viernes, 28 de diciembre de 2012

LA REFORMA PROTESTANTE



Un vicio mayor al alcoholismo y la drogadicción esclaviza a nuestras iglesias hoy en día. Es una epidemia de la cual muy pocas congregaciones han prevenido, confrontado y triunfado. Avanza sin grandes oponentes ni estorbos algunos, y abusa de aquellos a quienes no se les ha comunicado de su existencia. Hablo de la ignorancia de la Palabra de Dios y la Historia de la Iglesia de Cristo. Con obviedad el testimonio de la Escritura es mayor a la historia, ya que nos comunica sobre el Dios que tiene en su soberanía todos los eventos que ocurren en este mundo (Isaías 40:17; Daniel 4:35), y más aún de los que acontecen a su iglesia. Sin embargo, el conocer la historia de la Iglesia a lo largo de los tiempos tiene beneficios para el cristiano verdadero tales como reconocer que falsas enseñanzas se han alzado, no sólo en los tiempos apostólicos, sino también en los periodos posteriores a este, y cómo respondió la Iglesia de Cristo ante estos. Muchas veces se cree que Dios suspendió su obra en edades de oscuridad intelectual y religiosa como la Edad Media. Sin embargo, el hecho que la iglesia romana haya dominado e influido en grande manera los pensamientos del pueblo respecto a la identidad de Cristo y su doctrina, no significa que la iglesia de Cristo haya interrumpido su existencia. Sabemos de muchas voces que se alzaron, en medio del mar de tradiciones y costumbres erradas, pregonaron el evangelio de Cristo y por esta causa fueron quemados, torturados o encarcelados. Muy bien está escrito: "Pero por causa de ti nos matan cada día; Somos contados como ovejas para el matadero" (Salmos 44:22). Esta Escritura no ha perdido vigencia, ni hoy ni en ningún momento del pasado. Dios es lo suficientemente poderoso como para llevar su Palabra a contraposición del sistema imperante, y es de conocimiento que siempre levanta voces que prediquen y defiendan su doctrina de la impureza de los hombres, aunque sea a costa de la vida. Así sucede en todas las épocas, así debe suceder hoy en día.

      El problema yace en que el desconocimiento de la Escritura, como la única e irremplazable luz en las tinieblas, y el único testimonio fiel y seguro de Cristo (Juan 5:39), nos pone en una paupérrima posición para afrontar las falsas enseñanzas, los falsos profetas o las herejías, lo cual nos lleva a dos destinos seguros. El primero es aceptar de manera irreflexiva y poco crítica las enseñanzas de hombres que, ya sea con buenas o malas intenciones, pervierten el mensaje de las Escrituras y lo amoldan de acuerdo a sus propósitos o a las necesidades de las personas. El segundo puerto seguro es el negro horizonte de estar esclavizado a tales doctrinas, sea el tiempo que fuese, sirviendo a los hombres y no a Cristo (Gálatas 1:10). Es un verdadero naufragio para el cristiano verdadero el ver que su congregación esté siendo persuadida con doctrinas de hombres alejadas de la Palabra de Dios, que observan con esmero que todas sus costumbres se cumplan e imponen con astucia penosos argumentos que repelen a aquellos que con valentía defienden la fe de tales enseñanzas humanas. Estar bajo el penoso reino de las tradiciones humanas tan sólo por un segundo, es un verdadero suplicio para el cristiano verdadero, que ama y defiende la Palabra de Dios

     Por otra parte, el problema asociado a la ignorancia de la Palabra de Dios es el desconocimiento de la historia de la Iglesia. Esta se encuentra claramente expresada en las Escrituras en el libro de los Hechos y las epístolas de los apóstoles. En estas encontramos cómo los apóstoles y la iglesia primitiva confrontaron la falsa enseñanza y los conceptos errados sobre la gracia, la justificación y la perseverancia, y crecieron en la fe junto con tales reprensiones. No obstante, la historia de la Iglesia de Cristo no sólo está conformada por los eventos que ocurrieron en el siglo I, sino por todos los fieles cristianos de todas las épocas. Las constantes persecuciones es los tiempos posteriores a la iglesia primitiva, las enseñanzas de los padres de la iglesia como Justino Martir, Agustín de Hipona, Hipólito, Policarpo, entre otros; la oscuridad vivida por la inserción de creencias paganas en la introducción al estado romano; los siglos de persecución por parte de la iglesia romana; el martirio de voces como William Tyndale y John Huss; la reforma y sus precursores como Lutero, Calvino, Zwinglio, Cranmer, entre otros; la cumbre de la teología reformada por parte de los puritanos; los edictos y sínodos que afrontaron el pelagianismo y el arminianismo; el avivamiento conducido por hombres de Dios como Jonathan Edwards y George Whitefield; la teología metodista de Wesley; el evangelio predicado en nuestra nación chilena desde los albores de la República, etc. El conocimiento de los vaivenes que ha tenido la historia de la Iglesia suele resultar el punto de inflexión al enfrentarse a doctrinas extrañas o no amparadas en la Palabra de Dios. Al conocer la historia de lo que ha ocurrido a lo largo del tiempo tenemos mayores herramientas para hacer frente a tradiciones arraigadas no por la Palabra, sino por la opinión y poder de los hombres. Sólo llegaremos a un conocimiento concreto de lo que significa reformar cuando tengamos un claro entendimiento de las Escrituras y de la Historia de la Novia de Cristo, la iglesia.
1.    El legado apostólico, la guía completa para la enseñanza en la iglesia


La defensa apostólica del evangelio de Cristo



    A pesar que la Historia de la Iglesia no esté sólo conformada por los escritos apostólicos sino por todos los creyentes de todos los tiempos, tenemos que entender que sólo en el testimonio apostólico, esto es, el Nuevo Testamento, hayamos la comprensión basta y fidedigna de cómo conducirnos en la iglesia. No fue a otros, sino a ellos, que Dios entregó el cómo llevar a cabo sus propósitos en la era de la Iglesia. Los apóstoles, los oyentes y seguidores generales de Cristo fueron receptores directos de la revelación del Hijo de Dios. Jesús puso en ellos el ser precursores del mandato de hacer discípulos y continuar con la predicación del evangelio de Cristo (Mateo 28:19-20). Fue en el derramamiento del Espíritu Santo que sus corazones fueron transformados y robustecidos de la Palabra de Dios. El teólogo inglés J.I.Packer observa lo siguiente respecto a la obra del Espíritu Santo en los apóstoles y la comisión que les encomendó que aparece en Juan 15:27 y Hechos 1:8:
“Tal fue la misión que les asignó. Más, ¿qué clase de testigos habrían de resultar? Nunca fueron alumnos muy buenos; constantemente entendían mal a Jesús, no entendían el significado de su enseñanza, y esto a todo lo largo de su ministerio terrenal. ¿Cómo podía esperarse que habrían de andar mejor después de su partida? ¿No era absolutamente seguro que, a pesar de su buena voluntad, pronto habrían de mezclar en forma inextricable la doctrina evangélica con una multitud de conceptos errados, por más que bienintencionados, y que su testimonio se habría de reducir rápidamente a un embrollo mutilado, torcido e irreparable? La respuesta a esta pregunta es no; porque Cristo les mandó el Espíritu Santo para que les enseñase toda verdad y los salvase de todo error; para recordarles lo que ya se les había enseñado y revelarles lo que el Señor quería que aprendiesen”
Packer.J.L. “Conociendo a Dios”. Pág.75-76. Oasis. Barcelona. 1985

     Como el autor bien apunta, el Espíritu Santo cumplió una labor indispensable. No solamente revistió a la iglesia primitiva de poder y perseverancia, sino también de discernimiento de las enseñanzas erróneas. Asimismo lo especifica nuestro Señor: “Más el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:26). No fueron los apóstoles quienes con denuedo y preparación lograron sabiduría y memoria respecto a las enseñanzas de Jesús, ni tampoco vino de ellos el deseo de defender la fe y dar sus vidas por lo que habían presenciado; sus corazones a veces solían ser testarudos y desprovistos de toda sabiduría de Cristo (Mateo 26:51, 56, 69-75; Juan 14:8-9; 20:2-25). Fue únicamente el Espíritu Santo quien les proveyó no solamente una regeneración verdadera, sino también un juicio acertado sobre la validez espiritual de las enseñanzas y distorsiones de las enseñanzas del Maestro. Recordemos que ni la conclusión a la que llegó Pedro sobre la identidad mesiánica y real de Cristo fue considerada como propia de él, o que en su esfuerzo racional haya llegado a tal inferencia. Jesús dijo: “…Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:17). Fue el poder y la gracia de Dios que operó en ellos, por medio de su Espíritu Santo, con el fin que perseveraran en la fe, realizaren milagros y predicaran el evangelio con ímpetu, valentía y vigor. Fue por esta misma razón que el apóstol Pablo reconoció: “…cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría… y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:1, 4-5). Esta misma autoridad de ser testigo ocular de las enseñanzas del Señor fue reconocida por el apóstol Pedro: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad”(2 Pedro 1:16). El apóstol Juan tampoco dudo en decir: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:1-3). Fueron los apóstoles a quien Jesús delegó tales tareas, y son únicamente ellos quienes tuvieron la autoridad que del Señor salió para reprender las falsas enseñanzas y dar, a la iglesia de todos los tiempos, la guía y lámpara fiel para hacer frente a la herejía en toda época.

       No obstante, algunos no se conforman a la orden del Señor y por su propia cuenta intentan frenar lo que consideran incorrecto. Dicen que el Espíritu Santo les dicta que hacer y cómo proceder, no toman en cuenta la Palabra de Dios y no se dan cuenta que la respuesta que requieren siempre estuvo en sus Biblias. Es absolutamente incoherente que si el mismo Espíritu Santo inspiró la Palabra de Dios (2 Pedro 1:21) no haga caso de ella ni haga manifestar interés por su guía y meditación. Ni aún los apóstoles discernían sin la Palabra de Dios los conflictos o desavenencias en las iglesias, y estos “iluminados” piensan que el mismo Espíritu que inspiró las Escrituras actúa en ellos y les manda a hacer cosas que no se encuentran en la Palabra. La única guía que podemos tener es la Palabra de Dios, no la investidura pastoral o la supuesta revelación divina de los pseudoprofetas. El apóstol Pedro dijo:“Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19). ¿Por qué para muchos la Palabra de Dios no es la antorcha iluminadora descrita por el apóstol? ¿Por qué deben recurrir a otras revelaciones extrañas y externas a la Palabra de Dios? Los apóstoles estaban dotados de tal verdadera unción y podían descifrar por el Espíritu Santo qué doctrinas iban acorde a la Palabra de Dios y cuáles no. Sin embargo, nadie puede discernir por su propia cuenta, o apelando que tiene inspiración del Espíritu, sin prestar atención a la Escritura. Dios se revela hoy por su Palabra Inspirada, por nada más ni nada menos.
2.    La defensa de la fe no es opción
 

