobre él.
Murmura
en su corazón: “¿cuál es la necesidad de este pacto de gracia?
Para
nosotros, el pacto de obras responde a todo propósito.” Lee sobre el grandioso
don de gracia en la persona de Jesucristo, y lo desprecia por el secreto
pensamiento que las acciones humanas son tan buenas como la vida y muerte del
Hijo de Dios. Clama: “no aceptamos que este hombre nos salve.” Una esperanza de
justicia propia empaña la gloria de Dios, puesto que es claro que si un hombre puede
ser salvo por sus propias obras, naturalmente quiere llevarse el honor; pero si
un hombre es salvado por la gracia inmerecida de Dios, entonces únicamente Dios
es glorificado. Ay de aquellos que enseñan una doctrina que quiere quitar la corona
real de la cabeza de nuestro soberano Señor y deshonrar el trono de Su gloria.
Que Dios nos ayude a estar libres de esta degradante ofensa contra el alto
cielo.
Yo
me irrito con un tema como este, pues mi indignación se levanta contra lo que
deshonra a mi Señor, y frustra Su gracia. Este es un pecado tan vil que ni
siquiera los paganos lo cometen. Ellos nunca han oído de la gracia de Dios, y
por tanto no la pueden menospreciar: cuando perezcan recibirán una menor condenación
que aquellos que han sido informados que Dios es un Dios de gracia y está
presto a perdonar, y sin embargo, se dan vuelta y perversamente se jactan de
inocencia y pretenden estar limpios delante de Dios. Este es un pecado que los demonios
no pueden cometer. Con toda la obstinación de su rebelión, no pueden llegar
hasta allí. Nunca han resonado en sus oídos las dulces notas de la gracia
inmerecida y del amor agonizante, y por lo tanto nunca han rechazado la
invitación celestial. Lo que nunca se les ha presentado para su aceptación, no
puede ser el objeto de su rechazo. Entonces, de esta manera, querido lector, si
cayeras en esta profunda zanja caerías más bajo que los paganos, más bajo que
Sodoma y Gomorra, y más bajo que el demonio mismo. Despierta, te lo ruego, y no
te atrevas a frustrar la gracia de Dios.
El
segundo gran crimen cometido por la justificación propia es hacer que por demás muera Cristo. Esto es muy claro. Si la salvación puede ser por las obras de la ley, ¿por qué murió nuestro Señor Jesús
para salvarnos? Oh, Tú, sangrante Cordero de Dios, Tu encarnación
es un prodigio, pero Tu muerte sobre el árbol maldito es tal milagro
de misericordia que llena todo el cielo de asombro. ¿Se atrevería
alguien a decir que Tu muerte, oh Dios encarnado, fue una superfluidad,
un extravagante desperdicio de sufrimiento? ¿Osan considerarte un entusiasta generoso pero ignorante, cuya muerte era
innecesaria?
¿Puede
haber alguien que piense que Tu cruz es una cosa vana? Sí, miles lo hacen
virtualmente, y, de hecho, todos aquellos que suponen que los hombres pueden
ser salvados de alguna u otra manera, o que pueden ser salvados ahora por sus
voluntades y sus obras, lo hacen.
Aquellos
que dicen que la muerte de Cristo cumple sólo una parte del cometido, pero que
el hombre debe hacer el complemento para ameritar la vida eterna, estos, afirmo
yo, hacen que la muerte de Cristo sea únicamente parcialmente eficaz, y, en
términos todavía más claros, ineficaz en sí y por sí. Aunque sólo se sugiera que la sangre de Jesús no es suficiente precio
en tanto que el hombre no añada su plata o su oro, ¡entonces Su sangre no
es nuestra redención del todo, y Cristo no es ningún Redentor! Si se enseña que
aunque nuestro Señor cargara con el pecado por nosotros, no se completó una
perfecta expiación, y que es ineficaz mientras nosotros no hagamos algo o
suframos algo para completarla, entonces en la obra suplementaria radica la
virtud real, y la obra de Cristo es en sí insuficiente. Su clamor de muerte: “Consumado
es,” debe haber sido un error, si todavía no está consumado; y si un creyente
en Cristo no es completamente salvo por lo que Cristo ha hecho, y debe hacer
algo él mismo para completar la obra, entonces la salvación no estaba
consumada, y la obra del Salvador permanece imperfecta hasta que nosotros,
pobres pecadores, le echemos la mano para compensar Sus deficiencias. ¡Qué
blasfemia subyace en tal suposición! Cristo en el Calvario hizo una ofrenda de
Sí mismo innecesaria e inútil, si cualquiera de ustedes puede ser salvo por las
obras de la ley.
