jueves, 28 de febrero de 2013

50 Años en la Iglesia Católica C.Chiniquy (Cap 16-20)


CAPÍTULO 16
Hay varias ceremonias imponentes en la ordenación de un sacerdote. Nunca olvidaré el gozo que sentí cuando el Pontífice Romano, presentándome la Biblia me ordenó con voz solemne a estudiarla y predicarla. Esa orden traspasó mi alma como un destello de luz.

Sosteniendo el libro sagrado, acepté el mandato con gozo inefable, pero sentí que me cayó una piedra de rayo cuando pronuncié el terrible juramento que se requiere de todo sacerdote:  “Nunca interpretaré las Santas Escrituras, excepto según el consenso unánime de los Santos Padres.”

Muchas veces los otros alumnos y yo habíamos discutido ese juramento extraño. A solas en  la  presencia  de  Dios,  mi  conciencia  se  echaba  hacia  atrás  en  terror  ante  sus consecuencias. Pero yo no era el único que examinaba su evidente naturaleza blasfematoria.

Aproximadamente seis meses antes, Stephen Baillargeon, uno de mis compañeros de teología, dijo a uno de nuestros superiores, el Rev. Sr. Raimbault: ¡Una de las cosas que mi conciencia no puede reconciliar es el juramento solemne que tendremos que jurar a nunca interpretar las Escrituras, excepto según el consenso unánime de los Santos Padres! ¡No hemos dedicado ni una sola hora todavía al estudio serio de los Santos Padres. Conozco a muchos sacerdotes y ninguno de ellos jamás ha estudiado a los Santos Padres!

En el nombre del sentido común, ¿Cómo podemos jurar que seguiremos las opiniones de hombres  de  quienes  nada  sabemos  y  de  quienes  nada  sabremos  excepto  por  simples rumores vagos?

Nuestro superior dio una respuesta débil, pero su desconcierto creció cuando yo dije: Si me permite, señor superior, yo tengo algunas objeciones más formidables. Quiera Dios que pudiera  decir  que no  sé nada de los Santos  Padres.  Pero mi  pesar  es  que  ya  sabemos demasiado de los Santos Padres para estar exentos de perjurarnos cuando juramos a no interpretar las Santas Escrituras, excepto según su consenso unánime.

Por favor, señor superior, díganos, ¿Cuáles son los textos de las Escrituras en que están unánimes los Santos Padres? Usted se respeta demasiado para responder. Y si usted, uno de los hombres más instruidos de Francia no puede poner su dedo en los textos de la Santa Biblia y decir, “Los Santos Padres están perfectamente unánimes en estos textos”, ¿Cómo osamos jurar delante de Dios y los hombres a interpretar cada texto de las Escrituras solamente según el consenso unánime de esos Santos Padres?

Las consecuencias de ese juramento son legión y cada una de ellas me parece ser la muerte de nuestro ministerio y la condenación de nuestras almas. Henrión, Berrault, Bell, Costel y Fleury, todos nos atestiguan que la Iglesia se ha llenado constantemente del ruido de las controversias de Santos Padres contra Santos Padres. Algunos dicen, junto con nuestros mejores teólogos modernos, Santo Tomás, Bellarmine y Ligorio que tenemos que matar a los herejes como matamos a las bestias salvajes, mientras muchos otros dicen que tenemos que tolerarlos. Todos ustedes saben el nombre del Santo Padre que manda al infierno a todas las viudas que se casan por segunda vez, mientras otros Santos Padres no están de acuerdo.

Algunos tienen  ideas muy  distintas  acerca  del  purgatorio.  Otros  en  Africa  y  en  Asia rehusaron aceptar la jurisdicción suprema del Papa sobre todas las iglesias. ¡Varios se reían de  las  excomulgaciones  de  los  Papas  y  gustosamente  murieron  sin  hacer  nada  para reconciliarse  con  él!  ¿No llegamos  a la  conclusión  de  que  San  Jerónimo  y  San  Agustín coincidieron en una sola cosa: de estar en desacuerdo sobre cualquier tema que trataran?

San Agustín, al fin de su vida, concordó con los Protestantes de nuestros días que “sobre esta roca” significa Cristo solamente y no Pedro.

Y ahora ustedes nos piden en el nombre del Dios de Verdad a jurar solemnemente que interpretaremos las Escrituras solamente según el consenso unánime de aquellos Santos Padres que han sido unánimes en una sola cosa: de nunca estar de acuerdo el uno con el otro y a veces ni con ellos mismos.

Si requieren de nosotros un juramento, ¿Por qué ponen en nuestras manos la historia de la Iglesia que ha saciado nuestra memoria de las interminables divisiones feroces sobre cada cuestión que las Escrituras presentan a nuestra fe?  Si soy demasiado ignorante o estúpido para entender a San Marcos, San Lucas y San Pablo,  ¿Cómo  seré  suficientemente  inteligente  para  entender  a  Jerónimo,  Agustín  y Tertulian? Y si San Mateo, San Juan, y San Pedro no han  recibido de Dios la gracia con suficiente luz y claridad para ser entendidos por hombres de buena voluntad, ¿Cómo es que Justin, Clemes y Cipriano han recibido de nuestro Dios un favor que El negó a sus apóstoles y evangelistas? Si no puedo depender de mi juicio privado para estudiar, con la ayuda de Dios, a las Escrituras, ¿Cómo podré depender de mi juicio privado al estudiar a los Santos Padres?

Este dogma o artículo de nuestra religión por el cual tenemos que ir a los Santos Padres para saber “Así dice el Señor” y no a las mismas Santas Escrituras, es para mi alma como un puño de arena arrojado en los ojos. ¡Me ciega totalmente! ¡Qué alternativa tan espantosa tenemos! O tenemos que perjurarnos, jurando seguir una unanimidad de fábula para permanecer católico-romano o tenemos que sumergirnos en el abismo de impiedad y ateísmo al rehusar jurar que nos adheriremos a una unanimidad que nunca existió.

Era  evidente  durante la  clase  que  habíamos  expresado  el  sentir  de  cada  uno  de los alumnos de teología. Pero nuestro superior no se atrevió a confrontar ni a contestar ni un solo argumento nuestro. Su desconcierto fue  superado  sólo por  su gozo  cuando la  campana anunció el fin de la clase.

El prometió respondernos, pero al día siguiente no hizo más que echar polvo en nuestros ojos e insultarnos hasta quedarse satisfecho y empezó por prohibirme leer más de los libros controversiales que yo había comprado y tenía que entregar otros libros que me habían permitido leer como privilegio. Se decidió que mi inteligencia no era suficientemente clara y que mi fe no era suficientemente fuerte para leer esos libros. Lo único que pude hacer era inclinar mi cabeza bajo el yugo y obedecer sin decir nada. ¡La noche más oscura envolvió a nuestras mentes y teníamos que creer que esas tinieblas eran la luz resplandeciente de Dios!

Hicimos el acto más degradante que un hombre puede hacer. Callamos la voz de nuestra conciencia y consentimos en seguir las opiniones de nuestro superior, así como el bruto sigue las órdenes de su amo.

Durante los meses antes de mi ordenación, hice todo en mi poder para aniquilar mis pensamientos  sobre  este tema;  pero  para mi  asombro,  cuando  llegó  el momento  para perjurarme, un escalofrío de horror y vergüenza corrió por mi cuerpo a pesar de mí mismo. En el interior de mi alma, mi conciencia herida clamaba: ¡Has aniquilado la Palabra de Dios! ¡Te rebelas  contra el Espíritu Santo! ¡Niegas las Santas Escrituras para  seguir los pasos de hombres pecaminosos! ¡Rechazas las aguas puras de la vida eterna para beber las aguas lodosas de la muerte!

Para sofocar nuevamente a la voz de mi conciencia, hice lo que me aconsejó mi Iglesia: clamé a mi dios oblea y a la bendita Virgen María que vinieran a socorrerme y callaren las voces que perturbaban mi paz y sacudían mi fe.

Con toda sinceridad, el día de mi ordenación, renové la promesa que ya había hecho tantas veces y dije en presencia de Dios y sus ángeles: Yo prometo que nunca creeré nada, excepto según las enseñanzas de mi Santa Iglesia Apostólica Romana.

Acosté mi cabeza en esa almohada de necedad, ignorancia y fanatismo para dormir el sueño de muerte espiritual con los millones de esclavos que el Papa tiene a sus pies.

Dormí ese sueño hasta que el Dios de nuestra Salvación, en su grande misericordia, me despertó, dando a mi alma la luz, la verdad y la vida que están en Jesucristo.


CAPÍTULO 17
Fui ordenado en la  catedral de Qüebec en  septiembre de 1833 por el Reverendísimo Sinaie, primer Arzobispo de Canadá. ¡Este delegado del Papa, por la imposición de las manos en mi cabeza, me dio el poder de convertir una oblea real en el real y substancial cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo! La ilusión brillante de Eva cuando el engañador le dijo: “seréis como dioses” era juego de niños en comparación a lo que yo sentí. ¡Mi Iglesia infalible me colocó no solamente en términos iguales con mi Salvador y Dios, sino en realidad más arriba de él! De ahora en adelante, no sólo le mandaría, sino que le crearía; no sólo en un sentido espiritual y místico, sino de un modo real, personal e irresistible.