       La iglesia de aquellos tiempos no era una iglesia perfecta. Si así fuese no tendríamos gran parte del Nuevo Testamento. Las epístolas del apóstol Pablo, por ejemplo, en su mayoría son respuestas y reprensiones al pecado, incredulidad y herejía que se estaba permitiendo en muchas iglesias. La inmoralidad sexual y el desenfreno presente en Corinto, y el legalismo judaizante de la iglesia de Galacia son, por mencionar, algunas de las problemáticas. Sin embargo, no sólo por estos problemas es que tenemos las epístolas sino también por el celo ardoroso de los apóstoles y discípulos de Cristo, los cuales al presenciar cómo la iglesia se estaba desviando de la sana doctrina enseñada por Cristo y los apóstoles, fueron categóricos y radicalmente opuestos a que se siguieran tales engañosos caminos. El apóstol Pablo asumió que estaba puesto para la defensa del evangelio (Filipenses 1:17), el apóstol Pedro enseñaba que siempre había que estar preparados para defender la fe (1 Pedro 3:15), el apóstol Santiago llamó a hacer volver a algunos a la fe (Santiago 5:19-20), el apóstol que el Señor amaba, Juan, llamaba repetidamente a permanecer en la doctrina de Cristo (2 Juan 4-11) y tenemos al apóstol Judas oponiéndose con toda su alma a los falsos maestros y a sus torcidas doctrinas (Judas 3-4; 17-23). Permanecer en la doctrina de Cristo no es una opción de Cristianismo, es verdaderamente el cristianismo. Toda bifurcación que alegue origen divino pero se desvíe de las palabras del Señor son reprendidas en la Palabra de Dios como anticristianas (1 Juan 4:3). El mismo apóstol Juan describe que la utilidad que tienen las falsas doctrinas y los falsos maestros son únicamente el dar a conocer, por el error de ellas, cuan resplandeciente es la doctrina de Cristo: “Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros” (1 Juan 2:19). En otras palabras, salieron de nosotros para que fuera manifiesta la diferencia entre la verdadera y la falsa doctrina, pues es imposible esconder una luz en las tinieblas. La iglesia, por tanto, desde sus inicios sufrió de las asechanzas de falsos maestros y oportunistas, que buscando ganancias deshonestas o vanidad llevaron a muchos al error con palabras fingidas “Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado” (2 Pedro 2:2).  

         La defensa de la fe no es un atributo especial de ciertos cristianos o una misión predispuesta sólo para algunos, como si existiesen cristianos defensores, cristianos adoradores, cristianos que oran o cristianos que leen la Biblia. Sabemos que para alguna área de la vida cristiana presentamos un interés dominante, pero concentrarse en ello solamente no es el mensaje de la Escritura. La adoración, comunión con los Santos, oración y meditación en las Santas Escrituras no son especialidades del cristiano, sino el conjunto de lo que debe hacer sí o sí. No por estar dedicado a organizar las alabanzas en el culto o escribir estudios o sermones para la iglesia, el cristiano debe reservar todas o la mayoría de sus fuerzas en ello. Por lo tanto, la defensa de la fe y el estudio metódico de las Escrituras no es una opción o estilo del cristiano, no es una rama o asignatura electiva. Si la Palabra de Dios está siendo atacada, comprometida o contradicha, el deber y el deseo del cristiano es defenderla, no quedarse callado o relegar la defensa a aquellos que piensa tienen la especialidad de hacerlo. Defender la fe no es una opción o un camino, sino el deseo inevitable e irresistible de un cristiano verdadero, y un punto importante antes de reconocer la veracidad de su fe.  

      Juan Calvino, teólogo francés y uno de los padres de la reforma protestante, enfatizó muchísimo en la defensa de la fe. Una de sus frases más recordadas fue: "Un perro ladra cuando su amo es atacado. Yo sería un cobarde si es atacada la verdad de Dios y permanezco en silencio”. Es un punto interesante, no sólo por exponer un principio del sentido común, sino porque es una verdad de las Escrituras. El profeta Isaías expuso sobre el pueblo de Israel: “Sordos, oíd, y vosotros, ciegos, mirad para ver. ¿Quién es ciego, sino mi siervo? ¿Quién es sordo, como mi mensajero que envié? ¿Quién es ciego como mi escogido, y ciego como el siervo de Jehová, que ve muchas cosas y no advierte, que abre los oídos y no oye?” (Isaías 42:18-20). Si mis ojos al pasar por las Escrituras han presenciado la Santidad de Dios, he visto mi ruina y depravación, aprendí de la gracia de Dios y del sacrificio de su Hijo, del llamado que el Espíritu Santo hace a mi vida convenciéndome de pecado y de la perseverancia que deseo llevar a pesar de fracasos y caídas, no puedo confirmar algo que vaya en contra de lo que Dios ha hablado ni tampoco puedo negar lo que Él ya ha mandado. Es absurdo que un hijo de Dios se quede de brazos cruzados al ver que la Gloria de Dios está siendo usurpada por hombres faltos de temor, que las enseñanzas que están imponiendo sobre la iglesia son engañosas o erradas, o que con o sin la intención de hacerlo, están tomando el Santo Nombre de Dios para mandatos humanos, profecías vacías, sueños y alegorías externas a la Palabra, y enseñanzas equivocadas o torcidas. Como bien apunta J.L.Packer: “…la acción iniciada por los que conocen a Dios es una reacción ante las tendencias anti-Dios que se ponen de manifiesto a su alrededor. Mientras su Dios está siendo desafiado o desoído, no pueden descansar, sienten que tienen que hacer algo; la deshonra que se está haciendo al nombre de Dios los impulsa a la acción” (Packer J.L. “Conociendo a Dios”. Pág 25) ¿Puede usted quedarse quieto al pensar que el nombre de quien lo rescató, perdonó y santificó está siendo blasfemado por hombres que no conocen ni un mínimo de su Palabra? ¿Puede usted quedarse en la inercia diciendo: Dios lo arreglará? Pues si piensa de tal modo vaya olvidándose de ser llamado evangélico o heredero del protestantismo reformado, es más, vaya cuestionando su fe, ya que una fe que no actúa para defensa de la Palabra de Dios es una fe vacía: “…me ha sido necesario escribiros que contendáis ardientemente por la fe…” (Judas 1:3). ¿Siente usted esta necesidad? Si la siente genuinamente déjeme decirle que no es el primero. 



Daniel orando (Daniel 6:10)
     Daniel, hombre de oración y ayuno, fue fiel a Dios incluso si la muerte fuera el costo de tal obediencia. No importó el edicto firmado por Darío de prohibir toda oración que no tuviera por objeto su propia adoración (Daniel 6:7-9), Daniel persistía en oración (v.10), a pesar que el costo de hacerlo era ser echado en el foso de los leones (v.7). Es esta necesidad de ser fiel a Dios lo que motivó a Daniel, de otro modo, hubiera obedecido al designio de los reyes, tomando la opción de la vida en vez de la muerte segura. Daniel, al igual que los tres jóvenes Sadrac, Mesac y Abed-nego, tenían en completo conocimiento cuál sería el costo de su desobediencia a los hombres, pero de igual manera cuán preciosa es la fidelidad a Dios, conocían los riesgos y las consecuencias, y aún así la muerte era el terrible y seguro precio a pagar, en lugar de ofender a Dios o con el silencio ser cómplice de la blasfemia y el pecado. El apóstol Pablo al tomar en consideración las posibles prisiones y tribulaciones que le esperarían en Jerusalén dijo: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo…” (Hechos 20:24). ¿Podemos estimar nuestra vida como basura al ver el rostro salvador de Cristo? Si el costo de defender el evangelio y la Palabra de Dios es nuestra propia vida, recordemos que Jesús dio la suya para recatar a seres que no valían la pena. ¡Vale la pena morir por Cristo! Por defender el evangelio Esteban fue apedreado como el peor blasfemo (Hechos 7). ¿Cree usted que no sabía que al pronunciar esas palabras le depararía tal destino? John Huss cuando estaba dispuesto en la hoguera para ser quemado dijo que no se retractaría de la enseñanza del evangelio, es más, sellaría con su sangre el camino que Cristo le hizo seguir. Defender la fe ante un costo altísimo no es una opción, es un deseo que nace de un corazón regenerado y obediente a la Palabra. Cómo olvidar las palabras de Lutero en el Parlamento reunido en Worms: “…A menos de ser convencido por las Sagradas Escrituras o por razones claras, explicitas y manifiestas razones, yo no puedo retractarme (…) Es mi conciencia esclava de la Palabra de Dios…”. ¿Es nuestra conciencia esclava de la Escritura? ¿Podemos defender la fe con tal denuedo que nuestra vida nos parezca nada a fin de exaltar a Dios? Los apóstoles dijeron a una voz: “…Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”(Hechos 5:29). ¿Podemos unirnos a su exclamación, o son las tradiciones humanas más poderosas que nuestra fidelidad a Dios? Donde la tradición y costumbre humana ocupa el punto más alto, la Palabra de Dios no puede ser la autoridad y el único medio para conocer y glorificar a Dios. La defensa del evangelio y del mensaje más puro de las Escritura fue uno de los motivos más reales por los que ocurrió la reforma en el Siglo XVI.
    
3.    Un entendimiento histórico y teológico sobre la reforma
      Muchos académicos y teólogos escriben de la reforma como un evento exclusivo y aislado. Es justificado el entender la reforma como un hecho histórico que transcurrió en el Siglo XVI con propulsores como Martín Lutero, Ulrico Zwinglio, Tomás Cranmer y Juan Calvino, entre otros. Es también correcto decir que la reforma tomó lugar en Inglaterra, Escocia, Alemania, Republica Checa, entre otras naciones. No hay objeción en ello, pero no es una comprensión suficiente. ¿Cómo calificamos la predicación y martirio de John Huss o la persecución que llegó a profanar la tumba de Wycliffe, hombres que predicaron la Palabra de Dios un siglo antes que Lutero? Algunos se ahorran el problema tildándolos de “pre-reformadores”, sin embargo, esto es mucho más complejo. Los principios reformados no son lemas que surgieron de la mente de los reformadores, sino conclusiones que provienen de la Escritura y de su exposición más pura. De igual forma, sería un error subordinar a todos los defensores de la fe como reformadores, porque las Escrituras no los llama así y no es nuestra obligación someterlos a un término del Siglo XVI. Sin embargo, hallamos en la Escritura características que los reformadores llamaron las “cinco solas”, los cuales son principios bíblicos que todo aquel que ha predicado la verdad de Dios puede hacer suyos. Estas cinco solas son: Sola Escritura, Sola fe, Sola Gracia, Solo Cristo, Solo la Gloria de Dios. Revisemos uno a uno estos puntos:

Sola Scriptura

      La “Sola Escritura” o “Por la Sola Escritura”, es el punto inicial de todo el lema reformador. Pero es mucho más de lo que podemos ver superficialmente. Este punto hace énfasis en el propósito de Dios plasmado en su Palabra. Habla de la importancia única y máxima de la Palabra de Dios. En otras palabras, sólo por la Escritura conocemos a Dios y sus propósitos. La importancia de este punto quizás no es vista con total pureza en estos tiempos, pero sí que era un principio polémico y radicalmente diferente en el Siglo XVI. Desde más menos el Siglo XV, la iglesia católica romana fue la máxima influencia religiosa, política, económica y social que pudo haber tenido Europa y partes de Asía. Bajo su dominio estaban todas las formas de creencia y en su manchada espada la sangre de muchos que alzaban su voz enseñando lo contrario. Sin embargo, su mayor arma no era el terror contra la herejía y la excomulgación. Más bien, era el amplio poder educacional y doctrinal que tenían sobre el pueblo. Las personas hallaban en la iglesia el amparo que un mundo convulsionado por la guerra, la ignorancia, la vulnerabilidad y el terror entregaba. En la iglesia ellos hallaban la esperanza de una vida eterna y en las buenas obras, que lamentablemente no eran otra cosa que el sometimiento al designio del papado, hallaban el valor del pasaporte al reino celestial. Este poder doctrinal y educacional estaba enfocado en privar a las personas de conocimiento crítico suficiente y una prolongada estadía en la ignorancia. Ya en el siglo XVI, Roma, la capital del papado, era un burdel. La iglesia católica romana había convertido la fe del pueblo en el factor más preponderante para los negocios. La cristiandad estaba sumergida en un mar de creencias sin sentido que no hallaban más socorro que la tradición del papado y sus siervos. Este es el punto al que quería que llegáramos: la tradición apostólica. Aún la iglesia católica romana defiende la idea que lo que nos diferencia como protestantes de ella es la creencia en la tradición apostólica. Sin embargo, nada podría estar más equivocado. Si no creyésemos en la tradición apostólica, francamente ningún reformador hubiera hablado sobre el Nuevo Testamento. No tendríamos los comentarios de Martín Lutero sobre la epístola a los Romanos, no tendríamos las conclusiones que extrajo Calvino sobre la predestinación, no tendríamos escritos de Tyndale, en fin, la reforma no hubiese existido si no creyésemos en la tradición apostólica. El problema de la iglesia católica romana es que consideran que la tradición apostólica es una fuente que aún está viva pero que funciona paralelamente a la Escritura, es decir, el mismo espíritu que inspiraba a los apóstoles para dictaminar sobre la vida cristiana y la vida como iglesia sigue vigente en el corazón del papado y los cardenales. Esta presunción no es correcta. En primer lugar, porque la tradición apostólica, inspirada por el Espíritu Santo, culminó cuando los apóstoles, a quienes se les debe el nombre de apostólica, murieron. Dios eligió que las enseñanzas que había inspirado en ellos prosiguieran de la misma forma que ocurrió en el Antiguo Testamento: de forma escrita. La tradición apostólica sigue vigente pero no en la forma que lo plantea la iglesia católica romana, sino en la forma que Dios decidió dejarla, a través de los escritos de los apóstoles. Por lo tanto, cuando nos refiramos a “tradición” a secas es porque nos referimos a cualquier forma de tradición que no sea la apostólica.

        La iglesia católica romana concluyó que la tradición apostólica es una herencia del que ellos llaman el primer papa, el apóstol Pedro. Desde aquel, el papado siempre ha contado con la misma inspiración de Pedro para llevar a cabo sus mandatos y dictámenes. Sin embargo, pasando por alto la idea de todos aquellos papas que vivieron una vida viciosa y mundana, este tipo de tradición no es el legado de los apóstoles, porque si fuese así, la Escritura sería su prioridad y no la revelación adicional de hombres comunes y corrientes. La edad media fue el gran clímax que tuvo la tradición de la iglesia católica romana. Todas sus decisiones, por antibíblicas que fuesen, estaban avaladas en la supuesta “tradición apostólica” que gozaba el alto mando de la institución romana. Hacia el siglo XVI las peregrinaciones a lugares sagrados, el pago por las reliquias que aludían al periodo apostólico o a la vida de los “santos” y, por supuesto, la venta de indulgencias, o el boleto dorado para salir del purgatorio a costo de una moneda, fueron las propuestas que el acaudalado papado tenía para aumentar su poderío y riqueza, todo bajo la inspiración de la “tradición apostólica” que tenía el papa de turno. Sin embargo, ¿Qué sucedía con la Escritura? Lamentablemente, su estudio y lectura no era un evento del que podían gozar todos. En primer lugar, el latín y el griego era el lenguaje que la iglesia católica romana tenía para crear un ambiente místico en cultos y procesiones, y no sólo ello, fue el principal obstáculo que tenía el pueblo para estudiar o entender las verdades bíblicas. En segundo lugar, las Escrituras estaban relegadas sólo al alto poder eclesiástico y académico, por lo tanto, era necesaria una ardua carrera de estudiante para escudriñar sus verdades. En tercer lugar, la interpretación de las Escrituras estaba relegada sólo a la iglesia católica romana, la cual extraía pasajes bíblicos y los acomodaba a las circunstancias o propósitos del papado. La gran mayoría de la Escritura se desconocía, aún entre los clérigos. De hecho, es curioso que monjes, sacerdotes, agustinos, parroquianos, entre otros, ignoraran poco menos que toda la Biblia. En cuarto lugar, debemos reconocer el terror que vivía Europa ante cualquier cuestionamiento de las acciones de la iglesia. En la Edad Media, la iglesia romana tenía más influencia política que cualquier imperio que ha dominado la tierra. La idea de que el rey debe rendir cuentas a Dios es un punto interesante, ya que era la iglesia romana quien supuestamente representaba a Dios en la tierra. Su poder religioso se extendía hasta el punto más minucioso de la vida europea. Por lo tanto, su poderío era extraordinario. Cuestionarla era un suicidio. ¿Qué sucedió con John Huss por ejemplo? Fue quemado en la hoguera por predicar el evangelio de la gracia de Cristo, ¿Qué hizo el rey? Desistió de guardar su vida y lo entregó por temor a la excomunión de la iglesia romana. Oponerse a las enseñanzas doctrinales y económicas de la iglesia romana era un pasaporte libre y sencillo al repudio y la muerte. Con seguridad nadie en esa época deseaba tal cosa.

     El principio de “Sola Escritura” nace por esta razón. El único motivo que permitía a la iglesia romana hacer y deshacer lo que quería era la idea de ser portadora de la verdad y receptora directa de la voluntad de Dios a través de su “tradición apostólica”. Pero la reforma planteó el mayor cuestionamiento que jamás había tenido esta organización antes. Martín Lutero descubrió estas verdades cuando se vio sometido a la verdad de las Escrituras. Como doctor en teología, descubrió que gran parte de las prácticas de la iglesia romana no estaban amparadas en la Palabra de Dios. Fue su acérrimo llamado a escudriñar las Escrituras y a poner en poder del pueblo la Palabra de Dios para que conocieran sus propósitos, su salvación y su juicio, lo que enervó a la iglesia romana. Su principal argumento es que no entenderían la Palabra sin la guía de la iglesia, precepto inteligente ya que habían estado subordinando la interpretación de la Escritura a los designios del liderazgo de la iglesia, esto es el papa, o al comportamiento que había llevado la iglesia romana durante cierto tiempo. La interpretación de la Palabra no era una verdadera interpretación, sino una sumisión a las órdenes religiosas de los hombres. La idea de que la Escritura se interpreta a sí misma (Scriptura sacra sui ipsius interpres) fue impulsada por los reformadores, y fue el paso trascendental a una nueva percepción sobre la verdadera autoridad que la iglesia debiese seguir. La Escritura se alzó como esta autoridad: única, irremplazable, inerrante, perfecta, útil y suficiente. Sin embargo, y como era de esperar, esto no fue un principio muy cómodo para la iglesia romana.

     Los preparativos de exterminio de Lutero y sus obras no tardaron. El Papa León X declaró oficialmente a Lutero como un hereje en la bula “Exusurge Domine”. Su doctrina fue condenada y sus escritos quemados. Sin embargo, la idea de la “Sola Escritura” no podía ser echada al fuego. Una vez planteada, el cuestionamiento de si es verdad o no era inevitable en el mundo académico y popular. No era sólo un cambio en la manera de ver las cosas, era una transformación absoluta respecto a toda la vida cristiana: la esperanza de salvación, la fe, el temor a Dios, en fin, todo lo que concierne al cristianismo. La “Sola Escritura” fue el punto de quiebre para llevar la reforma a todo lugar. Todo partía de eso, cuestionarse cuál era la real autoridad, la iglesia o la Palabra de Dios. La luz de la Palabra llevó a este mundo de la oscuridad al conocimiento de Dios.  


Sola fide

      La “Sola fe” es otro de los puntos básicos de la teología reformada. La idea de que somos justificados delante de Dios únicamente por la fe en su Hijo Jesucristo no es una idea reformada, sino una conclusión bíblica. El apóstol Pablo con alegría recordó lo que escribió el profeta Habacuc: “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”(Romanos 1:17). La fe en Cristo es lo que nos hace vivir. Resucitamos con él en base a la fe que depositamos en su sacrificio. Sin embargo, muchos han interpretado esto diciendo que la fe reemplazaría a las buenas obras, de tal forma que no tendríamos necesidad de vivir de acuerdo a los propósitos de Dios, sino sólo tener fe. No fue en el periodo reformador cuando abundaron estas críticas, sino más bien, ya en los albores de la iglesia. El apóstol reconoció de la existencia de calumniadores que decían que el mensaje cristiano era contrario a la verdad de Dios por creer que por la fe somos justificados: “¿Y por qué no decir (como se nos calumnia, y como algunos, cuya condenación es justa, afirma que nosotros decimos): Hagamos males para que vengan bienes?” (Romanos 3:8). Aquellos sostenían que los cristianos enseñaban que la fe era el único requisito para ser salvos y que no importaba cuánto pecaran, pues, según ellos, les bastaba con creer. Aquel que lee toda la epístola a los Romanos de forma responsable no queda con el sabor que apuntan estas calumnias. Más bien, el mensaje de la justificación únicamente a través de la fe no es solamente una doctrina paulina, es una conclusión absolutamente bíblica.

     Todo parte por comprender qué significa la justificación. Justificar es la aprobación de Dios sobre la justicia de una persona. Al justificar, Dios está declarando justo a alguien. Sin embargo, ¿Esto puede provenir de las buenas obras o la fe? Por supuesto que no, de otro modo, el sacrificio de Jesús fue en vano y la idea de que el hombre es totalmente depravado e incapaz de salvarse a sí mismo es una mentira. Si del hombre viene la capacidad de expresar aprobación delante de Dios, jamás tendríamos en la Escritura expresiones como muertos en delitos y pecados (Efesios 2:1), ajenos de la vida de Dios (Efesios 4:18), receptores de la ira de Dios (Efesios 2:3), enemigos de Dios (Romanos 8:7), aborrecedores de Dios (Romanos 1:30), que piensan continuamente en el mal (Génesis 6:5), malos desde su juventud (Génesis 8:21), esclavos del pecado (Juan 8:34), “…insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles…” (Tito 3:3). ¿Por qué el corazón del hombre es tratado como una guarida del mal por Jeremías y Jesús (Jeremías 17:9; Marcos 7:21-23) si de este mismo puede provenir justicia propia que agrada a Dios? En ninguna manera tal pensamiento es bíblico. La idea de una salvación por obras es antibíblica y la existencia de una justicia humana perfecta y divina es completamente alejada de las verdades de la Palabra de Dios. ¿No fue el profeta Isaías quien dijo: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia…” (Isaías 64:6)? ¿No fue el Señor Jesús quien dijo: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación” (Lucas 16:15)? ¿Cómo es posible que de nuestra naturaleza provenga aprobación hacia Dios? Irrisoria idea.