Este
espíritu también rechaza el pacto que fue sellado con la muerte de Cristo, pues
si podemos ser salvos por el viejo pacto de obras, entonces el nuevo pacto no
era requerido. En la sabiduría de Dios el nuevo pacto fue introducido porque el
primero se había vuelto viejo, y fue anulado por la transgresión, pero si no
hubiese sido anulado, entonces el nuevo pacto es una vana innovación, y el sacrificio
de Jesús ratificó una transacción insensata. Aborrezco esas palabras mientras
las estoy pronunciando. Nadie fue salvado jamás bajo el pacto de obras, y no lo
será jamás, y el nuevo pacto fue introducido por esa razón; pero si hubiese
salvación por el primer pacto, entonces, ¿qué necesidad habría del segundo? La
justicia propia, en la medida que pueda, anula el pacto, rompe su sello, y
desprecia la sangre de Jesucristo que es la sustancia, el certificado, y el
sello de ese pacto. Si tú sostienes que un hombre puede ser salvado por sus
propias buenas obras, derramas menosprecio en el testamento del amor que la
muerte de Cristo ha puesto en vigor, pues no hay necesidad de recibir como un
legado de amor, eso que puede ganarse como salario del trabajo.
Oh,
señores, este es un pecado contra cada persona de la sagrada
Trinidad.
Es un pecado contra el Padre. ¿Cómo puede Él ser sabio y bueno, y sin embargo
entregar a Su único Hijo en angustia a la muerte en aquel madero, si la
salvación del hombre puede lograrse por otros medios? Es un pecado contra el
Hijo de Dios: ustedes se atreven a decir que el precio de nuestra redención
pudo haberse pagado de otra manera, y que por tanto Su muerte no era absolutamente
necesaria para la redención del mundo; o si hubiese sido necesaria, no fue
eficaz, pues requiere que se le agregue algo, antes de poder completar su
propósito.
Es
un pecado contra el Espíritu Santo, y tengan cuidado de cómo pecan contra Él,
pues tales pecados son fatales. El Espíritu Santo da testimonio de la gloriosa
perfección y del inconquistable poder de la obra del Redentor, y ay de aquellos
que rechazan ese testimonio. Él ha venido al mundo con el propósito de
convencer a los hombres del pecado de no creer en Cristo Jesús: y por eso, si pensamos
que podemos ser salvos fuera de Cristo, estamos despreciando el Espíritu de Su
gracia.
La
doctrina de la salvación por obras es un pecado contra todos los caídos hijos
de Adán, pues si los hombres no pueden ser salvos excepto por sus propias
obras, ¿qué esperanza le queda a cualquier transgresor?
Ustedes
cierran las puertas de la misericordia para la humanidad; condenan al culpable
a que muera sin la posibilidad de remisión. Niegan toda esperanza de bienvenida
al hijo pródigo que retorna, y toda promesa de Paraíso al ladrón moribundo. Si
el cielo se alcanza por obras, miles de nosotros no veríamos sus puertas nunca.
Yo sé que yo nunca las vería.
Ustedes,
sujetos buenos, pueden regocijarse ante sus perspectivas, ¿pero qué sería de
nosotros? Ustedes nos arruinan a todos con su esquema de jactancia.
