martes, 8 de mayo de 2012

1) NADIE SINO JESUS


Sermón #361 El Púlpito de la Capilla New Park Street 1
Volumen 7 www.spurgeon.com.mx 1

NADIE SINO JESÚS —Primera Parte
NO. 361
UN SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO,
17 DE FEBRERO, 1861,
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EXETER HALL, STRAND, LONDRES.
“El que en él cree, no es condenado.”
Juan 3:18.

El camino de la salvación es explicado en la Escritura en los términos
más sencillos, pero, posiblemente no haya verdad sobre la cual se hayan
proferido más errores, que la relativa a la fe salvadora del alma. La experiencia
ha demostrado hasta la saciedad que todas las doctrinas de Cristo
son misterios, misterios no tanto en sí mismos, sino porque entre los
que se pierden están encubiertas; en los cuales el dios de este siglo ha
cegado sus ojos. Tan sencilla es la Escritura, que uno podría decir: “El
que corre puede leer;” pero el ojo del hombre es tan miope y tan maleado
es su entendimiento, que distorsiona y tergiversa la más sencilla verdad
de la Escritura.
Y ciertamente, hermanos míos, aun quienes conocen lo que es la fe,
personalmente y en la práctica, no siempre encuentran fácil definirla con
precisión. Ellos piensan que han dado en el blanco, para luego lamentarse
de que han fallado. Esforzándose por describir una parte de la fe, descubren
que han olvidado otra, y en el exceso de celo para sacar al pobre
pecador de un error, a menudo lo hunden en otro peor. De tal forma que
puedo afirmar que, aunque la fe es la cosa más sencilla del mundo, es
sin embargo uno de los temas más difíciles de predicar, porque por su
misma importancia, nuestra alma comienza a temblar cuando habla de
ella, y entonces somos incapaces de describirla tan claramente como
quisiéramos.
Esta mañana tengo la intención, con la ayuda de Dios, de juntar diversos
pensamientos sobre la fe, cada uno de los cuales es posible que ya
les haya expuesto en diversas ocasiones, pero que no han sido recogidos
anteriormente en un sermón, y que, no dudo, han sido malentendidos
por no haber sido presentados en su correspondiente orden consecutivo.
Voy a hablar un poco sobre cada uno de estos puntos; primero, el objeto
de nuestra fe, hacia dónde mira; a continuación, la razón de la fe, de
dónde procede; en tercer lugar, el fundamento de la fe, o qué trae cuando
viene: en cuarto lugar, la garantía que respalda la fe, o por qué se atreve
a venir a Cristo; y en quinto lugar, el resultado de la fe, o cómo prospera
cuando viene a Cristo.
I. Primero, entonces, EL OBJETO DE LA FE, o hacia dónde mira la fe.
La Palabra de Dios me dice que crea . . . ¿En qué debo creer? Se me ordena
mirar . . . ¿a dónde debo mirar? ¿Cuál debe ser el objeto de mi esperanza,
de mi fe, de mi confianza? La respuesta es simple. El objeto de
la fe para un pecador es Cristo Jesús. ¡Cuántos no cometen errores acerca
de esto y piensan que tienen que creer en Dios Padre! Ahora, creer en
Dios es un resultado posterior a la fe en Jesús. Llegamos a creer en el
amor eterno del Padre como resultado de confiar en la sangre preciosa
del Hijo. Muchos dicen: “yo creería en Cristo si supiera que soy elegido.”
Esto es venir al Padre, y nadie puede venir al Padre excepto por medio de
Cristo. La obra del Padre es elegir; no puedes venir directamente a Él, y
por tanto no puedes conocer tu elección a menos que primero hayas
creído en Cristo el Redentor, y luego, a través de la redención, puedes
acercarte al Padre y conocer tu elección.