La dignidad que yo acababa de recibir era mayor que todas las dignidades y tronos de este mundo. Yo sería un sacerdote de mi Dios para siempre jamás. ¡Cristo, ahora me asociaba consigo mismo perfectamente como el gran y eterno sacrificador, porque yo renovaría cada día de mi vida su SACRIFICIO EXPIATORIO! ¡A la orden mía, el eterno, unigénito Hijo de mi Dios vendría a mis manos en persona! ¡El mismo Cristo que se sienta a la diestra del Padre bajaría cada día para unir su carne a mi carne, su sangre a mi sangre, su alma divina a mi pobre alma pecadora para andar, trabajar y vivir en mí y conmigo en la más perfecta unidad e intimidad!

Pasé todo ese día y la mayor parte de la noche contemplando estos honores y dignidades super-humanos. Muchas veces caí de rodillas para darle gracias a Dios por sus misericordias  hacia mí. En la presencia de Dios y sus ángeles, dije a mis labios y a mi lengua: ¡Sean santos ahora, porque no solamente hablarán a su Dios, sino que le darán un nuevo nacimiento cada día! Dije a mi corazón: ¡Ahora, sé santo y puro, porque cada día llevarás al Santo de los Santos! A mi alma dije: ¡Ahora,  sé  santo, porque de aquí en adelante estarás íntima y personalmente unida a Cristo Jesús. Te alimentarás del cuerpo, sangre, alma y divinidad de aquel ante quien los ángeles no se hayan con suficiente pureza!

Mirando a mi mesa donde mi pipa llena de tabaco y mi tabaquero yacían, dije: ¡Maleza impura y perniciosa, nunca más me contaminarás! ¡Sería inferior a mi dignidad probarte más! Luego, abriendo la ventana, los eché a la calle para nunca volverlos a usar.

Al día siguiente, yo iba a decir mi primera misa y hacer ese milagro incomparable que la Iglesia de Roma llama TRANSUBSTANCIACIÓN. Mucho antes del amanecer estaba vestido y de rodillas. ¡Este iba a ser el día más santo y glorioso de mi vida! Exaltado el día anterior a gran dignidad, ahora por primera vez iba a hacer un milagro en el altar que ni ángeles ni serafines podrían hacer.

No es cosa fácil ejecutar todas las ceremonias de una misa. Hay más de cien diferentes
ceremonias y posiciones del cuerpo que es necesario cumplir con suma perfección. Omitir
una de ellas voluntariamente, por descuido negligente o por ignorancia, significa eterna condenación. Pero gracias a una docena de ejercicios la semana anterior y a los amigos amables que me ayudaron, ejecuté las ceremonias mucho más fácil de lo que esperaba. Duraron como una hora... Pero cuando terminaron, yo estaba agotado por el esfuerzo que hice para mantener mi mente y corazón al unísono con la grandeza infinita de los misterios realizados por mí.

Para hacerse creer que uno puede convertir un trozo de pan en Dios requiere un esfuerzo supremo de la voluntad y la aniquilación total de la inteligencia. El estado del alma al terminar el esfuerzo es más como la muerte que la vida.

Me persuadí que en verdad había hecho la acción más santa y sublime de mi vida, cuando en realidad, ¡Había sido culpable del acto más ultrajante de idolatría! Mis ojos, mis manos y labios, mi boca y lengua y todos mis sentidos e inteligencia me decían que lo que había visto, tocado y comido no era más que una oblea. Pero las voces del Papa y su Iglesia me decían que era el verdadero cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. ¡Me persuadí que las voces de mis sentidos e inteligencia eran las voces de Satanás y que la voz engañosa del Papa era la voz del Dios de verdad! Todo sacerdote de Roma tiene que aceptar esa necedad y perversidad extraña, cada día de su vida, para poder permanecer como sacerdote de Roma.

Necesito llevar al “buen dios” mañana a un enfermo, dice el sacerdote a su sirvienta, pero no hay más partículas en el sagrario. Haz algunos bizcochos para que yo pueda consagrarlos mañana.

La doméstica obediente toma la harina de trigo, porque ninguna otra clase de harina sirve para hacer el dios del Papa. Una mezcla de cualquier otra clase de harina haría el milagro de la “Transubstanciación” un gran fracaso. La sirvienta, por consiguiente, toma la masa y la coce entre dos planchas calientes. Cuando está bien cocida, toma las tijeras y corta las obleas que miden cuatro o cinco pulgadas. Las recorta hasta que quedan al tamaño de una pulgada y los entrega respetuosamente al sacerdote.

A la mañana siguiente, el sacerdote lleva las obleas recién hechas al altar y las convierte en cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. Fue una de esas obleas que yo llevé al altar en aquella hora solemne de mi primera misa y que convertí en mi Salvador por medio de las cinco palabras mágicas: “¡HOC EST ENIM CORPUS MEUM!”

Ahora pregunto: ¿Dónde está la diferencia entre la adoración del becerro-dios que hizo Aarón y la oblea-dios que yo hice el 22 de septiembre de 1833? La única diferencia es que la idolatría de Aarón duró sólo un día, mientras la idolatría en que yo viví, duró un cuarto de siglo y ha sido perpetuado en la Iglesia de Roma por más de mil años.

¿Qué ha hecho la Iglesia de Roma al abandonar las palabras de Cristo: “Haced esto en memoria de mí” y substituir su dogma de Transubstanciación? Ha llevado el mundo otra vez al paganismo antiguo. El sacerdote de Roma adora a un Salvador llamado Cristo; sí, pero ese Cristo no es el Cristo del Evangelio. Es un Cristo falso sacado de contrabando del Pantheón de Roma y en sacrilegio lo llaman con el nombre adorable de nuestro Señor Jesucristo.

Frecuentemente me han preguntado: ¿Será posible que sinceramente te creiste tener el poder de convertir a la oblea en Dios? ¿De verdad adorabas a esa oblea como tu Salvador? Para mi vergüenza y para la vergüenza de la pobre humanidad, tengo que decir que sí. Yo decía a la gente mientras se la presentaba: Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, adorémosle. Luego, postrándome de rodillas, adoraba al dios hecho por mí mismo con la ayuda de mi sirvienta. Y toda la gente se postraba para adorar al dios recién hecho.

Tengo que confesar, además, que aunque yo era obligado a creer en la existencia de Cristo en el cielo y era invitado por mi Iglesia a adorarlo como mi Salvador y mi Dios, igual que todo Católico-romano, tenía más confianza, fe y amor hacia el Cristo que yo había creado con unas cuantas palabras de mis labios, que hacia el Cristo del cielo.

Mi Iglesia me dijo que el Cristo del cielo estaba airado contra mí a causa de mis pecados;  que El constantemente se disponía a castigarme según su terrible justicia; que El se armaba de relámpagos y truenos para aplastarme y que si no fuera por su madre, quien intercedía por mí, día y noche, yo sería echado en el infierno por mis pecados. No sólo tenía que creer esta doctrina, sino tenía que predicarla a la gente. Además de esto, yo tenía que creer que el Cristo del cielo era un monarca poderoso, un rey gloriosísimo, rodeado de innumerables ejércitos de siervos, oficiales y amigos y que no le convenía a un pobre rebelde presentarse ante su rey  irritado para conseguir su perdón. Tendría que dirigirse a alguno de sus cortesanos de mayor influencia o a su madre, a quien nada le puede negar, para defender su causa.

Pero no había tales terrores ni temores en mi corazón cuando me acercaba a mi Salvador que yo mismo había creado. Un Salvador tan humilde e indefenso seguramente no tenía ningún struendo en su mano para castigar a sus enemigos. No podía tener ninguna mirada de enojo. El era mi amigo además de ser la obra de mis manos. ¿No le había yo bajado del cielo? y ¿No había venido amis manos para oírme, bendecirme y perdonarme, para que él se acercara a mí y yo a él?

Ningunas palabras pueden expresar la idea del placer que yo sentía al estar a solas ante el
Cristo de la misa matutina, derramando mi corazón ante sus pies. Para los que no han vivido
bajo esas terribles ilusiones, es imposible entender la confianza con que hablaba con el Cristo
delante de mí, ligado por los lazos de su amor por mí. Cuántas veces en los días más fríos del
invierno, en iglesias que nunca habían visto fuego alguno, con una temperatura de quince
grados bajo cero, pasaba horas enteras en adoración del Salvador a quien había hecho sólo
unas horas antes.

Cuán a menudo miraba con admiración silenciosa a la Persona Divina que estaba ahí
solitaria pasando las largas horas, día y noche, reprendida y abandonada para que yo tuviera
la oportunidad de acercarme a ella y hablarle como un amigo a otro, como un pecador
arrepentido con su Salvador misericordioso. Mi fe o más bien mi ilusión era entonces tan
completa que apenas sentía el frío cortante. Diré que en verdad las horas más felices que
pasé durante los largos años en que la Iglesia de Roma me había inundado en las tinieblas,
eran las horas que pasé adorando al Cristo que había hecho con mis propios labios. Y todo
sacerdote de Roma haría la misma declaración si fuera entrevistado sobre el tema.