     A los detractores de Lutero se les olvidó hacerse la siguiente consulta: ¿Por qué razón la Biblia hace mención de una justificación si ya somos justos en nuestro corazón o de nuestra vida proviene la justicia que Dios aprueba? En otras palabras, ¿Por qué razón las Escrituras nos hablan de la necesidad de ser justificados delante de Dios si depende de nosotros mismos el ser justificado o proviene de nosotros mismos la justicia que necesitamos? Es una pregunta bastante intuitiva, la cual parte de un concepto bíblico. Si somos justos, ¿Qué necesidad hay de ser justificados? Pero si somos injustos, necesitamos de justicia para presentarnos delante de un Dios justo. Si Dios es perfecto y totalmente justo es absolutamente incoherente que admita en su reino plasmado de justicia nuestras injusticias. Si nuestra naturaleza es injusta entonces necesitamos de justificación para acceder a su reino y no morir eternamente apartados de su presencia. Gócese con las palabras del Señor el que tiene tal necesidad: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6).

      La justificación es necesaria para acceder a la presencia de Dios, de otro modo, la sola gloria de Dios aplastaría la injusticia y el sólo respirar la santidad del reino de los cielos quemaría al pecador. El hecho que la norma de Dios sea ser justo y la nuestra ser injusto, nos pone de lleno en la necesidad que tenemos nosotros de ser justificados, no por nuestras obras, sino por Dios mismo. Ser aprobado por Dios diciendo que somos justos proviene sólo de la determinación soberana de Él y no de nosotros, porque si de nosotros viniera, nuestra bondad alcanzaría su perfección y no habría necesidad de salvación o justificación. Sin embargo, la idea de ser justificado por medio de la fe podría presentar el argumento que la fe es un requisito para alcanzar salvación. Puesto que es a través de la fe que somos justificados, esto nos llevaría a creer que somos salvos por nuestra fe y no por la misericordia eterna, o que la salvación fuera un acto en el que se unen dos voluntades, la voluntad de Dios de salvarnos y nuestra venia de ser salvos. Sin embargo, nada podría estar más alejado de lo que la Palabra nos entrega.


      En primer lugar, el hecho que el apóstol Pablo diga que somos justificados a través de la fe no significa que la fe sea algo nuestro. Si decimos: he sido justificado a través de la fe en el Hijo de Dios, esta frase no especifica que tal fe provenga de nuestra mente, alma o corazón. La fe no es la mera creencia en Dios, de otro modo, el apóstol Santiago no hubiera reprendido tan duramente a aquellos que piensan que sólo por creer en Dios son salvos (Santiago 2:19). La fe no es la mera confianza en que Dios existe y ha decretado su Palabra. La fe es sólo el instrumento que Dios mismo provee para ser aceptos en el Amado. Notemos que el Señor dijo: “…Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Juan 6:29), distinguió la fe como el fruto de una obra sobrenatural y milagrosa en el corazón del hombre, no como un elemento básico de la naturaleza humana que podemos poner en disposición de lo que queramos. El apóstol dijo que “…no es de todos la fe” (1 Tesalonicenses 3:2), y por tanto, no podemos considerar que esta es común a la raza caída del hombre. La Escritura nos dice que la fe es parte del fruto del Espíritu Santo: “Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, FE” (Gálatas 5:22), es más, el apóstol Pablo declaró en la misma epístola que la fe en Cristo y en Dios no es una característica implícita del hombre, sino más bien Dios la ha dado desde los cielos, por medio de su Espíritu Santo, a tal punto que el apóstol reconoce que la fe VINO, y no estaba en nosotros: “Pero antes que VINIESE la fe, estábamos confinados bajo la ley… Pero VENIDA la fe, ya no estamos bajo ayo” (Gálatas 3:23-25). En la primera carta a la iglesia de Corinto, el apóstol los reprende diciendo que si tenían algún don dado de Dios “… ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4:7). Dios reprende en la Escritura a todo aquel que se vanaglorie, pensando que su fe proviene de sí mismo.

        En segundo lugar, la fe tiene un carácter instrumental y no primordial. Con un tiempo tan finito y una vida tan transitoria, me es imposible hacer un estudio acabado sobre todas las menciones de las Escrituras acerca de la soberanía y misericordia de Dios al salvar a un pecador, pero podemos resumir esta providencia redentora en este versículo: “Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Romanos 9:16). Por tanto, lo que es primordial en la salvación no es la voluntad del hombre, sino la voluntad de Dios y su poder sobrenatural. La Escritura nos dice que Dios: “…de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece” (v.18). Dios le dijo a Moisés: “…tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente” (Éxodo 33:19). La primera palabra proviene de Dios, su elección es lo primordial, su obra sobrenatural es suficiente. No proviene de nosotros la fe entonces, y por tanto, no es nuestra la gloria. La fe tiene el carácter de ser el instrumento que Dios da para acercarse a Él: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). La fe es necesaria para la obra redentora pero jamás la Escritura especifica que nace de nuestro corazón depravado o es un aspecto que quedó inmune al poder degradante y destructivo del pecado, sino más bien es un don de Dios: “Porque por gracia sois salvos POR MEDIO de la fe; Y ESTO NO DE VOSOTROS, PUES ES DON DE DIOS” (Efesios 2:8). Si el punto determinante de la salvación consistiera en depositar MI FE en Dios, entonces sería absolutamente incoherente que exista el versículo anterior en la Biblia.

      En tercer lugar, el hecho de ser justificados a través de la fe no es un argumento a favor del conformismo, la pereza y el pecado, como algunos acostumbran a decir. Aquel que es justificado a través de la fe, ha sido regenerado por el Espíritu Santo, adoptado como hijo de Dios, elegido desde antes de la fundación del mundo, lleno del Espíritu Santo de Dios, y por tanto, resulta ilógico pensar que aquel que ha sido justificado volverá a la misma vida de pecado que tenía antes. Un hombre que asegura ser justificado a través de la fe y no ha tenido un cambio radical respecto a su pecado, no es un hombre verdaderamente justificado. El justo está revestido del nuevo hombre, busca el rostro de Dios a cada segundo y odia su pecado y antiguo modo de vivir. Por tanto, la idea de ser justificado a través de la fe pensando que por sólo creer ya somos salvos, es una teología ciega y coja, y no fue el pensamiento reformado del Siglo XVI ni la exposición pura de las Escrituras. La Palabra de Dios nos habla de la perseverancia de los Santos, de lucha contra el pecado, de una nueva vida en Cristo, en fin, un cambio radical que sólo halla explicación en lo sobrenatural. El apóstol Santiago aseveró que la fe sin obras es muerta (Santiago 2:17), es decir, un hombre que supuestamente ha creído en Cristo, pero persiste en una vida de delitos y pecados, realmente no ha creído en Cristo, porque la fe que salva es la que vence el pecado. Las buenas obras son el fruto de la obra Regeneradora del Espíritu Santo, no el requisito para ser salvo. La fe es un don dado por Dios para expresar confianza y certidumbre de que el sacrificio de Cristo por nuestros pecados es suficiente y eficaz, y alcanza nuestra vida para redimirla a una nueva.

       En resumen, los reformadores no expusieron que la fe era un requisito para ser salvo, sino un don de Dios: “En cuanto al mérito: si el tema se refiere a lo que hace cristiano a un cristiano, a cómo hacerse santo ante Dios u obtener el perdón de los pecados y la vida eterna, todos somos iguales, nuestro mérito se halla completamente excluido y no debemos ni pensar en ello. No tenéis ningún mérito ante el evangelio, Cristo o el bautismo, sino que se trata puramente de un don, un don otorgado gratuitamente. Nuestros pecados nos son perdonados de manera gratuita, somos hechos hijos de Dios y puestos en los cielos sin ninguna contribución por nuestra parte”(Comentarios de Martín Lutero. Mateo: Sermón del Monte y el Magnificat. Pág. 322. Postscriptum: Diferencia entre gracia y mérito. Editorial Clie. Barcelona.). El personaje Fiel del “Progreso del Peregrino” de John Bunyan se expresó en su propio juicio de esta manera: “… en el culto a Dios es necesaria una fe de procedencia divina, pues la fe es un don de Dios y no puede existir sin una revelación divina de la voluntad de Dios; por tanto, todo lo que forme parte del culto a Dios que no sea confome con la revelación divina está claro que no puede tener otra procedencia que la de una fe humana, y esta fe de procedencia humana no será valedera para la vida eterna” (Bunyan J. “El progreso del peregrino” Página 109. Clie). ¡Qué esplendida exposición de todo lo que hemos desarrollado! Como bien dice J.L.Packer: “John Owen y Calvino sabían más teología que Bunyan o Billy Bray, más ¿quién negaría que los dos últimos conocían a su Dios tan bien como los otros dos?” (Packer J.L. “Conociendo a Dios”. Pág 40). La idea de una justificación por medio de la fe es una de las doctrinas del Nuevo Testamento más expuesta, y el concebirla de una forma tal que parezca oponerse a la gracia de Dios, sólo proviene de una pésima interpretación. La sola fide provocó gran confusión para aquellos que vivían sumergidos en las enseñanzas humanas de la iglesia romana del Siglo XVI, pero fue ampliamente entendida por las iglesias reformadas y los cristianos que las conformaban. Este punto sigue produciendo algunas confusiones, las cuales provienen incluso de iglesias evangélicas que se consideran herederas de la reforma protestante. Sin embargo, ningún punto fue más polémico, en la era apostólica, en el periodo reformador y en nuestro tiempo que el que revisaremos a continuación.



Sola gratia


     En los tiempos de los reformadores, el concepto de “sola gracia” causó gran revuelo por el factor “ignorancia”. Casi toda Europa estaba bajo el dominio e influencia religiosa de la iglesia católica romana. El pueblo era ignorante de las Escrituras, y por tanto, ignorante de Dios y su voluntad. La iglesia romana era el único ícono de salvación con el que contaban, ingenuos se sometían a ella en todos sus designios, sin cuestionamiento alguno ya que el costo de la crítica era altísimo. En estos tiempos, la idea de salvación sólo por gracia era una fantasía. Los constantes esfuerzos del pueblo por redimirse a sí mismos de sus pecados, las duras penitencias que imponían la iglesia romana y el duro camino cargado de incertidumbre que debía llevar el devoto era el pan de cada día. Un mensaje como “salvación gratuita” no cabía en sus mentes. Sin embargo, el mensaje de las Escrituras de una salvación por gracia alumbró las tinieblas de la tradición humana sólo cuando las Escrituras fueron abiertas a las personas. Quizás el proceso de conocimiento de la Palabra de Dios fue paulatino, pero el mensaje fue claro desde un inicio. Los primeros reformadores hallaron en las Escrituras un mensaje distinto al predicado en parroquias, monasterios, conventillos y catedrales. La ignorancia del pueblo había sido el estero abierto para el paso de una ola inmensa de falsas y locas enseñanzas. Una vez que la luz de la Palabra llenó el cuarto, imposible era tropezarse con los obstáculos que los hombres habían dejado en el piso. El mensaje de las Escrituras era radicalmente opuesto: ¡Sois salvos por gracia!


      Hoy en día, a pesar que tenemos la posibilidad de contar con la Palabra de Dios de forma general y libre, y de tener casi todos una educación mínima como para leer la Palabra y comprender literalmente su mensaje, muchas iglesias evangélicas han desechado el mensaje de la gracia y se han vuelto a la tradición legalista y pelagiana. Ignorar las Escrituras en estos tiempos no es para nada entendible, más aún para aquellos que se dicen cristianos o salvados. Por esta misma ignorancia es que se predica un mensaje humanista y cargado de palabras livianas a las personas, pues tales oidores buscan lo que quieren oír, y no lo que confronte duramente sus vidas pecaminosas. Es un mensaje que idolatra el libre albedrío y limita la obra de Dios. Cuestionan absolutamente el poder y soberanía de Dios, y no se dan cuenta que lo hacen. Por un lado dicen glorificar a Dios pero por otro comparten el crédito. El mensaje de la “sola gracia” ha caído, se ha perdido en el mar de doctrinas humanas y erradas en que nos hemos sumergido.