Algunos, también, cometen el error de mirar a la obra de Dios el Espíritu
Santo. Miran hacia dentro para ver si tienen ciertos sentimientos, y si
los encuentran, su fe es fuerte, pero si sus sentimientos han partido de
ellos, entonces su fe es débil, así que miran a la obra del Espíritu que no
debe ser el objeto de la fe de un pecador. Debe confiarse en el Padre y en
el Espíritu para completar la redención, pero para la misericordia particular
de la justificación y el perdón, la sangre del Mediador es el único
argumento. Los cristianos deben confiar en el Espíritu después de la conversión,
pero el quehacer del pecador, si quiere ser salvo, no consiste en
confiar en el Espíritu ni en mirar al Espíritu, sino mirar a Cristo Jesús, y
únicamente a Él. Yo sé que su salvación depende de toda la Trinidad,
mas sin embargo, el primer objeto inmediato de la fe justificadora de un
pecador, no es ni Dios el Padre ni Dios el Espíritu Santo, sino Dios el
Hijo, encarnado en carne humana, ofreciendo expiación por los pecadores.
¿Tienes el ojo de la fe? Entonces, alma, mira a Cristo como Dios. Si
quieres ser salvo, cree que Él es Dios sobre todo, bendito para siempre.
Encórvate ante Él, y acéptalo como “Dios verdadero de Dios verdadero,”
pues si no lo haces así, no tendrás parte en Él.
Cuando hayas creído en esto, cree en Él como hombre. Cree en la maravillosa
historia de Su encarnación; fíate del testimonio de los evangelistas,
que declaran que el Infinito se vistió de infante, que el Eterno se encubrió
dentro de lo mortal; que Aquél que era Rey del cielo se volvió siervo
de siervos y el Hijo del hombre. Crean y admiren el misterio de Su encarnación,
pues a menos que crean esto, no podrán ser salvos por ello.
Luego, especialmente, si quieren ser salvos, que su fe contemple a
Cristo en Su perfecta justicia. Mírenlo cumpliendo la ley perfectamente,
obedeciendo a Su Padre sin ninguna falla, preservando su integridad sin
tacha. Todo esto debes considerarlo como realizado a tu favor. Tú no
podrías guardar la ley; Él la guardó por ti. Tú no podrías obedecer a Dios
perfectamente: (¡he aquí!, Su obediencia está en el lugar de tu obediencia),
y por ella, tú eres salvo. Pero cuídate de que tu fe mire principalmente
a Cristo cuando está agonizando y cuando está muerto. Mira al
Cordero de Dios enmudecido delante de sus trasquiladores; mírale como
el varón de dolores, experimentado en quebranto; acompáñalo a Getsemaní
y contémplalo sudando gotas de sangre. Fíjate bien, tu fe no tiene
que ver con nada que esté dentro de ti; el objeto de tu fe no es nada interno,
sino algo fuera de ti. Cree en Él, entonces, quien en aquel árbol,
con manos y pies clavados en el madero, derrama Su vida por los pecadores.
Allí está el objeto de tu fe para justificación; no en ti mismo, ni en
nada que el Espíritu Santo haya hecho en ti, o en nada que haya prometido
hacer por ti; tú debes mirar a Cristo y únicamente a Cristo.
Luego, que tu fe contemple a Cristo levantándose de los muertos. Míralo:
Él ha cargado con la maldición, y ahora recibe la justificación. Él
muere para pagar la deuda; Él se levanta para clavar en la cruz el comprobante
de la deuda saldada. Mírale ascendiendo a los cielos, y contémplale
en este día intercediendo ante el trono del Padre. Está allí intercediendo
por Su pueblo, ofreciendo hoy su petición llena de autoridad a favor
de todos los que vienen a Dios por medio de Él. Y Él, como Dios, como
hombre, cuando vive, cuando muere, cuando resucita, cuando reina
arriba, Él, y sólo Él, debe ser el objeto de tu fe para perdón del pecado.
No debes confiar en ninguna otra cosa. Él debe ser la única columna y
sostén de tu confianza; y todo lo que tú agregues a eso será un anticristo
inicuo, una rebelión contra la soberanía del Señor Jesús. Pero si la fe te
salva, mientras miras a Cristo en todos estos asuntos, ten presente que
tienes que verlo como un sustituto. Esta doctrina de la sustitución es tan
esencial para todo el plan de salvación, que tengo que explicarla aquí por
milésima vez:
Dios es justo, Él debe castigar el pecado. Dios es misericordioso, Él
quiere perdonar a aquellos que creen en Jesús. ¿Cómo se va a lograr esto?