Y
esto no es todo. Es un pecado en contra de los santos, pues ninguno de ellos
tiene otra esperanza, excepto en la sangre y en la justicia de Jesucristo. Si
quitan la doctrina de la sangre expiatoria, habrán quitado todo; nuestro
fundamento habría desaparecido. Si hablan así, ofenden al linaje entero de
hombres piadosos. Voy más allá: traficar con las obras es un pecado contra los
perfeccionados de arriba. La doctrina de la salvación por obras silenciaría
todos los aleluyas del cielo. Cállense ustedes, cantantes del coro, ¿cuál es el
significado de su canción? Ustedes están cantando: “Al que nos amó, y nos lavó
de nuestros pecados con su sangre.” Pero, ¿por qué cantan así? Si la salvación
es por obras, sus objetos de alabanza son lisonjas vacías. Ustedes deberían cantar
más bien: “A nosotros que guardamos nuestras vestiduras limpias, a nosotros sea
la gloria por los siglos de los siglos.” O al menos,
“a
nosotros cuyos actos convirtieron en eficaz la obra del Redentor sea una buena
parte de la alabanza.” Pero nunca se ha escuchado en el cielo una sola nota
laudatoria del yo, y por tanto nos sentimos seguros que la doctrina de la
justificación propia no es de Dios.
Les
exhorto a que renuncien a ella como enemiga tanto de Dios como del hombre. Este
orgulloso sistema es un pecado del tinte más negro contra el Bien amado. No
soporto pensar en el insulto que lanza en contra de nuestro Señor agonizante.
Si hacen que Cristo haya vivido en vano, eso es lo suficientemente malo, ¡pero
presentarlo como habiendo muerto en vano! ¿Qué se podría decir de esto? Que Cristo vino a la
tierra para nada es un enunciado sumamente horrible; pero que se haya hecho obediente
hasta la muerte de cruz sin resultado, es la peor clase de blasfemia.
II. No diré nada
más en lo relativo a la naturaleza de estos dos pecados, sino que proseguiré,
en segundo lugar, al solemne hecho de que MUCHAS PERSONAS COMETEN ESTOS DOS
GRANDES CRÍMENES. Me temo que son cometidos por algunos que me están leyendo en
este día.
Que
cada uno se escudriñe a sí mismo y vea si estas cosas malditas están escondidas
en su corazón, y si están, que clame a Dios para que lo libere de ellas.
Ciertamente
se puede acusar de estos crímenes a aquellos
que juegan con el Evangelio. Tenemos
ante nosotros el mayor descubrimiento que
haya sido hecho jamás, el más maravilloso
objeto de conocimiento que haya sido jamás revelado, y sin embargo, ustedes no lo
consideran digno de su pensamiento. Vienen de vez en cuando a oír un sermón,
pero lo escuchan sin corazón; leen las Escrituras ocasionalmente, pero
no las escudriñan para buscar el tesoro escondido. El primer objetivo
de sus vidas no es entender completamente y recibir de corazón el
Evangelio que Dios ha proclamado: sin embargo, ese debería ser el caso. Qué,
amigo mío, ¿acaso dice tu indiferencia que no estimas de gran valor
la gracia de Dios? No consideras que valgan la pena los esfuerzos de
oración, de lectura de la Biblia y de atención. La muerte de Cristo no es
nada para ti, un hecho hermoso, sin duda; tú conoces bien la historia, pero
no te interesa lo suficiente para desear ser partícipe de sus
beneficios. Su sangre podrá tener poder para limpiar tu pecado, pero tú no
quieres la remisión; Su muerte podrá ser la vida de los hombres, pero tú
no anhelas vivir por Él. Ser salvados por la sangre expiatoria no
conlleva ni la mitad de importancia como continuar con su negocio con
ganancia y adquirir una fortuna para su familia. Restándole importancia a
estas preciosas cosas ustedes desechan, en la medida de lo posible,
la gracia de Dios y hacen que Cristo muera en vano.