     En el siglo IV un monje britano llamado Pelagio se contrapuso a la idea que el hombre estaba muerto espiritualmente desde la caída. Para él, el hombre nacía perfecto y no estaba corrompido por el pecado original. Él explicó la razón de la muerte de la siguiente forma: el hombre fue creado mortal, la muerte no es la retribución por el pecado, sino una característica del hombre creado en el Edén. Por tanto, para Pelagio, la muerte espiritual, es decir, la idea que el hombre no tiene absoluta capacidad para llegar a la salvación, no es correcta, y por consiguiente, en nuestro libre arbitrio podemos escoger no pecar, agradar a Dios y llegar al perdón de Cristo.

       Esta doctrina fue bautizada como pelagianismo, y condenada como herejía en el concilio de Cartago en el año 412 d.c. Las razones de su condenación fue que esta enseñanza negaba doctrinas fundamentales de las Escrituras, tales como el pecado original, la muerte espiritual del hombre y la inhabilidad absoluta. Sin embargo, aunque fue catalogado como una enseñanza anatema, el pelagianismo con el tiempo pasó a tener una aceptación cada vez mayor en las congregaciones cristianas, pero con una variante: el hombre está depravado por causa del pecado, pero no está del todo inhabilitado para aceptar el evangelio en su libre voluntad. En otras palabras, esta rama del pelagianismo consideraba que el hombre estaba herido por la caída, parcialmente depravado por el pecado, y por tanto, aún capacitado para responder con fe al evangelio. Esta enseñanza fue y es conocida como semi-pelagianismo.


       Con el tiempo, la doctrina del libre albedrío fue tan ampliamente aceptada que muchos apologistas romanos escribieron sobre su supuesta capacidad de llevarnos a Dios. Uno de ellos fue Erasmo de Rótterdam, apologista católico, que publicó su defensa a la libre voluntad del hombre en un trabajo llamado “Diatriba sobre el libre albedrío”. En esta obra se reafirman las conclusiones semi-pelagianas de la depravación parcial, planteando que el hombre nace enfermo o herido, y por tanto, aún está capacitado para aceptar o no ser salvo. Según esta defensa, el hombre tiene la habilidad de iniciar una relación con Dios a través de la fe. No obstante, aquí el libre albedrío nos lleva a un concepto aún más comprometedor: “El hombre y Dios cooperan en la iniciación de la fe, el hombre hace su parte y Dios la suya”. Esta idea de participación humana y divina en el acto de la salvación se resume en el concepto de Sinergismo, palabra que viene del griego “Synergos”, término que a su vez está compuesto de “Syn” que significa juntos y “Ergos” que significa trabajo, por lo tanto, el significado es “trabajar juntos”. En el vocabulario actual esto es reconocido como la ilustración del 99% que pone Dios y el 1% que dispone el hombre en la obra redentora. Aquel mínimo porcentaje que pone el hombre es su “SI QUIERO”, en otras palabras, su aprobación o voluntad de ser salvado por Dios.


       En la actualidad, la gran mayoría de las congregaciones evangélicas concuerdan en alguno de los puntos revisados anteriormente, ya sean pelagianos, semi-pelagianos o sinergistas. Sin embargo, muy pocos saben que el mismísimo Martín Lutero, reformador del Siglo XVI y uno de los fundadores de la iglesia protestante y evangélica, del cual nuestras congregaciones se sienten herederas, combatió y condenó estos tres puntos en su obra “La cautividad de la voluntad” y en toda su teología. La principal disyuntiva de todo es: si el hombre tuviera la capacidad de escoger el bien, tendría de antemano una naturaleza que es fuente de un deseo por Dios. Esto significa que el hombre sería por esencia bueno. Si el hombre puede libremente escoger a Dios y no pecar, entonces, ¿De qué serviría que Cristo haya muerto en la cruz? ¿Habría la necesidad de un salvador? Si nosotros tenemos la capacidad de resucitar por nosotros mismos nuestra condición muerta, a través de la elección, entonces no existe la necesidad de un Salvador: “No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gálatas 2:21). Más bien damos por sentado que Dios pasa a ser sólo un doctor que ayuda a un hombre enfermo, antes que un Dios todopoderoso que da vida a huesos secos. El mismísimo Lutero calificó el sinergismo como “una salvación por obras disfrazada”: “Si algún hombre le rinde algo de la salvación, aún lo más mínimo, al libre albedrío humano, no conoce nada de la gracia, y no ha comprendido a Jesucristo correctamente” (Martín Lutero. Sermón 52 de Charles Spurgeon.“El libre albedrío, un esclavo”)


        Según Lutero, el sinergismo de Erasmo consiste en a) creer en el evangelio, y b) como resultado de esa fe, Dios nos otorga gracia. En otras palabras, sólo hayamos gracia en Dios cuando depositamos nuestra fe en Él. Sin embargo, y tal como lo expuesto por el mismísimo reformador, las Escrituras nos enseñan que Dios nos salva, no por algo que hagamos, sino sólo por su gracia. No existe ningún lugar en el evangelio en el que el hombre pueda gloriarse o que acceda a la gracia de Dios por sus obras. Sin embargo, en nuestra teología damos lugar a la obra como mérito de salvación. Sostenemos que Dios concede su gracia sí y sólo sí el hombre decide creer en Él, y deposita su fe en su Hijo Jesucristo. ¡Esto es salvación por obras! La Escritura considera que las obras y la gracia son términos completamente opuestos en la salvación: “Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra” (Romanos 11:6). El hecho de cooperar con Dios en el acto de la conversión es completamente contradictorio con la Escritura, y nos lleva inconscientemente a la obra del hombre por su salvación. Según la confesión de fe luterana, “El libro de la concordia”: “El hombre por sí mismo, por sus poderes naturales, no puede contribuir nada o ayudar a su conversión, y toda esa conversión es una operación, don, regalo y obra del Espíritu Santo solamente, quien la lleva a cabo y la efectúa por su virtud y poder, a través de la Palabra, en el entendimiento del corazón y voluntad del hombre”.  Como bien dice esta confesión de fe, la voluntad no es la causa de la conversión, sino más bien el objetivo de la conversión. Dios regenera (hace nacer de nuevo) al hombre para cambiar su voluntad esclava de su naturaleza depravada, creando un corazón nuevo que permita voluntariamente amar a Dios y cumplir su voluntad, opciones imposibles bajo una naturaleza caída, corrupta y muerta en pecado. Quizás muchos apelen a este último punto diciendo que si el hombre no tiene la disposición o voluntad de ser salvo, la salvación no puede tomar lugar. Sin embargo, la Escritura nos deja en claro que el hombre jamás tendrá la disposición de ser salvo, abandonar su pecado y amar a Dios, a menos que Dios intervenga. La disposición voluntaria del hombre a la salvación es fruto de la obra de Dios, y no un poder natural que el hombre tenga, o esté capacitado para entregar a Dios.


     Siguiendo lo expresado por el apóstol Pablo: “no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:9), llegamos a la conclusión que la gracia descarta por completo la capacidad del hombre como la fuente para la salvación, más aún si hablamos de su voluntad, aspecto no inmune a su naturaleza completamente depravada. Más bien, la salvación sólo es por gracia, y esto nos lleva a la total gloria de Dios. Sin embargo, es bastante contradictorio que defendamos la salvación sólo por gracia mientras afirmemos que somos nosotros quienes escogemos a Dios, y por esta obra, Dios nos concede gracia. Tomar una decisión por Dios ya me adjudica un trozo de la gloria por el buen uso de mi voluntad, y recordemos que la gloria es sólo de y para Dios:“Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro” (Isaías 48:11). Comprender la gracia, por tanto, es alejar la mirada de nosotros mismos y elevarla sólo a la obra sobrenatural de Dios, quien es el único merecedor de toda gloria y alabanza. Este es un aspecto importante dentro de la teología reformada: “Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:3-5).



Solus Christus       



     El cuarto principio que los reformadores expusieron es el de “Sólo Cristo”. A pesar que la adoración y homenaje a Cristo cumplía una parte significativa de las prácticas de la iglesia romana del Siglo XVI, lamentablemente eran ideas foráneas o superficiales de la obra de Cristo y por ende, conducían a adorar a una persona que no conocían. Prueba de ello es que consideraban la obra de Cristo como insuficiente. A pesar que nadie lo confirmaba de tal forma, lo admitían no verbalmente en la montonera de obras vacías que debían presentar para supuestamente purificar sus pecados. No olvidemos que el mismo Lutero fue un monje agustino, el cual, antes de estudiar las Escrituras a nivel académico, pasaba días completos en extensos ayunos, oraciones y autoflagelación. La idea que el cuerpo debe ser golpeado por la fuerza humana para apaciguar la ira de Dios o que las buenas obras purifican el alma perdida es propia del catolicismo romano, y en el Siglo XVI estaba en pleno auge. En el caso que un hombre muriera sin saldar su deuda de pecados, debía pasar una buena estancia en el purgatorio para purificar su alma y de esa forma ingresar al reino eterno de Dios. ¿Dónde está Cristo en todo esto? Estaba en un crucifijo, amuleto o pintura, pero no en sus vidas.

    Los reformadores, al estudiar las Escrituras, no tardaron en concluir lo que estas nos dicen constantemente, sobretodo en el Nuevo Testamento. La salvación es posible por medio de Cristo y por Cristo, nada más. El precio está pagado, la deuda fue cancelada, el acta de los decretos fue clavada en la cruz (Colosenses 2:13-14), los pecados ya fueron cargados en uno: Sólo Cristo. A través de la obra poderosa e inigualable de Jesús podemos acceder a la gracia de Dios. Su sacrificio es eficaz, es decir, cumple su propósito: salvar. Una expiación que en sí misma no salva a nadie a menos que se le acepte, no es una expiación eficaz. En cambio, una expiación que asegura la salvación, regeneración, fe y arrepentimiento de los escogidos de Dios si es una expiación eficaz.


     Primero que todo, ¿Qué significa expiar? Entendemos la expiación como el acto en que se paga o repara la culpa por medio del sacrificio. En el antiguo testamento se destina casi todo un libro a este tema. El tercer libro del Pentateuco, Levítico, nos enseña todas las cosas concernientes a los levitas, tribu de Israel dedicada, por orden de Dios, al sacerdocio y sistema expiatorio. Dios había ordenado que los pecados de su pueblo fueran perdonados mediante el sacrificio de animales. Existían distintas ofrendas de expiación: holocaustos, ofrenda de paz, ofrenda por el pecado, ofrenda de expiación, sacrificio por la culpa, en fin, una serie de ofrendas expiatorias que tenían dos elementos en común. En primer lugar, para cada sacrificio se exigía como requisito que el animal a sacrificar debía ser santificado o consagrado para ese fin. El cordero a sacrificar debía ser inmaculado, consagrado, destinado desde su nacimiento al holocausto. En segundo lugar, el animal debía morir degollado, a fin que derramase hasta la última gota de sangre. Sumado a otras condiciones, estos dos puntos eran esenciales para el sacrificio, a tal nivel que Dios rechazaba completamente la expiación si se faltase a tan sólo uno de estos puntos. La sangre cobra el papel principal en la obra expiatoria, ya que a través de esta Dios acepta o no el perdón de los pecados de su pueblo. ¿Por qué razón la sangre es tan importante para Dios?