¿Cómo puede ser justo y exigir el castigo, y misericordioso y aceptar
al pecador? Lo hace así: Él toma los pecados de Su pueblo y efectivamente
los alza, quitándolos de Su pueblo y poniéndolos en Cristo, de tal forma
que ellos quedan como inocentes, como si nunca hubiesen pecado, y
Cristo es mirado por Dios como si Él fuese todos los pecadores del mundo,
resumidos todos en uno. El pecado de Su pueblo fue retirado de las
personas, y real y efectivamente (no típica ni metafóricamente), sino real
y efectivamente fue puesto en Cristo. Entonces Dios salió con Su espada
encendida para encontrarse con el pecador y castigarlo. Se encontró con
Cristo. Cristo mismo no era un pecador; pero los pecados de Su pueblo
fueron todos imputados a Él. Por lo tanto, la justicia se enfrentó con
Cristo como si Él hubiese sido el pecador (castigó a Cristo por los pecados
de Su pueblo), le castigó en todo el alcance de sus derechos, exigió
de Él hasta el último átomo de la pena, no dejando ni un residuo en la
copa. Y ahora, aquél que puede ver a Cristo como su sustituto, y pone su
confianza en Él, es librado de la maldición de la ley.
Alma, cuando veas a Cristo obedeciendo la ley, tu fe debe decir: “Él
obedece eso por Su pueblo.” Cuando le veas muriendo, debes contar las
gotas carmesíes, y decir: “así quitó Él mis pecados.” Cuando le veas resucitando
de los muertos, debes decir: “Él resucita como cabeza y representante
de todos Sus elegidos;” y cuando le veas sentado a la diestra de
Dios, debes verle allí como la prenda de que todos aquellos por quienes
murió, se sentarán con toda seguridad a la diestra del Padre. Aprendan a
mirar a Cristo que está delante de los ojos de Dios como si Él fuese el pecador.
“No hubo pecado en él.” El fue “el justo,” pero sufrió por los injustos.
Él fue recto, pero estuvo en el lugar de los pecadores; y todo lo que
los pecadores deberían haber soportado, Cristo lo soportó de una vez para
siempre, y quitó sus pecados eternamente por el sacrificio de Sí mismo.
Ahora, este es el gran objeto de la fe. Le suplico que no se equivoquen
al respecto, pues un error en esto sería peligroso, si no es que fatal. Vean
a Cristo, por la fe, como convirtiéndose por Su vida, y muerte, y sufrimientos,
y resurrección, en el sustituto de todos aquellos que le fueron
dados por Su Padre; el sacrificio vicario por los pecados de todos los que
confíen el Él con toda su alma. Cristo, entonces, explicado de esta manera,
es el objeto de la fe que justifica.
Ahora, permítanme observar adicionalmente que, hay algunos de ustedes,
sin duda, que dirán: “oh, debería creer y querría ser salvo si . . .”
¿Si qué? ¿Si Cristo hubiera muerto? “Oh no, señor, mi duda no es relativa
a Cristo.” Eso pensé. Entonces ¿cuál es tu duda? “Bien, yo creería si
sintiera esto, o si hubiera hecho aquello.” Muy bien; pero déjame decirte
que no podrías creer en Jesús si sintieras esto, o si hubieses hecho aquello,
pues entonces creerías en ti mismo, y no en Cristo. Esa es la esencia
del tema. Si fueras tal y tal cosa, o tal y tal otra, entonces podrías tener
confianza. ¿Confianza en qué? Pues, confianza en tus sentimientos, y
confianza en tus obras, y eso es precisamente lo contrario de la confianza
en Cristo. La fe no consiste en inferir por algo bueno que hay en mí, que
seré salvo, sino que a pesar del hecho de que soy culpable delante de
Dios y merezco Su ira, por fe creo que la sangre de Jesucristo Su Hijo me
limpia de todo pecado; y aunque mi conciencia presente me condene, sin
embargo mi fe vence a mi conciencia, y ciertamente creo que “puede
también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios.”