Otro
grupo de personas que hace esto son aquellos
que no tienen un sentido de culpa. Tal
vez son naturalmente amigables, civiles, honestos y generosos, y piensan que estas virtudes naturales son todo lo
que se requiere. Tenemos a muchas personas que son así, en quienes
hay mucho que es atractivo, pero la cosa necesaria les falta. No
están conscientes que hayan hecho algo, alguna vez, que sea
demasiado malo, y ciertamente se consideran tan buenos como los demás, y en
algunos aspectos incluso mejores. Es altamente probable que seas tan
bueno como los demás, e incluso mejor que otros, pero ¿acaso no ves,
mi querido amigo, si me estoy dirigiendo a alguien así, que si
eres tan bueno que vas a ser salvo por tu bondad, consideras a la gracia de
Dios como algo inadmisible, y la haces vana? El sano no necesita al
médico, sólo los que están enfermos necesitan de sus servicios, y por tanto fue innecesario que Cristo muriera para tales personas como tú,
porque tú, en tu propia opinión, no has hecho nada digno de muerte.
Argumentas que no has hecho nada muy malo; y sin embargo hay algo en lo
que has transgredido gravemente, y te ruego que no te enojes cuando te
acuse de ello. Tú eres muy malo, porque eres tan orgulloso que te
consideras justo, aunque Dios ha dicho que no hay justo, ni aun uno. Tú
le dices a tu Dios que es un mentiroso. Su palabra te acusa, y Su ley te
condena; pero quieres creerle, y en realidad te jactas de tener una
justicia propia. Esta es alta presunción y arrogante orgullo. Que el Señor te
purifique de ello. ¿Guardarás eso en tu corazón? Y recuerda que si nunca
has sido culpable de ninguna otra cosa, este es suficiente pecado para
hacer que te lamentes delante del Señor día y noche. En la medida que
has podido, por tu orgullosa opinión de ti mismo, has hecho nula la gracia
de Dios, y has declarado que Cristo murió en vano. Oculta tu rostro por
la vergüenza e implora misericordia por esta clara ofensa.
Otro
grupo de personas puede suponer que escapará, pero ahora debemos dirigirnos a
ellos. Los que desesperan a menudo clamarán: “yo sé que no puedo ser salvado excepto por
gracia, pues soy un gran pecador; pero, ay, soy un pecador demasiado grande
para ser salvado.
Estoy
demasiado negro para que Cristo lave mis pecados.” Ah, mi querido amigo, aunque
no lo sabes, estás haciendo nula la gracia de Dios, negando su poder y
limitando su fuerza. Dudas de la eficacia de la sangre del Redentor, y del
poder de la gracia del Padre. ¡Cómo! ¿Acaso la gracia de Dios no es capaz de
salvar? ¿Acaso el Padre de nuestro Señor Jesús no es capaz de perdonar el pecado?
Nosotros gozosamente cantamos—
“¿Cuál es el Dios que perdona
como Tú?
O cuál tiene gracia tan rica e
inmerecida?”
Y
tú dices que Él no puede perdonarte, y esto lo afirmas pese a Sus múltiples
promesas de misericordia. Él dice: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a
los hombres.” “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros
pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren
rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.” Tú dices que esto no es
verdad. Así frustras la gracia de Dios, y estableces que Cristo murió en vano,
al menos para ti, pues afirmas que Él no te puede limpiar. Oh, no digas eso:
que tu incredulidad no haga a Dios mentiroso. Oh, cree que Él capaz de salvarte
incluso a ti, y hacerlo inmerecidamente, en este preciso instante, quitar todo
tu pecado, y aceptarte en Cristo Jesús. Cuídate del desaliento, pues si tú no confías
en Él, harás que Su gracia sea nula.