Es un principio similar de monstruosa fe que impulsa a las viudas de la India a echarse con
gritos de gozo al fuego que les quemará en cenizas junto con los cadáveres de sus maridos
difuntos. Sus sacerdotes les han asegurado que semejante sacrificio les garantiza su propia
felicidad eterna y la de sus maridos difuntos.

De hecho, los Católico-romanos no tienen otro Salvador a quien puedan acudir aparte de
aquel hecho por la consagración de la oblea. El es el único Salvador que no está airado contra
ellos y que no requiere la mediación de vírgenes y santos para aplacar su ira. Por esta razón se
llenan los templos Católicos de los pobres y ciegos Católico-romanos. ¡Observen cómo corren
al pie de los altares a casi cualquier hora del día y a veces mucho antes del amanecer! Aun en
una mañana tempestuosa, verán a multitudes de adoradores caminando por el lodo para
pasar una hora al pie de sus sagrarios. Toda alma anhela tener un Dios con quien pueda
y quien oirá sus súplicas con un corazón de misericordia y secará sus lágrimas de
arrepentimiento.

Los hijos de luz, los discípulos del Evangelio que protestan contra los errores de Roma,
saben que  su Padre Celestial está en todo lugar y está dispuesto a oír, a perdonar y a
ayudarles. Ellos encuentran a Jesús en sus recámaras más secretas cuando entran ahí para
orar. Lo encuentran en el campo, atrás del mostrador y mientras viajan. Dondequiera se
encuentran con él y le hablan como amigo a su amigo.

No es así con los seguidores del Papa. A ellos les dicen contrario al Evangelio (Mt.24:23)
que Cristo está en la cámara secreta o sagrario. Cruelmente engañados por sus sacerdotes,
ellos corren, aguantan las tempestades para acercarse lo más posible al lugar donde vive su
Cristo misericordioso. Ellos van a ese Cristo pensando que les dará una cordial bienvenida,
que escuchará sus oraciones humildes y será compasivo a sus lágrimas de arrepentimiento.
Dejen de admirar los protestantes a los pobres Católico-romanos engañados que hacen
frente a la tempestad y van a la iglesia antes del amanecer. Esta devoción que tanto les
vislumbra, debe provocar compasión y no admiración. Porque es el resultado lógico de la más
terrible oscuridad espiritual. Es la consecuencia natural de la creencia que el sacerdote de
Roma puede  crear a Cristo  y Dios por la  consagración de una oblea  y guardarlo en un
sagrario...

Los egipcios adoraban a Dios en la forma de cocodrilos y becerros. Los griegos hicieron
dioses de mármol o de oro. El persa hizo al sol su dios. Los hotentotes hicieron sus dioses de
un hueso de ballena; viajaban lejos en tempestades para adorarlos. ¡La Iglesia de Roma hace
su dios de un trozo de pan! ¿No es esto idolatría?

Desde el año de 1833 hasta el día en que Dios en su misericordia abrió mis ojos, mi
sirvienta había usado más de treinta y seis mil kilos de harina de trigo para hacer obleas que
yo supuestamente convertía en el Cristo de la misa. Algunos de estos yo comí; otros cargué
conmigo para los enfermos y otros coloqué en el sagrario para la adoración de la gente.
Frecuentemente me pregunto: ¿Cómo es posible que haya sido culpable de un acto tan
ultrajante de idolatría? Mi única respuesta es la respuesta del ciego del Evangelio: “No sé,
pero una cosa si sé, que antes era yo ciego, mas ahora veo.” (Jn.9:25)


CAPÍTULO 18
En el mes de enero de 1834, oí el siguiente informe del Rev. Sr. Paquette, cura de St.
Gervais, en un banquete que había hecho para sus sacerdotes vecinos:

Cuando joven, yo era el vicario de un cura que podía comer tanto como dos de nosotros y
tomar tanto como cuatro. El era alto y fuerte y había dejado los moretones de sus puños
duros en la nariz de más de uno de sus ovejas amadas; porque su enojo era realmente
terrible después de tomar una botella de vino.

Un día, después de una comida suntuosa, le mandaron llamar para llevar el “buen dios” (Le
Bon Dieu) a un hombre moribundo. Era pleno invierno y el frío era intenso y los aires soplaban
fuertemente. Había casi dos metros de nieve y los caminos eran casi intransitables. Era un asunto serio viajar nueve millas en semejante día, pero no había remedio. El mensajero era uno  de  los  ancianos  principales  y  el  hombre  moribundo  era  uno  de  los  ciudadanos importantes del lugar. El cura, después de refunfuñar, tomó un vaso grande de buena Jamaica con su chofer como medida preventiva contra el frío. Fue a la iglesia, agarró al “buen dios” (Le Bon Dieu) y subió al trineo envuelto lo mejor posible en su grande sotana de piel de búfalo.

Aunque había dos caballos, uno delante del otro, para jalar al trineo, la jornada era larga y pesada y se empeoró por una circunstancia de mala suerte. A medio camino, se encontraron con otro viajero viniendo en la dirección opuesta. El camino era demasiado angosto para dejar a los dos trineos y caballos permanecer fácilmente en tierra firme al rebasarse. Una vez
que los caballos se inundan en uno o dos metros de nieve, entre más se esfuerzan para salir, más profundo se inundan.

El chofer quien llevaba el “buen dios” con el cura, naturalmente esperaba tener el privilegio de mantenerse en medio del camino y escapar del peligro de herir a uno de sus caballos o romper su trineo. Gritó al otro viajero con un alto tono de autoridad: ¡Viajero! Déjeme el camino. Meta a sus caballos a la nieve. Apresúrese, tengo prisa. ¡Llevo al “buen dios”!

Desgraciadamente ese viajero era un hereje a quien le importaba más sus caballos que el “buen dios”. El contestó: Que se lleve el diablo a su “buen dios”, pero no voy a romper el cuello de mi caballo. Si su dios no le ha enseñado las reglas de la ley y del sentido común, le voy a dar una lección gratuita sobre ese tema. Saltando de su trineo, tomó las riendas del caballo delantero del cura para ayudarle a caminar al lado del camino y mantener la mitad para sí mismo.

Pero  el  chofer,  quien  por  naturaleza  era  muy  impaciente  e  intrépido,  había  tomado demasiado con mi cura antes de salir de la casa parroquial para permanecer calmado como debería haber hecho. El también saltó de su trineo, corrió al extranjero, le agarró del cuello con su mano izquierda y levantó la derecha para golpearle en la cara.

Desgraciadamente para él, el hereje parecía haber previsto todo esto. El había dejado su abrigo en su trineo y estaba mejor preparado para el conflicto que su agresor. El también era un gigante en tamaño y fuerza. Rápido como un relámpago, sus puños derecho e izquierdo cayeron como mazos de hierro en la cara del pobre chofer quien cayó de espaldas a la nieve suave donde casi desapareció.

Hasta entonces, el cura había sido un espectador silencioso; pero el espectáculo y los gritos  de  su  amigo  a  quien  el  extranjero  aporreaba  sin  misericordia  le  hizo  perder  su paciencia. Quitando de su cuello la bolsa de seda que contenía el “buen dios”, lo colocó en el asiento del trineo y dijo: Querido  “buen dios”, por favor, permanece neutral; tengo que ayudar a mi chofer; no participes en este conflicto y yo castigaré a este protestante infame como él merece.

Pero el desgraciado chofer estaba completamente fuera de combate antes que el cura pudiera acudir en su auxilio. Su cara estaba cortada horriblemente, tres dientes quebrados, la mandíbula inferior desencajada y los ojos tan terriblemente dañados que duró varios días antes que volviera a ver algo.

Cuando el hereje vio al sacerdote venir a renovar la batalla, se quitó su otro capote para estar más libre en sus movimientos. El cura no había sido tan sabio. Demasiado confiado de su fuerza hercúlea, cubierto de su abrigo pesado se echó encima del extranjero.

Los dos combatientes eran verdaderos gigantes y los primeros golpes han de haber sido terribles de los dos lados. Pero el “hereje infame” probablemente no había tomado tanto como mi cura antes de salir de la casa, o tal vez era más experto en el intercambio de esos golpes salvajes. La batalla era larga y la sangre fluía libremente en ambos lados. Los gritos de los combatientes se hubieran oído a larga distancia si no fuera por el rugir del aire que en ese instante soplaba como un huracán.

La tempestad,  los  gritos,  la  sangre,  el  sobrepelliz  y  ropa  rota  enrojecida  de  sangre coagulada  formó  un  espectáculo  tan  terrible  que  se  asustaron  los  caballos  del  cura  y echándose a la nieve, dieron la espalda a la tempestad y corrieron rumbo a casa. Arrastraron los fragmentos del trineo volteado una grande distancia y llegaron a la puerta del establo con sólo unas partes pequeñas de los arreos.