Venir a Cristo como un santo es algo muy fácil; confiar en que un doctor
pueda salvarte cuando crees que estás mejorando, es muy fácil; pero
confiar en tu médico cuando sientes que la sentencia de muerte está en
tu cuerpo, y mantener la confianza cuando la dolencia está ganando terreno
y se manifiesta de todas maneras, y cuando la úlcera está supurando
veneno (creer simplemente en la eficacia de la medicina), eso es fe.
Y así, cuando el pecado cobra señorío sobre ti, cuando sientes que la ley
te condena, entonces, aun entonces, como un pecador, confiar en Cristo,
esta es la hazaña más intrépida en todo el mundo; y la fe que derrumbó
los muros de Jericó, la fe que levantó a los muertos, la fe que tapó bocas
de leones, no era más grande que la de un pobre pecador, cuando pese a
todos sus pecados, se atreve a confiar en la sangre y justicia de Jesucristo.
Haz esto, alma, y entonces serás salva, independientemente de quién
puedas ser. El objeto de la fe, entonces, es Cristo como sustituto de los
pecadores. Dios en Cristo, pero no Dios aparte de Cristo, ni ninguna obra
del Espíritu, sino la obra de Jesús únicamente debe ser vista por ustedes
como el cimiento de su esperanza.
II. Y ahora, en segundo lugar, LA RAZÓN DE LA FE, o, ¿por qué cree
un hombre y de dónde procede su fe?
“La fe es por el oír. Concedido, pero ¿acaso no todos los hombres oyen,
y muchos todavía permanecen en la incredulidad? ¿Cómo, entonces, se
acerca cualquiera por medio de su fe? La fe viene a cada quien para experiencia
propia como resultado de un sentido de necesidad. Se siente
necesitado de un Salvador; descubre que Cristo es justamente el Salvador
que necesita, y por tanto, como no puede evitarlo, cree en Jesús. No
teniendo nada propio, siente que debe tomar a Cristo o de lo contrario
debe perecer, y por tanto, lo hace porque no puede evitarlo. El hombre es
arrinconado, y sólo existe esta única vía de escape, es decir, por la justicia
de otro. Siente que no puede escapar por medio de buenas obras, o
por medio de sus propios sufrimientos, y entonces viene a Cristo, y se
humilla, porque no puede nada sin Cristo, y perecerá a menos que se
aferre a Él.
Pero regresando a la pregunta del principio, ¿dónde obtiene el hombre
su sentido de necesidad? ¿Cómo es que él, y no otros, siente su necesidad
de Cristo? Es seguro que no tiene mayor necesidad de Cristo que
otros hombres. ¿Cómo llega a saber, entonces, que está perdido y arruinado?
¿Cómo es que es conducido por el sentido de ruina a aferrarse a
Cristo, el restaurador? La respuesta es: este es el don de Dios; esta es la
obra del Espíritu. Ningún hombre viene a Cristo a menos que el Espíritu
lo traiga, y el Espíritu trae a los hombres a Cristo encerrándolos bajo la
ley, y dándoles la convicción de que si no vienen a Cristo, perecerán. Entonces
por el puro mal tiempo, ellos da un viraje y se apresuran a llegar
a este puerto celestial.
La salvación por medio de Cristo es tan repugnante a nuestra mente
carnal, tan inconsistente con nuestro amor al mérito humano, que nunca
nos aferraríamos a Cristo para que fuera nuestro todo en todo, si el
Espíritu no nos convenciera de que no somos absolutamente nada, y no
nos forzara a aferrarnos a Cristo.
Pero, entonces, la pregunta va todavía más lejos: ¿cómo es que el
Espíritu de Dios muestra a algunos hombres su necesidad, y a otros no?