Y
aquellos que hacen del Evangelio
una miscelánea, yo pienso, cometen en gran medida este
pecado. Quiero decir esto: cuando predicamos el Evangelio, únicamente tenemos
que decir: “pecadores, ustedes son culpables; nunca podrán ser ninguna otra cosa,
excepto culpables en y por ustedes: si ese pecado de ustedes es perdonado, debe
ser por medio de un acto de la gracia soberana, y no por causa de algo en
ustedes, o que pueda ser realizado por ustedes. La gracia les es dada porque
Jesús murió, y por ninguna otra razón; y la vía por la que pueden tener la gracia
es simplemente confiando en Cristo. “Por la fe en Jesucristo obtendrán pleno
perdón.” Esto es el puro Evangelio. El hombre se vuelve y pregunta: “¿por qué
tengo derecho a creer en Cristo?” Si yo le respondiera que tiene derecho de
creer en Cristo porque siente internamente la obra de la ley, o porque tiene
deseos santos, estaría confundiendo el asunto: habría introducido algo del
hombre en el tema y habría estropeado la gloria de la gracia. Mi respuesta es:
“hombre, tu derecho de creer en Cristo no radica en lo que eres o en lo que
sientes, sino en el mandamiento de Dios que creas, y en la promesa de Dios que es
hecha a toda criatura bajo el cielo, que el que crea en Jesucristo será salvo.”
Esta es nuestra comisión: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda
criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo.” Si tú eres una
criatura, te predicamos ese Evangelio. Confía en Cristo y serás salvo. No
porque seas un pecador sensible, o un pecador penitente, o cualquier otra cosa,
sino simplemente porque Dios, por Su gracia inmerecida, sin ninguna
consideración dada a Él de tu parte, sino gratis y por nada, inmerecidamente
perdona todas tus deudas en el nombre de Jesucristo.
Ahora,
yo no he mutilado el Evangelio; allí está, sin nada de la criatura en su
contenido, excepto la fe del hombre, e incluso eso, es el don del Espíritu
Santo. Aquellos que mezclan sus condicionantes: “si” y “pero” e insisten en que
“debes hacer esto, y sentir eso, antes de que puedas aceptar a Cristo,”
desechan la gracia de Dios en alguna medida, y lesionan al Evangelio glorioso
del Dios bendito.
Y
también cometen ese pecado los que
apostatan. ¿Les estoy hablando ahora a algunos que
alguna vez profesaron la religión, que alguna vez dijeron la oración en medio
de la congregación, que una vez caminaron como santos, pero que han regresado a
sus viejos pasos, quebrantando el día de reposo, abandonando la casa de Dios, y
viviendo en el pecado?
Tú,
amigo mío, por el derrotero de tu vida dices: “yo tuve la gracia de Dios, pero
no me importa: no vale nada. La he rechazado, he renunciado a ella: la he
anulado: he regresado al mundo.” Actúas como diciendo: “una vez confié en
Jesucristo, pero Él no es digno de mi confianza.” Le has negado, has vendido a
tu Dios y Señor. No voy a preguntarte si en realidad fuiste sincero alguna vez,
aunque yo creo que nunca lo fuiste, pero ese es el caso según tu propia demostración.
Ten mucho cuidado para que estos dos terribles crímenes no descansen sobre ti,
que no deseches la gracia de Dios, ni hagas que Cristo muera en vano.
III. En mi tercer
punto voy a llevar conmigo las profundas convicciones y las gozosas confianzas
de todos los verdaderos creyentes. Es este: que NINGÚN CREYENTE VERDADERO SERÁ
CULPABLE DE ESTOS CRÍMENES. En su alma misma él desprecia estos pecados infames.
Primero
que nada, ningún creyente en Cristo puede
soportar pensar en desechar la gracia de Dios o en volverla nula. Vamos, ahora, corazones
honestos, les hablo a ustedes. ¿Confían
únicamente en la gracia, o en
alguna medida se apoyan en ustedes
mismos? Aunque sea en un mínimo
grado, ¿dependen de sus propios
sentimientos, de su propia fidelidad, de
su propio arrepentimiento? Yo sé que
aborrecen su simple pensamiento.