      La ley mosaica nos especifica que la sangre es el símbolo más auténtico de la vida. Sin sangre, no hay vida, y es por esto que Dios a través de Moisés dice: “…la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona” (Levítico 17:11). Si la sangre es la representación de la vida, entonces la sangre derramada es la representación de la muerte. A diferencia de los dioses paganos de las civilizaciones contemporáneas a los tiempos bíblicos, Dios no exigía el derramamiento de sangre inocente porque mostrara un grado de placer ante ello. Dios, siendo justo, no puede en ningún punto negar su justicia. Si la Escritura nos dice que la paga por el pecado es la muerte (Romanos 6:23) y que todos estamos muertos, por cuanto todos pecamos (Romanos 3:23; 5:12), Dios es justo si envía a toda la raza humana al infierno, a morir eternamente, por haber quebrantado su ley. Si Dios pasara por alto los pecados, por el sólo argumento de su amor, no sería del todo justo, pues no daría la justa sentencia por el pecado, y no amaría de manera perfecta, pues desecharía su odio contra la maldad, aspecto clave de su amor por la verdad y la justicia.


        Para perdonar los pecados del pueblo de Israel, Dios mandó a efectuar el sistema expiatorio descrito en Levítico. Lo que hace la expiación, sacrificio para borrar las culpas y las transgresiones, es imputar los delitos personalmente cometidos en una criatura santificada para el sacrificio, a fin que por medio del sacrificio los pecados pasen a la criatura inmolada y el pueblo sea limpio. Por esto es necesaria la sangre y el sacrificio. En otras palabras, Dios traspasaba toda la culpabilidad del pueblo de Israel a una criatura inocente, para que el sacerdote la degollara y por medio de la muerte de esta, representada por la sangre derramada, Dios consideraba pagada la trasgresión, y por tanto, no niega su justicia. La demanda de castigo queda satisfecha, la criatura inocente y pura muere de forma vicaria, es decir, en reemplazo de los pecadores. Al ser traspasados los pecados del pueblo a la criatura, esta no era considerada ya inocente, sino una masa de pecado que pagaría la muerte que los demás debían. Finalmente, la sangre derramada era presentada por el Sumo Sacerdote en el lugar Santísimo del Tabernáculo de Reunión, donde Dios podía o no aceptarla como sacrificio válido y suficiente para perdonar los pecados de su pueblo. Si la aceptaba, la sangre cubría los pecados de los transgresores, a tal punto, que Dios los consideraba limpios. Si la rechazaba los resultados eran contrarios.



     Con el tiempo, el sacrificio levítico comenzó a ser insuficiente. El pecado era tan constante en el pueblo de Israel que la mayoría moría en su pecado, ya que apenas siendo limpiados por la sangre de los corderos incurrían nuevamente en pecado. Así es descrito en el Nuevo Testamento: “Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados” (Hebreos 10:11). Con seguridad el sistema expiatorio no era el método por el cual Dios perdonaría eternamente los pecados de su pueblo, no terrenal ni sanguíneo, sino de la más bella congregación de lavados y limpiados por la sangre de uno que dio la vida por los suyos. El único que puede cumplir los requisitos de Dios es Dios mismo, y Dios encarnado en Jesucristo, vino a este mundo, viviendo sin pecado ni mancha alguna, consagrado desde su nacimiento para morir como aquellos corderitos del Antiguo Testamento. En la cruz, Jesús murió de manera sustitutiva por los pecadores. Dios lo entregó para llevar el pecado de muchos. Siendo inocente, dio hasta la última gota de sangre perfecta, no contaminada por el pecado.

     Los pecados del pueblo santo de Dios, de los que Él escogió desde antes de la fundación del mundo, fueron contados sobre Jesucristo. Él fue considerado maldito por nuestra causa: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado de un madero)” (Gálatas 3:13). El profeta Isaías dice que: “…él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados… como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores…” (Isaías 53:5 y 7). Juan el Bautista presenta a Jesús como:“…el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Mediante el sacrificio de Cristo, Dios considera la demanda de castigo pagada, su justicia es satisfecha, Él descargó toda su ira contra el pecado hacia su Hijo Unigénito: “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Romanos 3:24-25). Cristo hizo el sacrificio perfecto y suficiente: “pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Hebreos 10:12). Por lo tanto, a través del sacrificio de Jesús, Dios no deja de ser justo: “con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que ÉL sea el JUSTO, y el que JUSTIFICA al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26).


       El propósito de la expiación es quitar los pecados de los hombres mediante la muerte de un ser limpio, sin mancha, inocente delante de Dios, el cual se dispone de manera sustitutiva por los que habrán de ser limpios por su sangre. La ira de Dios contra el pecado recae sobre tal criatura, y por tanto, la paga por el pecado, la muerte, queda saldada. Al igual como en el Antiguo Testamento, la expiación paga el precio integro de la condenación, no compra solamente la posibilidad de ser salvo, sino que asegura la salvación.


     En resumen, sólo en Cristo hallamos salvación y vida eterna. Fue por sus méritos que somos aceptados delante de Dios, por su justicia somos justificados, por su sangre son cubiertas nuestras maldades, por su muerte morimos al pecado y por su resurrección nacemos a una vida nueva: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia EN ÉL” (2 Corintios 5:21). Ningún mérito que traigamos nosotros puede alcanzar los méritos de Cristo. Si sin la obra de Cristo Dios trataba nuestras obras como trapos de inmundicia (Isaías 64:6), ¿Cuánto más diminutas le parecerán ahora, viendo una obra tan grande hecha por el Señor? ¿Realmente nuestras obras merecen algún crédito? Por supuesto que no. Uno de los grandes logros de la teología reformada es rescatar la elevada e insuperable importancia que tiene el sacrificio de Cristo. Ante una generación acostumbrada a ganarse la salvación por sus obras, los reformadores llamaban a poner nuestras miradas únicamente en el Salvador, su Obra y cuán grande fue su gracia.



Soli Deo Gloria


    Glorificar a Dios sin conocerlo es absolutamente incomprensible, pero muchos lo hacen. Dicen dar toda la gloria a Dios cuando reservan en su corazón créditos personales. Algunos no tienen idea que es eso, lo asocian con alabarlo. Otros le dan la gloria pero sólo como un amuleto o conjuro de sus labios. La Gloria de Dios no se puede transar ni compartir, es sólo de Él:“Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro” (Isaías 48:11). Sin embargo, el problema principal no yace en reservar en el corazón algún mérito que pensamos Dios tomó para salvarnos, sino más bien en nuestra ignorancia de quién es el Dios al que decimos glorificar. La gran mayoría de las iglesias evangélicas de hoy concentran sus atenciones en determinados atributos de Dios, e ignoran y a veces niegan los demás. Es una gran moda fijar los ojos en el amor de Dios solamente, mientras que la ira que Él siente contra el pecado es dejada en el olvido. Gran despertar produce su Bondad, pero su Justicia y Juicio contra los pecadores parece no ser digno de Él. No obstante, si no se glorifica a Dios por todo lo que Él es, sencillamente no se le glorifica: “Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente para con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces en esa bondad; pues de otra manera tú también serás cortado” (Romanos 11:22). Muchas veces se dice dar la Gloria a Dios, pero en el fondo diseñamos un dios según nuestras necesidades, apoyamos tal dibujo mental en uno que otro versículo que le acomode y decimos glorificar a Jehová de los ejércitos. Tal dios no es Jehová. Juan Calvino, en su obra “Institución de la Religión Cristiana” dijo: “Y es cosa clara ver en cuántas mentiras y engaños la superstición se enreda cuando pretende hacer algún servicio a Dios. Porque casi siempre se sirve de aquellas cosas que Dios ha declarado no importarle, y las que manda y dice que le agradan, o las menosprecia o abiertamente las rechaza. Así que todos cuantos quieren servir a Dios con sus nuevas fantasías, honran y adoran sus desatinos, pues nunca se atreverían a burlarse de Dios de esta manera, si primero no se imaginaran un Dios que fuera igual que sus desatinados desvaríos. Por lo cual el Apóstol dice que aquel vago e incierto concepto de la divinidad es pura ignorancia de Dios” (Calvino J. “Institución de la religión cristiana”. Libro I. Capítulo IV).



     Con seguridad, “la sola gloria de Dios” guarda relación con todas las solas anteriores, es más, al parecer es un resumen concluyente de toda la teología reformada. Debemos entender a Dios “por la sola Escritura” ya que es esta la única fuente que Dios dejó para conocerle, y conociéndole podemos glorificarle tal cual es. La “sola fe” es necesaria para ser justificados delante de Dios, ninguna obra que traigamos podrá torcer su mano, es más, la fe es un don operado en nosotros, y no un elemento común para la humanidad, cuyo fin es glorificar a Dios. Por la “sola gracia” de Dios somos salvos, gratuita e inmerecidamente. Comprender la gracia de Dios sin entender la condenación a la cual estábamos expuestos es una teología tuerta y coja, y por tanto, un entendimiento limitado de la gracia como tal, lo cual no glorifica a Dios tal como es. “Solo Cristo” hizo tal sacrificio expiatorio y nos libró de la muerte y la condenación. Como cordero fue llevado al matadero, cargando la vergüenza de los que creerían en Él. Aseguró por tanto la salvación de los escogidos por Dios y también su perseverancia en la fe. Jesús como Hijo de Dios también merece toda la gloria. Tener una comprensión del Señor Jesús poco definida o externa a las Escrituras hace imposible darle la gloria por quien es y lo que hizo por nosotros. La Gloria de Dios es el fin del hombre dice la confesión de Westminster. La razón por la que los puritanos no discriminaban entre una vida secular y una espiritual es que todo tiempo que Dios nos otorgue debemos consagrarlo a su Gloria. Todo lo que hagamos debe ser sólo para su gloria, no hay otra razón que valga la pena.

       Los apóstoles predicaron este mensaje durante gran parte de su ministerio. Tenemos al apóstol Pablo diciendo: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). ¿Existe una vida espiritual y una secular? Por supuesto que no. En el Siglo XVI, la iglesia católica romana acostumbraba a distinguir entre una vida y otra; hoy muchos tienen esa pésima costumbre. La razón por la que vivimos es dar la Gloria a Dios, no solamente en el templo o mientras nos congregamos como iglesia, no solamente en nuestro estudio de las Escrituras o en nuestro momento de oración, glorificamos a Dios en todo momento, ya sea que trabajemos, estudiemos o estemos con la familia. Nos santificamos porque Dios lo merece, estudiamos la Palabra para conocer de Él y darle la gloria, trabajamos para sustentar nuestros hogares que logramos amar de forma real por el Amor de Dios, y esto le da la Gloria. Rehusamos del pecado porque Cristo rehusó de él, y al revestirnos de su fuerza le damos la Gloria, desechando nuestros débiles y penosos esfuerzos. Sea lo que sea que hagamos, aún la actividad más cotidiana de la tierra, merece Dios que exaltemos su nombre. ¿Cómo? Viviendo su Palabra segundo a segundo, clamando por misericordia, alejándonos y luchando contra el pecado que Él odia, adorándolo día y noche y llevando su evangelio hasta el fin del mundo. El apóstol Pedro insistió que el motivo de toda enseñanza o ministerio es la gloria de Dios (1 Pedro 4:11). ¿Podemos exclamar junto a él: “Antes bien creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén” (2 Pedro 3:18)? ¿Damos la Gloría a Dios ignorando quién es Él? ¿Podemos decir que conocemos a Dios cuando sólo hemos leído unos cuantos versículos de su Palabra y hemos ignorando libros completos de la Escritura? ¿Es la Gloria de Dios lo que motiva nuestra vida? ¿Verdaderamente doy la Gloria a Dios? Son estos cuestionamientos los que trajeron a la mesa reformadores como Martín Lutero y Juan Calvino, hombres santos como John Owen y Jonathan Edwards, y piadosos predicadores como George Whitefield y Charles Spurgeon.