¿A qué se debe que algunos de ustedes fueron conducidos a Cristo por
su sentido de necesidad, mientras otros permanecen en su justicia propia
y perecen? No hay otra respuesta que pueda darse sino esta: “Sí, Padre,
porque así te agradó.” Todo se reduce al fin a la soberanía divina. El
Señor ha “escondido estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las
ha revelado a los niños.” De conformidad a la forma en que Cristo lo expresa:
“Mis ovejas oyen mi voz,” “pero vosotros no creéis, porque no sois
de mis ovejas, como os he dicho.” Algunos teólogos quisieran leer esto:
“ustedes no sois de mis ovejas, porque no creéis.” Como si creer nos
hiciera ovejas de Cristo; pero el texto afirma: “pero vosotros no creéis,
porque no sois de mis ovejas.” “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí.”
Si no vienen, es una clara prueba que nunca fueron dados; pues aquellos
que fueron dados a Cristo desde la más remota eternidad, elegidos
por Dios el Padre, y luego redimidos por Dios el Hijo: estos son conducidos
por el Espíritu, por medio de un sentido de necesidad, a venir y asirse
de Cristo. Ningún hombre creyó jamás, o creerá en Cristo, a menos
que sienta su necesidad de Él. Nadie sintió jamás, o sentirá alguna vez
su necesidad de Cristo, a menos que el Espíritu le lleve a sentirla, y el
Espíritu no conducirá a ningún hombre a sentir su necesidad de Jesús
salvadoramente, a menos que esté escrito así en ese libro eterno, en el
que ciertamente Dios ha grabado los nombres de Sus elegidos.
Entonces, creo que no debo ser malentendido en este punto, que la
razón de la fe, o del por qué los hombres creen, es el amor electivo de
Dios, obrando por medio del Espíritu mediante un sentido de necesidad,
llevándolos de esta manera a Cristo Jesús.
III. Pero ahora voy a necesitar de su cuidadosa atención, mientras
menciono otro punto, acerca del cual ustedes pensarán, tal vez, que me
estoy contradiciendo, y es, EL FUNDAMENTO DE LA FE DEL PECADOR,
o sobre qué base se atreve a creer en el Señor Jesucristo.
Mis queridos amigos, ya he dicho que ningún hombre creerá en Jesús,
a menos que sienta su necesidad de Él. Pero a menudo me han escuchado
decir, y lo repito de nuevo, que no vengo a Cristo argumentando que
siento mi necesidad de Él; mi razón de creer en Cristo no es que yo sienta
mi necesidad de Él, sino que yo tengo una necesidad de Él. El fundamento
sobre el cual un hombre viene a Jesús, no es porque sea un pecador
sensible, sino porque es un pecador, y nada más que un pecador. Él
no vendrá a menos que sea despertado; pero cuando viene, no dice: “Señor,
yo vengo a Ti porque soy un pecador que ha despertado, sálvame.”
Sino que dice: “Señor, soy un pecador, sálvame.” No su despertar, sino
su condición de pecador es el método y el plan sobre los cuales se atreve
a venir.
Tal vez perciban lo que quiero decir, pues encuentro un poco difícil
explicarme en este momento. Si hiciera referencia a la predicación de
muchos grandes teólogos calvinistas, ellos decían al pecador: “ahora, si
sienten su necesidad de Cristo, si se han arrepentido tanto, si han sido
atormentados por la ley hasta tal y tal punto, entonces pueden venir a
Cristo sobre la base de que son pecadores que han sido despertados.” Yo
digo que eso es falso. Ningún hombre puede venir a Cristo sobre la base
que es un pecador despierto; debe venir a Él como un pecador. Cuando
vengo a Jesús, yo sé que no he venido a menos que esté consciente, pero
aun así, no vengo como un pecador despertado. No estoy al pie de Su
cruz para ser lavado porque me he arrepentido; no traigo nada cuando
me acerco excepto pecado. Un sentido de necesidad es un sentimiento
bueno, pero cuando estoy al pie de la cruz, no creo en Cristo porque tenga
buenos sentimientos, sino que creo en Él ya sea que tenga buenos
sentimientos o no—
“Simplemente como soy, sin ningún argumento,
Excepto que Tu sangre derramaste por mí,
Y que Tú me ordenas acercarme a Ti,
Oh Cordero de Dios, así vengo.”