No
tienen ni siquiera la sombra de una esperanza ni la semblanza de una confianza
en algo que hayan sido alguna vez, o que puedan ser alguna vez, o que esperan
ser alguna vez. Ustedes arrojan lejos esto como si fuese un harapo inmundo
lleno de contagio que quisieran tirar fuera del universo, si pudieran. Yo en
verdad declaro que aunque he predicado el Evangelio con todo mi corazón, y me
glorío en él, sin embargo, desecharía mis predicaciones como escoria y
estiércol si pensara en ellas como un fundamento de confianza: y aunque he
traído muchas almas a Cristo, bendito sea Su nombre, no me atrevo nunca, ni por
un momento, a poner la más ligera confianza en ese hecho como base de mi propia
salvación, pues yo sé que yo, después de haber predicado a otros, puedo todavía
ser arrojado fuera. No puedo apoyarme en un ministerio exitoso, o en una
iglesia edificada, sino que descanso únicamente en mi
Redentor.
Lo que digo de mí mismo, yo sé que cada uno de ustedes lo dirá de sí mismo. Sus
limosnas, sus oraciones, sus lágrimas, su persecución dolorosa, sus donativos
para la iglesia, su sincero trabajo en la escuela dominical o en cualquier otro
lado, ¿alguna vez pensaron en ponerlo lado a lado con la sangre de Cristo como su
esperanza? No, nunca soñaron con hacerlo; estoy seguro que nunca lo hicieron, y
su simple mención es totalmente digna de desprecio para ustedes, ¿no es cierto?
La gracia, la gracia, la gracia es su única esperanza. Es más, no solamente han
renunciado a toda confianza en las obras, sino que renuncian a ella en este día
más sentidamente de lo que lo hayan hecho jamás. Entre más viejos sean, y entre
más santos se sean, menos pensarán en confiar en ustedes mismos. Entre más
crezcamos en la gracia, más creceremos en el amor de la gracia; entre más escudriñemos
en nuestros corazones, y entre más conozcamos de la santa ley de Dios, más
profundo será nuestro sentido de indignidad, y por consiguiente más elevado
será nuestro deleite en la misericordia inmerecida, gratuita, rica, en el don
inmerecido del real corazón de Dios.
Dime,
¿no salta tu corazón dentro de ti cuando oyes las doctrinas de la gracia? Yo sé
que hay algunas personas que jamás se sintieron pecadoras, que respingan como
si estuvieran sentadas sobre espinas cuando estoy predicando la gracia y nada más
que la gracia. Pero no sucede así con los que se apoyan en Cristo. “¡oh, no,”
dirás, “toca esa campana otra vez, amigo! ¡Toca esa campana de nuevo; no hay
música semejante a ella. Toca esa cuerda otra vez, porque es nuestra nota favorita!”
Cuando
te decaes y deprimes, ¿qué tipo de libro te gusta leer? ¿No es acaso un libro
acerca de la gracia de Dios? ¿Qué pasajes buscas en las Escrituras? ¿No te
diriges a las promesas hechas al culpable, al impío, al pecador, y no
encuentras que únicamente en la gracia de Dios, y únicamente al pie de la cruz
hay algún descanso para ti? Yo sé que es así. Entonces te puedes levantar y
decir con Pablo: “No desecho la gracia de Dios.” Algunos pueden hacerlo, si
quieren, pero Dios no quiera que yo alguna vez la anule, pues es toda mi
salvación y todo mi deseo.”
El
verdadero creyente es inocente también del segundo crimen: no hace que por demás muera
Cristo. No, no, no, él confía en la muerte de Cristo; él pone toda su entera confianza en el grandioso
Sustituto que le amó, y vivió y murió por él. No se atreve a asociar su pobre
corazón sangrante, ni sus oraciones, ni su santificación, ni ninguna
otra cosa, con el sangrante sacrificio. “Nadie sino Cristo, nadie sino
Cristo,” es el clamor de su alma. Detesta cualquier propuesta de mezclar algo
de ceremonia o de acción legal con la obra consumada de
Jesucristo.