El “buen dios” aparentemente oyó la oración de mi cura y permaneció neutral; en todo caso no se puso de parte de su sacerdote, porque perdió y el infame Protestante permaneció el amo de batalla. El cura tenía que sacar a su chofer de la nieve donde había quedado enterrado como un buey degollado. Los dos tenían que arrastrarse como media milla antes de llegar a la granja más cercana donde llegaron después del anochecer.

Pero lo peor no se ha dicho. Los caballos habían arrastrado el trineo cierta distancia, lo voltearon y lo hicieron pedazos. La bolsita de  seda  con la  caja plateada y  su  contenido precioso se perdió en la nieve y aunque cientos de personas la buscaron no se halló. Y solamente hacia fines de junio, un niño, viendo algunos trapos en el lodo junto al camino, los levantó y cayó la pequeña caja plateada.

Sospechando que era lo que la gente buscaba durante tantos días el invierno pasado, la llevó  a  la  casa  parroquial.  Yo  estaba  presente  cuando  la  abrieron.  Habíamos  esperado encontrar  al  “buen  dios”  más  o  menos  intacto,  pero  estábamos  destinados  a  ser desilusionados. ¡El “buen dios” estaba completamente fundido! (¡Le Bon Dieu etait fondú!)

Durante la recitación de esta historia picante, que fue narrada de la manera más divertida y cómica, los sacerdotes habían bebido libremente y se reían a carcajadas. Pero cuando llegó la conclusión: “¡Le Bon Dieu etait fondú!” Había un prorrumpir de carcajadas como nunca había oído. Los sacerdotes golpeaban el suelo con sus pies y la mesa con sus manos, llenando la casa con gritos de ¡Le Bon Dieu est fondú! ¡Le Bon Dieu est fondú! (El “buen dios” está fundido). Sí, el dios de Roma arrastrado por un  sacerdote borracho en verdad se había fundido en la zanja lodosa. Este hecho glorioso fue proclamado por sus propios sacerdotes en medio de risa convulsiva y ante mesas llenas de botellas de vino recién vaciadas por ellos.

A mediados  de marzo  de  1839,  pasé  uno  de  los  días más  desgraciados  de mi  vida sacerdotal. Como a las dos de la tarde, un pobre irlandés de más allá de las altas montañas vino apresuradamente para que fuera a ungir a una mujer moribunda. Tardé diez minutos en correr a la iglesia, meter al “buen dios” en la pequeña caja plateada, encerrarlo todo en la bolsa de mi chaleco y subir al trineo rústico del irlandés.

Los caminos eran sumamente malos y teníamos que ir muy despacio. A las siete p.m., faltaban más de tres millas para llegar a la casa de la enferma. Ya oscurecía y el caballo estaba tan agotado que no era posible seguir adelante por el bosque tenebroso. Decidí pasar la noche en una choza de irlandeses pobres que vivían cerca del camino. Toqué a la puerta y pedí hospedaje. Fui recibido con esa demostración calurosa de respeto que todo irlandés Católico-romano  sabe mostrar a  sus  sacerdotes mejor que nadie.  La  choza medía  siete metros  de  largo  y  cinco  de  ancho.  Fue  hecho  de  troncos  redondos  entrelazados  con abundancia de barro para evitar la entrada del aire y del frío. Seis gordos y saludables niños y niñas aunque medio desnudos y no muy bien lavados, se presentaron alrededor de sus buenos padres como testigos vivos de que esta choza, a pesar de su apariencia fea, era realmente un hogar feliz para sus habitantes. Además de ocho seres humanos protegidos bajo ese techo hospitalario, vi en un extremo de la choza una magnífica vaca con su becerro recién nacido y dos puercos finos. Estos dos últimos huéspedes estaban separados del resto de la familia sólo por una división, de como un metro de alto, hecha de ramas.

Por favor, Su Reverencia, dijo la buena mujer después de preparar la  cena, disculpe nuestra  pobreza,  pero tenga la  seguridad  que nos  sentimos felices  y muy honrados  de hospedarle en nuestra humilde morada esta noche. Mi única pena es que solamente papas, leche y mantequilla tenemos para ofrecerle de cenar. En esta región apartada, el té, el azúcar y la harina de trigo son lujos escasos.

Le  agradecí  a  la  buena  mujer  su  hospitalidad,  asegurándole  que  las  buenas  papas, mantequilla  fresca  y  leche  eran  el  mejor  manjar  exquisito  que  me  podrían  ofrecer  en cualquier lugar. Me senté a la mesa y comí una de las cenas más deliciosas de mi vida. Las papas estaban muy bien cocidas y la mantequilla, crema y leche eran de la mejor calidad. También mi  apetito  estaba  bastante  agudo  debido  a la jornada larga  por las montañas escarpadas.

No les había dicho a esta buena gente ni a mi chofer que tenía en la bolsa de mi chaleco al “Le Bon Dieu” (el “buen dios”) porque les hubiera inquietado demasiado, añadiendo a mis otras dificultades. Cuando llegó la hora de dormir, me acosté con toda mi ropa. Dormí bien, porque estaba muy cansado debido a los caminos pesados y quebrantados desde Beauport hasta estas montañas distantes.

A la mañana siguiente antes del desayuno y del alba, me levanté y tan pronto que vimos el primer vislumbre para ver el  camino,  salí en dirección de la  casa de la mujer enferma, después de ofrecer una oración en silencio.

No había viajado más de un cuarto de milla cuando metí mi mano en la bolsa de mi chaleco y  para  mi  consternación  indescriptible,  descubrí  que  me  faltaba  la  cajita  plateada  que contenía al “buen dios”. Un sudor frío pasó por mi cuerpo. Le dije al chofer que se parara y se regresara inmediatamente, porque perdí algo que tal vez encontraría en la cama donde dormí. Dentro de cinco minutos volvimos; al abrir la puerta encontré a la pobre mujer y su esposo casi enloquecidos. Estaban pálidos y temblorosos como criminales esperando ser condenados.

¿No encontraron una cajita plateada después que salí? pregunté.¡Ay, Dios mío! respondió la mujer desolada, sí la encontré, pero quiera Dios que nunca la hubiera visto; aquí está.

Pero, ¿Por qué lamenta usted haberlo encontrado cuando yo estoy tan feliz de hallarla aquí segura en sus manos? repliqué.

¡Ay! Su Reverencia, usted no sabe qué desgracia tan terrible me sucedió hace menos de medio minuto antes que usted llamara a la puerta, exclamó.

¿Qué desgracia le habrá ocurrido en tan corto tiempo? le pregunté. Bueno, por favor, Su Reverencia, abra la cajita y me comprenderá.

La abrí. ¡Pero el “buen dios” no estaba ahí! Mirándole a la cara de la mujer afligida, le pregunté: ¿Qué significa esto? ¡Está vacía!

¡Significa respondió, que soy la mujer más desgraciada! Ni cinco minutos después que usted salió, fui a su cama y encontré esa cajita. No sabiendo qué era, la enseñé a mis hijos y a mi esposo. Le pedí a mi esposo que la abriera, pero rehusó hacerlo. Entonces la volteé por todos lados intentando adivinar qué contenía, hasta que el diablo me tentó tanto que decidí abrirla. Vine a este rincón donde está esta lámpara pálida y la abrí. Pero, ¡Ay, Dios mío! no me atrevo a decir lo demás.

Al decir estas palabras, cayó al suelo en un ataque de histeria, con gritos agudos y echando espuma por la boca. Arrancaba cruelmente su cabello con sus propias manos. Los gritos y lamentaciones de los niños eran tan angustiosos que apenas pude evitar de llorar también.

Después de varios momentos de la mayor agonía, viendo que se calmaba más la mujer, me dirigí al esposo diciendo: Por favor, explíqueme estas cosas tan extrañas.

Al principio apenas pudo hablar, pero como yo le presionaba, me dijo con voz temblorosa: Por favor, Su Reverencia, mire ese  recipiente que usan los niños y tal vez comprenderá nuestra desolación. Cuando mi esposa abrió la cajita, no se fijó que ahí estaba el recipiente directamente abajo de sus manos. ¡Al abrirla, lo que había en la cajita plateada cayó en el recipiente y se hundió! Todos nos llenamos de asombro cuando llamó usted a la puerta y entró.

Me sentí tan sobrecogido de horror indecible al pensar que el cuerpo, sangre, alma y divinidad de mi Salvador Jesucristo estaba ahí hundido en ese recipiente, que me quedé mudo y por largo rato no sabía ni qué hacer. Primero vino a mi mente que debería meter mi mano al recipiente e intentar rescatar a mi Salvador de ese sepulcro de ignominia, pero no podía reunir suficiente valor para hacerlo.

Por  fin,  pedí  a  la  pobre  familia  desolada  que  cavara  un  hoyo  de  un metro  y  que  lo enterraran con su contenido y salí de la casa después que les prohibí jamás decir una sola
palabra de esa terrible calamidad.