El señor Roger, el señor Sheppard, el señor Flavel, y varios teólogos
excelentes en la época puritana, y especialmente Richard Baxter, acostumbraban
dar descripciones de lo que un hombre debe sentir antes de
que pueda atreverse a venir a Cristo. Ahora, yo coincido con el lenguaje
del buen señor Fenner, otro de esos teólogos, que dijo que era sólo un
bebé en la gracia comparado con aquellos: “me atrevo a decir que todo
esto no es Escritural. Los pecadores ciertamente sienten estas cosas an
tes de venir, pero no vienen por causa de haberlo sentido; vienen porque
son pecadores, y no por ninguna otra causa.” La puerta de la Misericordia
está abierta, y sobre esa puerta está escrito: “Palabra fiel y digna de
ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores.” Entre la palabra “salvar” y la siguiente palabra “pecadores,”
no hay ningún adjetivo. No dice: “pecadores penitentes,” pecadores despiertos,”
“pecadores sensibles,” “pecadores dolidos,” o “pecadores alarmados.”
No, únicamente dice: “pecadores,” y yo sé esto, que cuando he
venido, vengo a Cristo hoy, pues siento que tengo tanta necesidad en mi
vida de venir hoy a la cruz de Cristo, como la tuve hace diez años. Cuando
vengo a Él, no me atrevo a venir como un pecador consciente o un pecador
despierto, pero tengo que venir todavía como un pecador con mis
manos vacías.
Vi a un hombre entrado en años esta semana, en la sacristía de una
capilla en Yorkshire. Yo había estado comentando algo a este respecto; el
anciano había sido un cristiano por años, y dijo: “nunca lo vi expuesto
tan exactamente, sin embargo, yo sé que esa es simplemente la forma en
que vengo; yo digo: ‘Señor—
“Nada traigo en mis manos,
Simplemente a Tu cruz me aferro;
Desnudo, busco en Ti vestido;
Desvalido, vengo a Ti por gracia;
Negro,
(‘Sumamente negro,’ dijo el anciano)
Vuelo a la fuente:
Lávame, Salvador, o muero.’”
La fe consiste en salirse de ustedes mismos y entrar en Cristo. Yo sé
que muchos cientos de pobres almas se han quedado atribuladas porque
el ministro ha dicho: “si sienten su necesidad, pueden venir a Cristo.”
“Pero,” responden ellos, “yo no siento mi necesidad lo suficiente; estoy
seguro que no la siento.” He recibido muchísimas cartas de pobres conciencias
atribuladas que han dicho: “yo me aventuraría a creer en que
Cristo me salva si tuviera una tierna conciencia; si tuviera un corazón
blando. Oh, pero mi corazón es como una roca de hielo que no se derrite.
No puedo sentir como me gustaría sentir, y por tanto no debo creer en
Jesús.” ¡Oh, fuera con eso, fuera con eso! ¡Es un perverso anticristo; es
un papismo descarado! No es tu blando corazón el que te da derecho a
creer. Debes creer en Cristo para renovar tu endurecido corazón, y venir
a Él sin nada contigo excepto el pecado.
La razón por la que un pecador viene a Cristo, es porque está negro,
porque está perdido, y no porque sepa que está perdido. Yo sé que no
vendría a menos que lo supiera, pero esa no es la base sobre la que vie
ne. Es la secreta razón del por qué, pero el cimiento positivo y público no
consiste en que él entienda. Así estaba yo, año tras año, temeroso de venir
a Cristo porque pensaba que no sentía lo suficiente; y solía leer ese
himno de Cowper que se refiere a ser insensibles como el acero—
“Si algo siento es únicamente dolor
Cuando descubro que no puedo sentir.”
Cuando creí en Cristo, pensé que no sentía del todo. Ahora cuando
vuelvo mi mirada al pasado descubro que había estado sintiendo muy
aguda e intensamente, todo el tiempo, y principalmente debido a que
pensaba que no sentía. Generalmente, las personas que más se arrepienten,
piensan que son impenitentes, y la gente siente mayormente su necesidad
cuando piensa que no siente del todo, pues no somos jueces de
nuestros sentimientos, y por esto es que la invitación del Evangelio no
está puesta sobre una base de algo de lo que nosotros podamos ser jueces;
está puesta sobre la base de que somos pecadores y nada más que
pecadores.