4.    La reforma, ¿Agua estancada o fluidos ríos?


      Hay dos formas de entender la reforma protestante. La primera es como un evento que tomó lugar en un determinado momento de la historia y que protagonizaron determinadas personas en determinados lugares. La segunda es como el ejemplo de que  la iglesia de Cristo no ha renunciado a su llamado y a pesar de tener todo un mundo en su contra, persiste en predicar y defender el mensaje de gracia del evangelio de Cristo a cualquier costo. La reforma protestante llamó a los cristianos a obedecer las Escrituras por sobre todo, a entender que las obras buenas no nos salvan, que Dios nos justifica a través de la fe y que Cristo hizo una obra perfecta por nosotros. Sin embargo, a pesar que el despertar en la verdadera doctrina duro dos a tres siglos, la institucionalización, la pereza y el conformismo terminó por extinguir poco a poco el fuego que había comenzado en el sonar del martillo al clavar las 95 tesis. Paulatinamente las iglesias se fueron transformando en lo principal que confrontaron los reformadores. Hoy vivimos nuevamente una época oscura. El cristianismo está en boca de todos, pero el verdadero Cristo no. El evangelio ha sido reemplazado por un mensaje optimista, psicológico y motivador, no una noticia que nos lleva al arrepentimiento de pecados y la fe lo que le interesa a los predicadores de hoy es que el oyente se quede lo más posible en la congregación, y para ello, mejor rehusar de palabras duras o mensajes de arrepentimiento y reprensión de pecados. Son muy pocas las iglesias que conservan su herencia protestante, la mayoría ha caído en esto que vemos ahora. Sin embargo, ninguno de los reformadores tuvo la intención que llegáramos a tal entropía. Es más, dejaron un principio interesante y al parecer olvidado.



Dios da el crecimiento (1 Co.3:7)
      El principio “Eclessia reformata semper reformanda” o “Iglesia reformada siempre reformándose” es un principio dentro de la teología reformada que nos demuestra el poco interés que tenían los reformadores de ser recordados como héroes de la fe. Una iglesia que ha sido reformada por la Palabra de Dios es una iglesia que continuamente estará siendo transformada por la Palabra. Como expone el predicador bautista Paul Washer, la evidencia que exista un arrepentimiento verdadero es la existencia de un arrepentimiento continuo y creciente. Si un cristiano dice haberse arrepentido de sus pecados, pero vive una vida licenciosa en ellos, entonces no se ha arrepentido. Un arrepentimiento real no se mide por la calidad del primer encuentro, sino por la perseverancia en la búsqueda del perdón. Si el arrepentimiento decrece entonces es posible que no estemos frente a un verdadero arrepentimiento. Lo mismo ocurre con el principio de “iglesia reformada siempre reformándose”. Si cada cristiano debe crecer en la fe, confiando en la promesa que “…el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6), con obvia razón la iglesia debe crecer cada día en su fe hacia su Salvador. Ahora salta a la mesa el tema de ¿Cómo crecemos? El apóstol en su carta a la iglesia de Colosas confirmó un gran deseo por su crecimiento como iglesia: “…no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del CONOCIMIENTO DE SU VOLUNTAD en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y CRECIENDO EN EL CONOCIMIENTO DE DIOS” (Colosenses 1:9-10). ¿Qué más importante puede haber para una iglesia que el conocimiento de Dios y su voluntad? ¿Cómo crecemos entonces? Cuando adquirimos mediante su gracia conocimiento puro de su voluntad a través de las Escrituras. Si individualmente crecemos de esa forma, no podemos esperar algo distinto para la congregación nuestra como iglesia. Si crecer es el efecto general, poderoso y sobrenatural que Dios a través de su Palabra provoca, el transformarnos es el fenómeno sobrenatural que día a día ocurre para después de algún tiempo llegar a la conclusión que crecimos. Es posible que el crecimiento sea algo paulatino, pero sus resultados no serán tan paulatinos como sentarnos frente a un árbol y ver su crecimiento durante toda la vida. Los cambios que Dios produce, por el poder del Espíritu Santo, son altamente evidentes a tal punto que muchos intentan explicar tales cambios por otros factores, al verse sorprendidos por la idea de una regeneración o transformación sobrenatural. El crecimiento quizás es visible dentro de ciertos periodos, porque necesitamos de dos o tres intervalos para comparar si existe o no crecimiento. La transformación debe ser un fenómeno sobrenatural que ocurra todos los días, pues Dios ha prometido que aquellos que ha tomado como hijos no los deja sin disciplina, pruebas o tribulaciones. Ser transformado por la Palabra involucra un cambio radical, constante y creciente. Por eso, es que el verdadero cristiano siente un vacío tremendo y una debilidad gigantesca cuando pasa un día, y a veces tan sólo unas horas, sin leer las Escrituras ni nutrirse de sus preceptos, porque por ella conoce las promesas y los misterios que comenzaron a transformar su vida, y que le han seguido transformando su ser al meditar en ellas en el momento de dicha y en el de aflicción.

      El constante crecimiento y trasformación del cristiano y de la iglesia es uno de los puntos que defendieron los reformadores en el principio “iglesia reformada siempre reformándose”, es decir, una iglesia que ha sido transformada por la Palabra debe vivir reformándose por la Palabra si es que quiere llamarse reformada. Es el poder de Dios lo que la sustentaría y la perseverancia que Él inspira lo que la perfeccionaría. Sin embargo, este principio no quiere dar a entender sólo ello, a pesar que es un punto bello y naturalmente bíblico. Al decir que una iglesia reformada seguirá reformándose, decimos implícitamente que no volverá a la ruina que los esclavizó por tanto tiempo, es decir, con la ayuda de Dios seguirán transformándose y jamás regresarán al antiguo modo de vida. Esto es expuesto innumerables veces por Cristo y los apóstoles. Aquel que verdaderamente ha sido reformado por la Palabra de Dios vivirá reformándose y no hallará consuelo o provecho alguno en su estado caído y depravado. Lo mismo es para una iglesia. Si una iglesia ha sido transformada de un estado de total o parcial ignorancia a uno de conocimiento pleno de Dios, entonces no deseará de ninguna forma volver a su antiguo estado de oscuridad. Si la reforma protestante fue el vehículo que tuvo la iglesia en el Siglo XVI para desligarse de sus malas prácticas, enseñanzas torcidas e ignorancia impuesta por el dominio de los hombres, tal iglesia no volverá a tales realidades.


     El apóstol Pablo expuso: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”(Romanos 12:2). El no conformarse a las enseñanzas de nadie, sino ser constantemente transformados por la Palabra con el fin de entender y comprobar cuál es la buena voluntad de Dios. El sentido de la transformación es tener un conocimiento más puro del Señor, no tiene otra lógica. Si una iglesia es transformada por la Palabra de Dios, ¿Puede conformarse al conocimiento que ha acumulado hasta ese momento? Si dice que sí, ¿Es la Escritura un tesoro tan pequeño y repudiable como para decir que conocemos todo de ella? Es irrisorio que una iglesia apele haber sido constituida por principios reformados si hoy vive de acuerdo a estancados preceptos humanos. El entender los misterios y promesas que Dios ha dejado en su Palabra es una tarea sin fin, es más, ¿Qué otro sentido puede tener la eternidad si no es el conocimiento eterno de un Dios eterno? Ni con mil eternidades alcanzaremos a comprender acabadamente todas las preciosas verdades que nos enseñan las Escrituras. Aún así, muchas iglesias de hoy en día rehúsan de estudiar la Palabra de Dios como corresponde y se enfocan en hacer miles de cosas que Dios no manda y en supuestamente representar a alguien que ni se esfuerzan en conocerlo. Qué pérdida de tiempo.



5.    ¿Qué es una reforma?



     Luego de esta extensa reflexión sobre el sentido y profundidad de la teología reformada y los principios más importantes, podemos definir qué es una reforma. Si el lector deseaba una definición más certera puede correr a otros sitios, ya que el resumen no es una de las virtudes que Dios quiso darme. Sin embargo, creo que al focalizarnos en el contexto histórico y en los preceptos bíblicos que se redescubrieron, no cabe duda que la síntesis será una tarea muy difícil. Aunque el término reforma no es estricta ni explícitamente bíblico, sí lo es desde un punto de vista implícito. Como la palabra lo enseña, reforma es transformar algo en otra cosa. Sin embargo, como todas las palabras, “reforma” no contiene un solo significado. Reformar es mejorar, abolir para construir algo nuevo, añadir elementos que no se encontraban en el plan original, en sencillas palabras, dar una nueva forma ya sea a partir o no de otra. Sin embargo, esta no es la idea a la que deseo llegar o por lo menos no toda ella.  La Palabra de Dios no nos habla de mejorar, sino de transformarnos. Cualquier idea que contradiga sus mandatos o niegue o tuerza su doctrina es algo que deba rechazarse o dejarse atrás. Nada que niegue a la Palabra de Dios es digno de ser obedecido o practicado en la iglesia. A esto nos referimos con reforma.

      Como ya revisamos, es en siglo XVI donde adjudicamos el movimiento reformador, pero como estudiamos, no fue únicamente en aquel tiempo que reformadores defendieron la fe e intentaron cambiar las cosas. Lutero y Calvino fueron conocidos precursores del pensamiento reformado, pero no por ello son el origen mismo de la defensa de la fe y el mensaje de transformación hacia la Escritura. Ser reformado implica el pensamiento que estamos en constante transformación por la Palabra de Dios y lo único que mueve nuestros labios, aprieta nuestros pensamientos y mueve nuestras vidas no es otra cosa que la Palabra de Dios. Esto, con seguridad, no es una característica propia de Lutero o Calvino, sino una conducta fundamental de un verdadero hijo de Dios.