En uno de los libros más sagrados de leyes y reglamentos de la Iglesia de Roma, (Misale Romanum) leemos en la página 58: “Si el sacerdote vomita la eucaristía, si las especies aparecen enteras, que sean tragadas reverentemente a menos que surja la enfermedad; para entonces, que las especies consagradas sean separadas con cuidado y sean guardadas en un lugar sagrado hasta que se corrompan y después echarlas a la basura. Pero si las especies no aparecen, sea quemado el vómito y las cenizas echadas a la basura”.

Cuando yo era sacerdote de Roma estaba obligado con todo el católico-romano, a creer que Cristo había puesto su propio cuerpo en su boca con sus propias manos y que él se comió a sí mismo, no espiritualmente, sino de una manera material y substancial. ¡Después de comer a sí mismo, se dio a cada uno de sus discípulos quienes le comieron también! !En todas las edades oscuras del paganismo, el mundo jamás ha visto a semejante sistema de idolatría tan  degradante,  impía,  ridícula  y  diabólica  en  su  consecuencia  como  el  dogma  de Transubstanciación que enseña la Iglesia de Roma!

Cuando con la luz del Evangelio en la mano, el Cristiano entra a esos escondrijos horribles de  superstición,  necedad  e  impiedad,  casi  no  puede  creer  a  sus  ojos  y  oídos.  ¡Parece imposible que los hombres puedan consentir en adorar a un dios que las ratas puedan comer! ¡Un dios que puede ser arrastrado y perdido en una zanja lodosa por un sacerdote borracho! ¡Un dios que puede ser comido, vomitado y comida otra vez por aquellos que tienen suficiente valor para comer otra vez lo que hayan vomitado!

La religión de Roma no es una religión, es una parodia, la caricatura despreciable y la destrucción  de  religión.  La  Iglesia  de  Roma,  como  hecho  público,  no  es  más  que  el cumplimiento de esa profecía terrible: “Por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos, Dios les envía un poder engañoso para que crean la mentira.” (2 Tes. 2:10-11)


CAPÍTULO 19
El 24 de septiembre de 1833, el Rev. Sr. Casault, secretario del Obispo de Qüebec, me resentó las cartas oficiales donde me nombraron el vicario del Rev. Sr. Perras, el arcipreste y cura de St. Charles. Pronto me encaminé con corazón alegre para tomar el cargo asignado a mí por mi superior.

La parroquia de St. Charles está hermosamente situada como a veinte millas al suroeste de Qüebec en las riberas de un río. Las granjas grandes y graneros pulcramente blanqueados con cal eran símbolos de paz y consolación.

Muchas  veces  yo  había  oído  que  el  Rev.  Sr.  Perras  era  uno  de  los  sacerdotes  más instruidos, piadosos y venerables de Canadá. Cuando llegué, él había salido a visitar a un enfermo, pero su hermana me recibió con todos los signos de cortesía. A pesar de la carga de sus 55 años, ella había preservado toda la frescura y amabilidad de la juventud.

Después de algunas palabras de bienvenida, me mostró mi estudio y recámara. Los dos cuartos eran la perfección de orden y comodidad. Cerré las puertas y caí de rodillas para dar gracias a Dios y a la Bendita Virgen por haberme dado semejante hogar. Diez minutos más tarde, regresé a la sala grande donde hallé a la Srta. Perras esperando para ofrecerme una copa de vino. Luego me dijo cuánto se alegraron ella y su hermano cuando supieron que yo iba a venir a vivir con ellos. Ella había conocido a mi madre antes de casarse y me contó cómo había pasado días felices con ella.

Ella no pudo haberme hablado de un tema más interesante que mi madre. Aunque había muerto hacía varios años, ella nunca dejó de estar presente en mi mente y cercana y querida a mi corazón.

Al  rato,  llegó  el  cura  y  me  levanté  para  saludarlo,  pero  es  imposible  expresar adecuadamente lo que sentí en ese momento. Para entonces, el Rev. Sr. Perras tenía como 65 años de edad. Era un hombre alto y casi un gigante. Ningún rey jamás tuvo un porte de mayor dignidad. Sus hermosos ojos azules eran la encarnación de bondad. Había en su rostro una
expresión  de  paz,  calma,  piedad  y  bondad  que  conquistó  completamente mi  corazón  y respeto. Cuando, con una sonrisa en sus labios, extendió sus manos hacia mí, caí de rodillas y dije: Señor Perras, Dios me envía a usted para que usted sea mi primer maestro y padre. Usted guiará mis primeros pasos inexpertos en el santo ministerio. Bendígame y ruegue que yo sea un buen sacerdote igual que usted mismo.

Esa acción mía, impremeditada y sincera, conmovió tanto al buen sacerdote anciano que apenas podía hablar. Inclinándose hacia mí, me levantó y me abrazó. Con una voz temblando de emoción dijo: Que Dios te bendiga mi querido señor y él también sea bendito por haberte escogido para ayudarme a sobrellevar la carga del ministerio en mi vejez.

Después de una media hora de la conversación más interesante, me mostró su biblioteca que era muy grande y compuesta de los mejores libros que a un sacerdote de Roma le es permitido leer. Muy amablemente la puso a mi disposición.

Durante los ocho meses en que era mi privilegio permanecer con el venerable Sr. Perras, la conversación era sumamente interesante. Nunca oí de él ninguna plática frívola ni odiosa
como se acostumbra haber entre los sacerdotes. Era bien versado en la literatura, filosofía,
historia  y teología  de  Roma.  Había  conocido  personalmente  a  casi todos  los  obispos  y
sacerdotes  de  los  últimos  cincuenta  años  y  su  memoria  estaba  bien  almacenado  de
anécdotas y hechos concerniente al clero casi desde los días de la conquista de Canadá.
Un par de meses antes de mi llegada a St. Charles, el vicario que me precedió, llamado
Lajus, se fugó públicamente con una de sus penitentes hermosas. Después de tres meses de
escándalo  público,  ella,  arrepentida,  volvió  a  sus  padres  que  estaban  destrozados  de
corazón. Casi al mismo tiempo, un cura vecino en el cual yo tenía mucha confianza, también
se comprometió con una de sus bellas feligresas de una manera vergonzosa aunque menos
publicada. Estos dos escándalos me angustiaban en extremo y por casi una semana me sentí
tan inundado de vergüenza que tenía pavor de mostrar mi cara en público y casi me arrepentí
de haber llegado a ser sacerdote. Mis noches eran desveladas; apenas podía comer. Mis
pláticas con el Sr. Perras perdían su encanto.
¿Estás enfermo mi joven amigo? me preguntó un día.
No señor, no estoy enfermo, contesté, pero sí estoy triste.
El replicó: ¿Puedo saber la causa de tu tristeza? Solías estar alegre y feliz desde que llegaste.  Por favor,  dime,  ¿Qué te  pasa?  Yo  soy  un  hombre  anciano  y  conozco muchos remedios tanto para el alma como para el cuerpo.

Los dos últimos escándalos terribles de los sacerdotes, le respondí, son la causa de mi tristeza. Las noticias han caído sobre mí como una bomba. Aunque había oído algo de esa naturaleza cuando era un sencillo eclesiástico en el colegio, la debilidad humana de tantos sacerdotes es verdaderamente angustiosa. ¿Cómo puede uno esperar estar firme sobre sus pies cuando ve a semejantes hombres tan fuertes caer a su lado? ¿Qué será de nuestra santa Iglesia en Canadá y en todo el mundo si sus sacerdotes más devotos son tan débiles y tienen
tan poquito auto-respeto y tan poquito temor de Dios?

Mi querido joven amigo, respondió el Sr. Perras, nuestra santa Iglesia es infalible. Las puertas del infierno no pueden prevalecer contra ella. Pero la seguridad de su perpetuidad e infalibilidad no depende de ningún fundamento humano; No depende de la santidad personal de  sus  sacerdotes. La prueba más  clara de que nuestra  santa  Iglesia tiene promesa de perpetuidad e infalibilidad, se saca de los mismos pecados y escándalos de sus sacerdotes. Porque esos pecados y escándalos lahubieran destruido desde hace mucho tiempo si Cristo
no estuviera en medio de ella para salvarla y sostenerla.

Así como el arca de Noé fue salvada milagrosamente por la mano poderosa de Dios cuando de otra manera las aguas del diluvio la hubieran naufragado, también nuestra santa Iglesia se evita perecer en las inundaciones de iniquidad por las cuales demasiados sacerdotes han inundado  al  mundo.  Por  tanto,  en  medio  de  todos  estos  escándalos,  mantén  firmes  e inconmovibles tu fe y confianza en nuestra santa Iglesia y tu respeto por ella, así como el soldado valiente hace un esfuerzo super-humano para salvar la bandera cuando ve a los que la llevan caer degollados en el campo de batalla. ¡Ay! Y tú verás a muchos portadores de la bandera perecer antes que alcances a mi edad.