Queridos
hermanos, confío que entre más vivamos, veamos más la gloria de Dios en el
rostro de Jesucristo. Nos maravillamos por la sabiduría de la forma por la que
un sustituto fue introducido: que Dios castigara el pecado y perdonara al
pecador. Estamos sumidos en la admiración del amor sin par de Dios, que no
perdonó a Su propio Hijo. Estamos llenos de reverente adoración al amor de
Cristo, que a pesar de que supo que el precio del perdón era Su sangre, Su
piedad nunca se desvaneció.
Y,
es más, no solamente nos gozamos en Cristo, sino que sentimos una creciente
unión con Él. No sabíamos al principio, pero lo sabemos ahora, que fuimos
crucificados con Él, que fuimos enterrados con Él, y que fuimos resucitados
otra vez con Él. No aceptamos a Moisés como nuestro gobernante, ni a Aarón como
nuestro sacerdote, pues Jesús es tanto Rey como Sacerdote para nosotros. Cristo
es en nosotros, y nosotros en Cristo, y somos completos en Él, y nada puede ser
tolerado como una ayuda para la sangre y la justicia de Jesucristo nuestro
Señor.
Somos
uno con Él, y siendo uno con Él nos damos cada día más cuenta que no murió en
vano. Su muerte nos ha comprado una vida real: Su muerte nos ha liberado de la esclavitud del pecado, y nos ha traído liberación incluso ahora, del miedo de la ira eterna.
Su muerte nos ha comprado la vida eterna, nos ha comprado la condición de hijo
y todas las bendiciones que conlleva que la Paternidad de Dios se deleita en otorgar;
la muerte de Cristo ha cerrado las puertas del infierno para nosotros, y ha
abierto las puertas del cielo; la muerte de Cristo ha obrado misericordias para
nosotros, no en visión ni en imaginación, sino reales y verdaderas, que en este
mismo día gozamos, y así no corremos peligro de pensar que por demás murió
Cristo.
Nosotros
nos gozamos al sostener estos dos grandiosos principios que dejaré con ustedes,
esperando que chupen su médula y su grosura.
Estos
son los dos principios. La gracia de Dios no puede ser desechada, y
Jesús
no murió en vano. Estos dos principios, pienso, yacen en el fondo de toda sana
doctrina. La gracia de Dios no puede ser
desechada después de
todo. Su eterno propósito será cumplido, su
sacrificio y su sello serán eficaces: los elegidos de la gracia serán traídos a
la gloria. No habrá ninguna falla en cuanto al propósito de Dios en ningún
punto: al final, cuando todo sea resumido, se verá que la gracia reinó por
medio de la justicia para vida eterna, y la piedra del coronamiento saldrá a
relucir con gritos de “Gracia, gracia a ella.” Y como la gracia no puede ser desechada,
así Cristo no murió en vano. Algunos pensarían que hay propósitos en el corazón de Cristo
que nunca serán cumplidos. Nosotros no conocemos a Cristo de ese modo. Los propósitos
por los que Él murió serán cumplidos; a los que compró, los recibirá; los que
redimió, serán libres; no fallará la recompensa por la portentosa obra de
Cristo: verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho. Yo
pongo mi alma a descansar sobre estos dos principios. Creo en Su gracia, y creo
que esa gracia nunca me fallará. “Bástate mi gracia,” dice el Señor, y así
será. Si tengo fe en Jesucristo, Su muerte me salvará. No podría ser, oh
Calvario, que tú me fallaras; oh, Getsemaní, no podría ser que tu sudor
sangriento fuera en vano. Por medio de la divina gracia, descansando en la
preciosa sangre de nuestro Salvador, seremos salvos. Gócense y regocíjense conmigo,
y sigan su camino y cuéntenlo a otros. Que Dios les bendiga cuando así lo
hagan, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Porción
de la Escritura leída antes del sermón: Gálatas 1:11; 2.
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