       Pero, ¿Por qué tratar a un cristiano de reformado? ¿No es un apellido innecesario? Lo es cuando la iglesia ha sido llevada a una transformación multitudinaria, en que todos los seguidores de las enseñanzas de Jesús deciden vivir y someterse a la Palabra de Dios y solamente a ella, desechando todo lo que se opone o perturba la gloria de Dios. Los apellidos redundan en gran medida en estos días, de tal forma que a muchos hombres estudiosos de las Escrituras han tenido que discriminar entre un cristiano y otro. ¿Por qué razón debemos decir que un cristiano es verdadero y otro sólo lo es de nombre? ¿No es el nombre “cristiano” propio de quien ha sido verdaderamente transformado y llevado al conocimiento de Dios? ¿Por qué decir que es verdadero? Lamentablemente ser cristiano hoy en día no es lo mismo que serlo en la iglesia primitiva. Llamarse cristiano hoy en día suele ser relativamente natural; en los tiempos apostólicos era un suicidio. Ser cristiano hoy en día es muchas cosas, menos lo que fueron los verdaderos cristianos. Por tanto, a veces es de inmensa necesidad distinguir un cristiano de otro, aunque no se debería ni tendría por qué hacerse. Surge lo mismo cuando hablamos de la iglesia. La iglesia, como ya estudiamos, no es una institución o el conjunto de todos los que se dicen creyentes, cristianos o seguidores de Jesús. Muchas veces, en grandes catedrales, casi la totalidad de sus asistentes piensan que conocen a Dios y son su pueblo, pero tan sólo un puñado puede llamarse verdaderamente iglesia. ¿Podemos llamar a la iglesia de Cristo “apóstata”? ¿Podemos realmente decir que la iglesia de Cristo está sumergida en falsas enseñanzas, adulterio, pornografía, idolatría? Por supuesto que no, de otra forma todas las promesas de Santidad y Regeneración que hablaron los profetas, Jesús y los apóstoles no serían reales; pero muchas veces suele escapárseles a muchos escritores y predicadores, y esto no es debido al juicio de la Escritura, sino a la crisis en que se encuentra la cristiandad hoy en día. De hecho, en este mismo estudio he hablado mucho sobre la iglesia reformada, la iglesia protestante, la iglesia católica romana, en fin. ¿Puede decirse que la iglesia está en crisis? Si lo confirmamos entonces las promesas de santificación, perdón y pureza de la novia de Cristo son erróneas, y por lo tanto, blasfemaríamos contra el Señor y su rescate eficaz. La iglesia de Cristo jamás ha desaparecido, ni ha dejado de evangelizar al mundo; es seguro que peque al desviarse, pero como hemos visto en la historia Dios siempre la hace volver a sus caminos, nunca permite que se pierda, la ha comprado con sangre para siempre.


     La iglesia no es como el pueblo idolatra del Antiguo Testamento, el cual fue considerado por Dios como una ramera (Jeremías 3:2). Al contrario, la iglesia es un pueblo puro y santo, que lleva el mensaje de Cristo por doquier y es sostenido por su Novio durante todo su peregrinaje en la tierra. La iglesia no es el problema; la crisis se halla en que las tradiciones, costumbres y pensamientos humanos siempre harán conflicto con la Palabra de Dios. Es en estos inútiles anexos que los hombres se pierden. Son esas vanas palabras las que siguen y se pervierten unos a otros viviendo la ilusión de ser salvos, pero a la verdad, se hallan anestesiados por ideas humanas. La misma Palabra advierte: “Ellos son del mundo; por eso hablan del mundo, y el mundo los oye” (1 Juan 4:5). La iglesia siempre se percatará de los errores, de alguna forma lo hará. Ama a Dios y su Palabra, y por tanto le es fiel a ella solamente. Al saber de los errores y el camino desviado que está llevando reacciona con arrepentimiento de inmediato, sabe que todas las cosas le ayudan a comprender su dependencia a Dios y restaura, sin tiempo alguno que perder y mediante el Espíritu Santo, sus enseñanzas, doctrinas y prácticas. A diferencia de los “cristianos de nombre”, estos no reaccionan a la Palabra porque no la han seguido jamás. Se guían por los preceptos de sus propias congregaciones y no salen de ellos. Se comportan como creen que es correcto y viven de acuerdo a sus propios pensamientos. Sus vidas no tiemblan a la Palabra de Dios (Isaías 66:2) y no se conforman a sus propósitos.

         Por todas estas razones, el hablar de reforma llega a ser una necesidad, no porque la iglesia sea mitad perdida mitad verdadera, sino porque hemos creado un lenguaje tal que todo el que visita el templo y se ajusta a las creencias del pensamiento religioso circundante le llamamos cristiano y parte de la Iglesia, lo cual no es el mensaje que nos entregan las Escrituras. No obstante, el hablar de iglesia reformada y cristianos reformados suele ser un pseudónimo que la historia ha avalado como correcto, no solamente por la pureza y transformación que es equivalente el término reformado, sino también por la distinción que deseaban tener la iglesia cristiana en el Siglo XVI. Por un lado, teníamos la iglesia católica romana y por otro, la iglesia protestante o reformada. El término “reformado” desde sus inicios implicó un género exclusivo y apartado de la institución que defendía la tradición. Reformado en este sentido significado “opuesto a la tradición, costumbre o práctica que no haya lugar en las Escrituras o se opone implícita o explícitamente a ella”. La iglesias reformadas del Siglo XVI y XVII vivieron un proceso radical desde sus comienzos respecto a su posición frente a la tradición religiosa, pero su transformación fue más bien paulatina. Digo esto porque el cambio fue un nuevo mundo para todos. La salvación se basaba en la fe en Jesucristo y las obras eran un fruto de la justificación. Esta era una doctrina que nadie había escuchado por años. Era un mensaje radicalmente opuesto a la salvación por obras que la Iglesia Católica Romana exponía. Sin embargo, la transformación fue paulatina. La creencia en la doctrina bíblica requería que el pueblo pudiese contemplar la Palabra de Dios de forma presente, es decir, leerla, escudriñarla y hacerse participe de sus preciosas verdades. Traducir las Escrituras fue un trabajo arduo, y discipular a todo el creyente que venía fatigado de sus fracasos y hambriento de justicia era una inclinada pendiente si se comenzaba de una salvación por obras. Comprender que el sacrificio de Cristo era suficiente y que las buenas obras no podían torcer la mano de Dios, sino que eran el efecto de su obra sobrenatural, fue un mensaje extremadamente distinto al que habían escuchado, para algunos, sublime, para otros, ridículo. Sin embargo, al concebir la Palabra de Dios como la única autoridad para el conocimiento de Dios, la tarea dejaba de ser humana y comenzaba a residir en las manos poderosas de Dios. Por muchos años se les había enseñado algo distinto a lo que la Escritura presentaba, pero si la misma Palabra de Dios lo refutaba, entonces debían desechar las malas interpretaciones. Como vemos, la Palabra de Dios es poderosa y no requiere de ningún otro estímulo o herramienta carnal para cumplir sus propósitos: “así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Isaías 55:11). 
      Erradamente, muchos abrazaron la reforma como un movimiento independentista nacional y no una transformación basada en la Palabra de Dios. Muchas bataholas y masacres se desencadenaron por parte de campesinos y subversivos rencorosos, que veían la reforma como una batalla contra la institución religiosa romana, y no contra la tradición externa y opuesta  a la Escritura, lo cual es extremadamente distinto. Confundir la reforma con la revolución es el pasatiempo favorito de los que ven en la violencia y el desorden un vehículo válido y legítimo. Sin embargo, los pensamientos de insurrección violenta no fueron la intención de ninguno de los reformadores del Siglo XVI. Sus intenciones fueron abolir con la Palabra de Dios toda forma de creencia vana y externa a sus propósitos. Su protesta no era física, sino espiritual. Se trataba de una protesta doctrinal y no violenta. No obstante, siempre están aquellos que con un pensamiento arraigado en sus propias pasiones entorpecen la transformación que impulsan los verdaderos hombres de Dios con mensajes revolucionarios que atentan contra la vida de algunos. Para ellos la lucha no es contra principados y potestades, sino contra sangre y carne, y por tanto, revierten toda la doctrina de las Escrituras. Con seguridad el enemigo los atormenta con odio y pasiones violentas. Dios aborrece tal pensamiento.

      Aunque el término “reforma” o “reformado” ha sido malentendido, no le resta importancia tanto histórica como teológica, pero si perjudica su entendimiento tanto académico como popular. Sin embargo, el despertar que tuvo la iglesia desde la reforma protestante en el Siglo XVI hasta adentrada la segunda parte del Siglo XVIII no fue sino una exaltación unánime de la Palabra de Dios, y no un movimiento político, económico o meramente social. Debemos prestar una atención especial a este punto, ya que sólo cuando la Palabra de Dios comenzó a predicarse la iglesia no solamente fue perseguida, sino también extendida hasta lugares donde jamás se pensó que llegaría. Fue el sometimiento a la Palabra de Dios lo que otorgó este gran avivamiento, no fueron otros factores. Los escritores pseudocristianos de este tiempo llaman a la actualidad un nuevo avivamiento, sin embargo, sus razones son absolutamente alejadas de lo que caracterizó al periodo reformador. La iglesia emergente, la formación de iglesias celulares, la intromisión de la música como vehículo atrayente, la creación de mensajes novedosos de éxito y prosperidad económica, seguridad y autoayuda; toda esta enredada telaraña de ideas llaman “avivamiento”. Es más, hace muy poco visité una tienda cristiana en donde llamaban al movimiento de iglesias celulares “La Segunda Reforma”. ¡Qué es esto! Si los puritanos, reformadores, predicadores como Whitefield o Spurgeon, vieran esto, deberíamos socorrer de inmediato sus desmayos. ¡Qué irrisorias ideas se están encumbrando con el logo de “reforma! Se cumple aquella profecía del apóstol: “Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas”(2 Timoteo 4:3-4).

   

Conclusión: el fin de la reforma es glorificar a Dios


      Algunos pueden enmarcar el concepto de reforma como aquel espacio en la historia que tomó lugar entre los siglos XV y XVII, entendiéndolo como un mero cambio en la percepción religiosa sobre Dios, su Palabra y la salvación de nuestras almas. Sin embargo, reforma es mil veces más que eso. Ser reformado tiene como fin glorificar a Dios tal como Él es, en toda nuestra vida. La reforma protestante redescubrió las doctrinas fundamentales de la Palabra de Dios, que las tradiciones humanas habían empañado con sus incoherentes y poco provechosas enseñanzas. No obstante, el principio de “iglesia reformada siempre reformándose” nos explica que reformar nuestras vidas, como cristianos y como iglesia, renovando nuestro entendimiento en la Palabra de Dios no es un aspecto que podemos encerrar en un momento en la historia, es más bien un patrón bíblico e histórico que debe nacer del interior del corazón regenerado. Siguiendo el patrón de los puritanos, nuestra santidad es nuestra principal preocupación, y ¿cómo la vivimos? Sometiéndonos a la Palabra aún en la actividad más diminuta y cotidiana. Someternos a la Palabra y entender que es la única verdad, la única fuente para conocer a Dios, el único vehículo que el Espíritu Santo opera para que los hombres conozcan del juicio, la ira venidera, la salvación que en Cristo y el arrepentimiento que Dios manda, no es la promoción de los reformadores del Siglo XVI solamente, sino de todos los profetas y apóstoles que predicaron la Palabra de Dios. No rendir obediencia y pleitesía a doctrinas, enseñanzas y prácticas no originadas ni expuestas en la Palabra de Dios es el elemento característico de la reforma y lo que la hace tan polémica. Reformado significa transformado por y para la Gloria de Dios, porque reconocemos la soberanía de Dios en todo momento y nuestra absoluta e irremediable ruina humana, glorificamos la obra eficaz de su Hijo en la cruz, nos rendimos ante el llamado irresistible del Espíritu Santo y perseveramos en la fe para llevar el evangelio a todo el mundo y crecer a la imagen Santa de quién nos ha salvado, redimido, resucitado, adoptado, justificado y glorificado. Cuando la Palabra de Dios es lo principal no podemos extraer otra conclusión.

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