Yo estoy por terminar mi carrera y gracias a Dios mi fe en nuestra santa Iglesia está más fuerte que nunca; aunque he visto y oído muchas cosas que en comparación con ellas, los hechos que ahora te afligen son meras pequeñeces.

Para prepararte mejor para el conflicto, pienso que es mi deber decirte un hecho que me informó el fallecido Sr. Obispo Plessis. Nunca lo he revelado a nadie, pero mi interés en ti es tan grande que te lo contaré. Mi confianza en tu sabiduría es tan absoluto que estoy seguro no abusarás de ella. Nunca debemos permitir a la gente saberlo, porque no sólo disminuiría, sino destruiría su respeto y confianza en nosotros sin los cuales sería casi imposible guiarlos.

Ya te conté que el fallecido venerable Obispo Plessis era mi amigo personal. Cada verano cuando terminaba los tres meses de visitación episcopal de su diócesis, él venía y pasaba ocho o diez días de reposo absoluto y disfrutaba de la vida solitaria y privada conmigo en esta casa parroquial. Los dos cuarto que tú ocupas eran de él y muchas veces él me dijo que los días más felices de su vida episcopal eran los que pasaba en esta soledad.

Un verano, él llegó más cansado que nunca y casi me asustó el aire de angustia que cubría su rostro. Yo supuse que esto se debía a su fatiga extrema y esperaba que a la mañana siguiente volvería a ser el mismo hombre amable e interesante. Yo también estaba muy agotado  y  dormí profundamente  hasta  las  tres  de  la  mañana.  Luego,  de  repente  me despertaron los sollozos, lamentaciones medio suprimidas y oraciones que salían del cuarto del obispo. Sin perder un solo momento, fui y toqué a la puerta preguntando de la causa de estos sollozos. Aparentemente el pobre obispo no sospechaba que yo le podía oír.

¿Sollozos, sollozos? respondió, ¿Qué quiere decir con eso? Por favor, regrese a su cuarto a dormir. No se moleste por mí. Estoy bien. y él absolutamente rehusó abrir la puerta de su cuarto. Las horas restantes de la noche, las pasé desvelado. Los sollozos del obispo eran más suprimidos, pero no podía evitar que yo los escuchara.

A la mañana siguiente, sus ojos estaban rojos y en su rostro se veía que había sufrido intensamente. Después del desayuno le dije: Mi señor, la noche pasada ha sido una noche de desolación para Su Señoría. Por amor de Dios y en el nombre de los lazos sagrados de amistad, por favor, dígame la causa de su dolor; disminuirá al momento que lo comparta con su amigo.

El obispo me contestó: Tiene usted razón cuando piensa que estoy bajo una carga de gran desolación, pero su causa es de tal naturaleza que no puedo revelarlo ni a usted, mi querido
amigo.

Durante el día, en vano hice todo lo posible para convencer al Monseñor Plessis a revelar la causa de su dolor. Esa noche, Su Señoría se metió a su recámara más temprano de lo normal.

Era imposible para mí dormir esa noche, porque su desolación parecía ser tan grande que temí encontrar a mi querido amigo muerto en su cama la mañana siguiente. Yo le observé desde el cuarto adjunto desde las diez de la noche hasta la mañana siguiente y vi que su dolor era todavía más intenso.

Formé una firme resolución, la cual efectué al momento que él salió de su cuarto por la mañana. Mi señor, le dije, yo pensé, hasta anoche, que usted me honraba con su amistad, pero hoy veo que estaba equivocado. Usted no me considera su amigo, porque si yo fuera un amigo digno de su confianza, descargaría su corazón al mío. ¡De qué sirve una amistad si no es para ayudarnos a sobrellevar las cargas de la vida! Yo me sentía honrado por su presencia en mi casa mientras me consideraba su propio amigo. Pero me parece muy probable que la carga que quiere llevar usted solo, le matará y eso muy pronto. No me gusta nada la idea de encontrarle súbitamente muerto en mi casa parroquial y tener al juez de primera instancia pidiendo informes dolorosos. Por tanto, mi señor, no se ofenderá si le pido respetuosamente a Su Señoría que busque otro alojamiento lo más pronto posible.

Mis palabras cayeron sobre el obispo como una bomba. Con un profundo suspiro me miró en la cara con lágrimas rodando de sus ojos y dijo: Tiene usted razón, Sr. Perras, nunca debería ocultar mi dolor de un amigo, como usted siempre ha sido. Pero usted es el único a quien  puedo  revelarlo.  Sin  duda  su  corazón  sacerdotal  y  Cristiano  no  será  menos quebrantado que el mío, pero usted me ayudará a sobrellevarlo con sus oraciones y consejos sabios. Sin embargo, antes de iniciarlo en un misterio tan terrible, vamos a orar. Luego, nos arrodillamos y rezamos juntos un rosario para invocar el poder de la Virgen María; después, recitamos un Salmo.

Entonces el obispo dijo: Usted sabe que acabo de terminar la visita de mi diócesis inmenso de Qüebec. No le hablaré de la gente; ellos generalmente son verdaderamente religiosos y fieles a la Iglesia. Pero los sacerdotes, ¡Ay, Dios mío! ¿Te diré lo que son? Mi querido Sr. Perras, casi moriría de gozo si Dios me dijera que estoy equivocado. Pero, ¡Ay! No estoy equivocado. La triste y terrible verdad es ésta: ¡Los sacerdotes, con la excepción de usted y otros tres, todos son infieles y ateos! ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Qué será de la Iglesia en manos de hombres tan malvados! Y cubriendo su rostro con sus manos, el obispo estalló en llanto y por una hora no podía decir una sola palabra y yo mismo me quedé mudo.

Al  principio,  lamenté  haber  presionado  al  obispo  a  revelar semejante  “misterio  de iniquidad” inesperado. Pero después de una hora de silencio, casi incapaces de mirarnos la cara, le dije: Mi señor, lo que usted me acaba de decir ciertamente es la cosa más triste que jamás he oído, pero permíteme decirle que su dolor está fuera de límites.

Le llevé a la biblioteca y abrí las páginas de la historia de la Iglesia y le mostré los nombres de más de cincuenta Papas que habían sido ateos e infieles. Leí las vidas de Borgia, Alejandro VI y otra docena más que segura y justamente serían ahorcados hoy por el verdugo de Qüebec si ellos cometieran en esta ciudad la mitad de los crímenes públicos de adulterio, homicidio y perversiones de toda clase que ellos cometieron en Roma, Avignón, Nápoles, etc.

Claramente le comprobé que sus sacerdotes, aunque infieles y ateos, eran ángeles de piedad, modestia, pureza y religión en comparación con un Borjia que vivió públicamente como hombre casado con su propia hija y tuvo un hijo por ella. El acordó conmigo que varios de los Papas: Los Alejandro, los Juan, los Pío y los Leo se hundieron mucho más profundo en el abismo de iniquidad que sus sacerdotes. Mi conclusión fue que si nuestra santa Iglesia pudo sobrevivir la influencia mortal de tales escándalos durante tantos siglos en Europa, no sería destruida en Canadá aun por la legión de ateos que la sirven hoy. El obispo reconoció la lógica de mi conclusión y me dio las gracias por impedir que se desesperara del futuro de nuestra santa Iglesia en Canadá. Los demás días que pasó conmigo, estaba casi tan alegre y amable como antes.

Ahora, mi querido joven amigo, añadió el Sr. Perras, espero que tú seas tan razonable y lógico en tu religión como el Obispo Plessis, quien probablemente fue el hombre más grande que ha tenido Canadá. Cuando Satanás intenta conmover tu fe por los escándalos que ves, acuérdate de aquel Papa, quien para vengarse de su predecesor, le mandó exhumar; trajo su cadáver delante de los jueces; le acusó de los crímenes más horribles que él comprobó por muchos testigos oculares y sentenció al Papa muerto a ser decapitado, arrastrado con sogas por las calles lodosas de Roma y echado en el río Tiber. Sí, cuando tu mente está oprimida por los crímenes secretos de los sacerdotes que llegues a saber, sea por el confesionario o por rumor público, acuérdate que más de doce Papas fueron elevados a esa alta y santa dignidad por las prostitutas ricas de influencia de Roma con las cuales ellos vivían públicamente de la manera más escandalosa. Acuérdate del joven  Juan XI, hijo del Papa Sergio, quien fue consagrado Papa, cuando tenía sólo doce años, por la influencia de su madre prostituta Marosia. El fue tan horriblemente disoluto que fue destituido por el pueblo y el clero de Roma.

Bien, si nuestra santa Iglesia pudo pasar por semejantes tempestades sin perecer, ¿No es una evidencia viviente de que Cristo es su piloto; que ella es imperecedera e infalible, porque San Pedro es su fundamento?

¡Ay, Dios mío! ¿Confesaré lo que eran mis pensamientos durante ese discurso de mi cura que duró más de una hora? Sí, tengo que decir la verdad. Cuando el sacerdote me estaba exhibiendo los crímenes inmencionables de tantos de nuestros Papas, una voz misteriosa eestaba repitiendo a los oídos de mi alma las palabras del querido Salvador: “Un árbol bueno no puede dar malos frutos ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis.” (Mt.7:18-20) A pesar de mí mismo, la voz de mi conciencia clamaba en tonos de trueno: Una Iglesia cuya cabeza y miembros  son tan horriblemente  corruptos, de ninguna manera puede  ser la  Iglesia de Cristo.




CAPÍTULO 20
Generalmente, los sacerdotes vivían en unidad cordial y fraternal y solían, cada uno por turno, dar un gran banquete cada jueves. Varios días antes se hacían preparativos para colectar todo lo que podía agradar al gusto de los invitados. Se compraban los mejores vinos, se buscaban los pavos, pollos, corderos o lechones más gordos. Se hacían en casa o se traían de la ciudad los pasteles más deliciosos a toda costa y se pedían los postres y frutas más raras y costosas.

Había una extraña competencia entre aquellos curas para ver quien superaba al otro. Se empleaban varias ayudantes extras, unos días antes, para ayudar a las sirvientas ordinarias en preparar el “GRAN BANQUETE”.

El segundo jueves de mayo de 1834, le tocó al Sr. Perras. A las doce del día, éramos quince sacerdotes alrededor de la mesa.

Aquí, reconoceré los hábitos perfectos de moral y sobriedad del Sr. Perras. El, sí tomaba su copita social de vino, pero nunca le vi tomar más de dos copas en una misma comida. Quisiera poder decir lo mismo de todos los que estaban en su mesa ese día.

Nunca he visto, ni antes ni después, una mesa cubierta con tantas viandas apetitosas y exquisitas. El buen cura había superado a sí mismo. Una de las características más notables de estos banquetes era la ligereza y la falta absoluta de seriedad y gravedad. ¡Ni una sola palabra dicha en mi presencia ahí, indicaría que estos hombres tuvieran otro interés en el mundo aparte de comer, beber, contar y oír cuentos, reírse y llevar una vida alegre!

Al principio me agradó todo lo que oí, vi y gusté. Me reí de buena gana con los demás invitados de sus historias picantes de sus bellas penitentes o de las caricaturas chistosas que pintaban los unos de los otros; sin embargo, en ratos me sentí inquieto y molesto. Una y otra vez las lecciones de la vida sacerdotal recibidas de los labios de mi querido y venerable Sr. Leprohon llamaban fuertemente a la puerta de mi conciencia. Algunas palabras de las Santas Escrituras también hacían un ruido extraño en mi alma y mi propio sentido común me decía que esto no era la manera de vivir que Cristo enseñó a sus discípulos.

Hice un gran esfuerzo para sofocar esas voces molestas. A veces tuve éxito y me volvía alegre, pero un momento después fui agobiado nuevamente por ellas y sentí escalofríos como  si  hubiera  percibido  en  las  paredes  del  salón  festivo  el  dedo  de  mi  Dios  airado escribiendo:  “MENE MENE TEKEL UPHARSIN”. Entonces, toda mi alegría desapareció y a pesar de todos mis esfuerzos de parecer feliz, el Rev. Sr. Paquette, cura de St. Gervais, lo observó en mi rostro. Ese sacerdote era probablemente el que más disfrutaba de toda esa fiesta. Bajo el manto nevado de 65 años había guardado el afecto y jovialidad de la juventud.

Era amado por todos y particularmente por los sacerdotes jóvenes quienes eran los objetos de su constante atención. Siempre había sido sumamente bondadoso conmigo y me atrevo a decir que mis horas más agradables eran las que pasé en su casa parroquial.

Mirándome en el preciso momento en que todo mi intelecto estaba bajo la nube más oscura, me dijo: Mi querido Padrecito Chíniquy, ¿Estás cayendo en las manos de la melancolía mientras todos estamos tan felices? ¡Estabas alegre hace media hora! ¿Estás enfermo? ¡Te ves tan serio y ansioso como Jonás en el vientre de la ballena! ¿Te han dejado algunas de tus bellas penitentes para ir a confesarse con otro?

Ante estas preguntas chistosas, el comedor se conmovió de risa convulsiva. Yo quería haber participado, pero no había  remedio. Un momento antes, vi que se sonrojaron las sirvientas. Se escandalizaron por unas palabras indecentes proferidas por un sacerdote joven acerca de una de  sus penitentes, palabras que  seguramente nunca hubiera dicho  si no hubiera ingerido demasiado vino. Le  respondí: Estoy muy agradecido por su bondadoso interés y me siento muy honrado de estar aquí en medio de ustedes. Pero así como al día más claro no le faltan nubes, así es con nosotros a veces. Soy joven e inexperto y no he aprendido ver algunas cosas correctamente todavía. Cuando tenga más años espero ser más sabio y no ponerme en ridículo como hago hoy.

¡Tah, tah, tah!  dijo  el  anciano  Sr.  Paquette,  ésta  no  es  la  hora  de  nubes  oscuras  y melancolía. Alégrate como conviene tu edad. Habrá suficientes horas durante el resto de tu vida para la tristeza y los pensamientos sobrios. Y apelando a todos, preguntó: ¿No es cierto caballeros?

¡Si, sí! respondieron unánimes todos los invitados.

Ahora, dijo el sacerdote anciano, tú oíste el veredicto del jurado. Está a favor mío y en contra tuya. Díme la causa de tu tristeza y me comprometo a consolarte y hacerte feliz como estabas al comienzo del banquete.

Yo preferiría que ustedes siguieran disfrutando de esta hora agradable sin fijarse en mí, respondí, por favor, discúlpenme si no les molesto con las causas de mi necedad personal.

Bien, bien, dijo el Sr. Paquette, ya lo veo. La causa de tu problema es que todavía no hemos brindado una sola copa de jerez. Llena tu copa de este vino y seguramente ahogarás a la melancolía que veo al fondo. Con gusto, dije, me siento honrado al brindar con usted. Y eché algunas gotas de vino a mi copa.

¡Ay, ay! ¿Veo lo que estás haciendo? ¡Sólo unas gotas en tu copa! Eso ni mojaría la pata hendida de la melancolía que te atormenta. Se requiere una copa llena y rebosando para ahogarla y acabar con ella. Llena tu copa de este vino precioso, el mejor que jamás he probado.

Pero no puedo tomar más que estas gotitas.
¿Por qué no? replicó.

Porque ocho días antes de su muerte me escribió mi madre pidiéndome prometerla que nunca tomaría más que dos copas de vino en la misma comida. ¡Le hice esa promesa en mi contestación y el mismo día que recibió mi promesa, partió de este mundo para transmitirla escrita en su corazón al cielo a los pies de su Dios!

Guarda esa promesa sagrada, respondió el cura anciano, pero díme, ¿Por qué estás tan triste cuando nosotros estamos tan alegres?¡Sí, sí! dijeron todos los sacerdotes, tú sabes que simpatizamos contigo, por favor, dínos la causa de esta tristeza.

Entonces contesté: Sería mejor para mí, guardar mi propio secreto que yo sé que me pondrá en  ridículo aquí, pero como ustedes están unánimes en su petición, se los diré: Ustedes  bien  saben  que  he  sido  impedido  hasta  ahora  asistir  a  algunos  de  sus  gran banquetes. Dos veces tuve que ir a Qüebec, a veces he estado enfermo, varias veces fui llamado para visitar a una persona moribunda y otras veces, por el clima, los caminos eran intransitables. Este, entonces, es el primer gran banquete al cual tengo el honor de asistir con todos ustedes.

Pero antes de proseguir, debo decirles que durante los ocho meses en que he tenido el privilegio de sentarme a la mesa del Rev. Sr. Perras, nunca he visto en esta casa parroquial cosas  semejantes  a  los  que  acaban  de  suceder.  Sobriedad,  moderación  y  verdadera templanza evangélica en bebida y comida han sido la regla invariable. Nunca se ha dicho ninguna palabra que haría sonrojar a las sirvientas ni a los ángeles de Dios. ¡Quiera Dios que no estuviera aquí hoy! porque francamente estoy escandalizado por la mesa epicuriana delante de nosotros y el número increíble de botellas de los vinos más caros vaciados en esta comida.

Sin embargo, espero que esté equivocado en mi evaluación de lo que he visto y oído. Soy el más joven  de todos  ustedes.  No me  corresponde  enseñar  a  ustedes,  sino  es mi  deber aprender de ustedes.

¡Ay, ay! Mi querido Chíniquy, respondió el cura anciano, has agarrado al bastón por la punta equivocada. ¿No somos todos hijos de Dios?

Sí, señor, respondí, somos hijos de Dios.

Ahora, ¿No da un padre amoroso lo que él considere la mejor parte de sus bienes a sus amados hijos?

Sí, señor, repliqué.
¿No se agrada ese padre amoroso cuando ve a sus amados hijos comer y beber las cosas buenas que les ha preparado?

Sí, señor, fue mi respuesta.
Entonces, respondió el sacerdote lógico, entre más nosotros los amados hijos de Dios comamos  estas  viandas  exquisitas  y bebamos  estos  vinos deliciosos que nuestro  Padre Celestial pone en nuestras manos, más se agrada de nosotros. Entre más nosotros, los más amados de Dios, nos alegramos y nos gozamos, más él mismo se agrada y se regocija en su reino celestial. Pues, si Dios, nuestro Padre, se agrada tanto de nosotros, ¿Por qué tú estás tan triste?

Esta obra maestra de argumentación fue recibida por todos (excepto el Sr. Perras) con aplausos de aprobación y gritos de “¡Bravo, bravo!”

Yo era demasiado cobarde para decir lo que sentía. Intenté ocultar mi tristeza creciente con sonrisas forzadas en mis labios. Para entonces, era la una y cuarto p.m. A las dos, todo el grupo fue a la iglesia donde, después de adorar a su dios oblea por quince minutos, cayeron de rodillas a los pies los unos de los otros a confesar sus pecados y conseguir perdón por la absolución de sus confesores.

Para las tres p.m. todos se habían ido y me quedé solo con mi venerable cura anciano Perras. Después de algunos minutos de silencio, le dije: Mi querido Sr. Perras, no tengo palabras para expresar mi pesar por lo que dije en su mesa. Le pido perdón por cada palabra de esa desgraciada conversación a la cual fui arrastrado a pesar de mí mismo. Cuando pedí al Sr. Paquette que me dijera en qué me había equivocado, no tenía la menor idea que oiríamos a uno de los veteranos en el  sacerdocio asociar el nombre de Dios  con impiedades tan deplorables.

El Sr. Perras me respondió, Lejos de desagradarme lo que oí de ti en esta comida, te diré que has ganado más de mi estimación por ello. Yo mismo me avergüenzo de estos banquetes.

Nosotros los sacerdotes somos víctimas igual como el resto del mundo de modas, vanidades, orgullo y lascivia de aquel mundo contra el cual somos enviados a predicar. Los gastos que hacemos en estos banquetes ciertamente son un crimen frente a la miseria de la gente que nos rodea. Este será el último banquete que daré con tanta extravagancia tonta. Las palabras valientes que dijiste me han hecho bien. Les harán bien a ellos también; no estaban tan intoxicados para no recordar lo que has dicho.

Luego apretando mi mano en la suya me dijo: Te doy gracias, mi buen Padrecito Chíniquy, por el corto pero excelente sermón. No será perdido. Me sacaste las lágrimas cuando nos mostraste a tu madre piadosa yendo a los pies de Dios en el cielo, con tu promesa sagrada escrita en su corazón ¡Oh, has de haber tenido una buena madre! Yo la conocí cuando ella era muy joven. En ese entonces, ya era una señorita conocida por su sabiduría y la dignidad de sus modales.

Entonces me dejó solo en la sala y salió a visitar a un enfermo en una de las casa vecinas. Al  encontrarme  solo,  caí  de  rodillas  para  orar  y  llorar.  Mi  alma  se  llenó  de  emociones inexpresables que no pude contener. Lloré por mis propios pecados, porque no me hallé en mejor condición que los demás, aunque no había comido ni bebido en exceso como varios de ellos. Lloré por mis amigos que había visto tan débiles; después de todo, eran mis amigos. Yo les amé y sabía que ellos me amaban. Lloré por mi Iglesia servida por pobres sacerdotes tan pecadores. ¡Si! Lloré ahí de rodillas hasta quedarme satisfecho y me hizo bien. Pero mi Dios tenía guardada otra prueba para su pobre siervo infiel.

Después de mi oración, no había estado ni diez minutos en mi estudio cuando oí gritos extraños y un ruido como de un homicidio en acción. Evidentemente forzando una puerta en el piso  superior, alguien bajaba por las escaleras. Los gritos de  “¡Homicidio, homicidio!” llegaron a mis oídos. “¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Dónde está el Sr. Perras?” llenaron el aire.Corrí rápidamente a la sala para ver qué ocurría. ¡Ahí me encontré cara a cara con una mujer totalmente desnuda con su largo cabello ondeando por sus hombros, su cara tan pálida como la muerte y sus ojos clavados en sus cuencos! Extendió sus manos hacia mí con un chillido horrible y antes que pudiera moverme un solo paso, agarró mis dos brazos con las manos. Mis huesos crujían por su apretón y sus uñas rompían mi piel. Intenté escapar, pero era imposible. Pedí auxilio, pero el espectro viviente gritó que temer, cállate, soy enviada por el Dios Todopoderoso y la bendita Virgen María para darte
un mensaje. Los sacerdotes que he conocido, sin excepción, son una banda de víboras; destruyen  a  sus penitentes femeninas  a través de la  confesión  auricular. ¡Ellos me han destruido y mataron a mi niña! ¡No sigas su ejemplo!

Luego empezó a cantar con una voz hermosa una melodía conmovedora, un cierto poema que ella había compuesto el cual conseguí después secretamente de una de sus sirvientas, la traducción del cual es la siguiente:

“¡Los sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!
¡Han condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!
¡Ay, mi niña, querida niña! Desde tu sitio en el cielo,
¿Ves las lágrimas de tu madre culpable?
¿Nunca me consolará tu rostro sonriente?”

Mientras cantaba estas palabras, lágrimas grandes corrían por sus pálidas mejillas y su triste voz pudiera derretir un  corazón de piedra. ¡Fui petrificado en la presencia de ese fantasma  viviente!  No me  atreví  a tocarla  de manera  alguna  con mis manos. Me  sentí horrorizado y paralizado mirando ese espectro pálido, cadavérico y desnudo. Cuando la pobre sirvienta intentó en vano arrastrarla para quitarla de mí, le asustó con el grito: ¡Si me tocas, te estrangularé en un instante!
¿Dónde está el señor Perras? ¿Dónde está la señorita Perras? ¿Dónde están las demás sirvientas? grité a la sirvienta que estaba temblando y fuera de sí.

La señorita Perras fue corriendo a la iglesia por el cura, respondió, y no sé adonde fue la otra muchacha.

En ese instante, entró el Sr. Perras. Corrió de prisa hacia su hermana y dijo: ¿No te da vergüenza presentarte desnuda ante semejante caballero? y con sus brazos fuertes intentó forzarla a soltarme.

Volteando su cara hacia él y con ojos de una tigre grito: ¡Miserable hermano! ¿Qué has hecho con mi niña? ¡Veo su sangre en tus manos!

Mientras luchaba con su hermano, hice un gran esfuerzo  repentino de escapar de su apretón y esta vez tuve éxito; pero viendo que quería echarse encima de mí nuevamente, salté por una ventana abierta. Rápido como un rayo, ella se zafó de las manos de su hermano y también saltó por la ventana persiguiéndome. De pronto, me caí de cabeza con mis pies enredados en mi larga y negra sotana sacerdotal.

Providencialmente,  dos  hombres  fuertes  atraídos  por  mis  gritos  acudieron  para rescatarme. A ella la envolvieron en una cobija y la llevaron a su aposento donde quedó encerrada con seguro, bajo la vigilancia de dos sirvientas fuertes.

La historia de esa mujer es verdaderamente triste. Viviendo en la casa de su hermano sacerdote, cuando era joven y muy hermosa, le sedujo su padre confesor y llegó a ser madre de una niña a la cual amó con corazón de una verdadera madre. Ella estaba determinada a quedarse con ella y criarla.

Pero esto no correspondía a las opiniones del cura. Una noche mientras dormía la madre, le quitaron la niña. El despertar de esa mujer era terrible. Cuando comprendió que nunca volvería a ver a su hija, llenó la casa parroquial con sus gritos y lamentaciones. Al principio, rehusó comer para que muriera, pero pronto se volvió maniática.

El Sr. Perras, demasiado apegado a su hermana para mandarla a un manicomio, resolvió cuidarla en su propia casa parroquial que era muy grande. Una habitación en su piso superior fue arreglada de tal forma que sus gritos no se oyeran y donde tendría todas las comodidades posibles en sus tristes circunstancias. Dos sirvientas fueron contratadas para cuidarla. Todo esto fue tan bien planeado que yo tenía ocho meses viviendo en esa casa parroquial sin siquiera sospechar que hubiera un ser tan desgraciado bajo el mismo techo.

Parece que ocasionalmente, durante muchos días, su mente estaba perfectamente lúcida. Luego pasaba su tiempo orando y cantando el poema que ella misma compuso y que cantó cuando me tenía agarrado. En sus mejores momentos, había abrigado un odio invencible contra  los  sacerdotes  que  había  conocido.  Oyendo  a  sus  sirvientas  hablar  de  mí
frecuentemente, varias veces expresó el deseo de verme, el cual, por supuesto, le negaron. Antes de haber forzado la puerta, escapando de las manos de su guardia, había pasado varios días diciendo que había recibido de Dios un mensaje para mí que me entregaría aunque tuviera que pasar por encima de los cadáveres de todos en la casa.

¡Qué  víctima  tan  desgraciada  de  la  confesión  auricular!  ¿Cuántos  más  cantarían  las palabras tristes de su canto:
“¡Los sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!
¡Han condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!”?