“Bien,” dirá alguien, “pero dice, ‘Venid a mí todos los que estáis trabajados
y cargados, y yo os haré descansar.’ Entonces debemos estar trabajados
y cargados.” Así es; así dice el texto, pero también hay otro: “El
que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente;” este texto no dice
nada acerca de “trabajados y cargados.” Además, aunque la invitación es
dada a los trabajados y cargados, percibirán que la promesa no es hecha
a ellos como trabajados y cargados, sino que se les hace como siendo los
que vienen a Cristo. Ellos no sabían que estaban trabajados y cargados
cuando vinieron; ellos pensaban que no lo estaban. Realmente lo estaban,
pero parte de su fatiga era que no podían estar tan fatigados como
ellos hubiesen querido, y parte de su carga era que no sentían su carga
lo suficiente. Ellos vinieron a Cristo tal como eran, y Él los salvó, no porque
hubiera algún mérito en su fatiga, o alguna eficacia en su condición
de cargados, sino que Él los salvó como pecadores y nada más que pecadores,
y así fueron lavados en Su sangre y quedaron limpios. Mi querido
lector, permíteme recalcarte esta doctrina. Si vienes a Cristo el día de
hoy, y vienes únicamente en tu carácter de pecador, Él no te echará fuera.
El viejo Tobías Crisp dice precisamente en uno de sus sermones sobre
este punto, “me atrevo a decirlo, que si tú vienes a Cristo, independientemente
de quién seas, y no te recibiera, entonces Él no cumpliría Su palabra,
pues dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Si tú vienes, no te
preocupes de tu capacidad o preparación. Él no requiere calificación de
deberes o de sentimientos tampoco. Tú debes venir tal como eres, y si
eres el mayor pecador fuera del infierno, eres tan apto para venir a Cristo
como si fueras el más moral y el más excelente de los hombres.
Allí está una bañera: ¿quién está preparado para el baño? La mugre
de un hombre no es razón para que no sea lavado, sino más bien una
razón muy evidente del por qué debe serlo. Cuando nuestros magistrados
de la ciudad estaban dando ayuda a los pobres, nadie dijo: “yo soy demasiado
pobre, por tanto no soy apto para recibir socorro.” Tu pobreza
es tu preparación, aquí lo negro es blanco. ¡Extraña contradicción! Lo
único que puedes traer a Cristo es tu pecado y tu maldad. Todo lo que Él
pide es que vengas vacío. Si tienes algo que sea tuyo propio, debes dejarlo
todo antes de venir. Si hubiera algo bueno en ti, no podrías confiar en
Cristo. Debes venir con tus manos vacías. Tómalo como tu todo en todo,
y esa es la única base sobre la cual una pobre alma puede ser salvada:
como un pecador, y sólo como un pecador.
IV. Para no demorarme más, mi cuarto punto tiene que ver con LA
GARANTÍA QUE RESPALDA LA FE, o por qué un hombre se atreve a confiar
en Cristo.
¿No es acaso imprudente que un hombre confíe en Cristo para que le
salve, y especialmente cuando no tiene nada bueno consigo? ¿No es acaso
una presunción arrogante que un hombre confíe en Cristo? No, señores,
no lo es. Es una grandiosa y noble obra de Dios el Espíritu Santo
que un hombre le diga no a todos sus pecados, y crea y confirme que
Dios es verdadero, y crea en el poder de la sangre de Jesús. Pero ¿por
qué se atreve alguien a creer en Cristo, pregunto ahora? “Bien,” dice alguien,
“yo convoqué a la fe a creer en Cristo porque sentía que había una
obra del Espíritu en mí.” Tú no crees en Cristo para nada. “Bien,” dirá
otro, “yo pensé que tenía un derecho a creer en Cristo, porque sentí algo.”
No tenías ningún derecho a creer en Cristo basado en una garantía
como esa. ¿Cuál es entonces la garantía de un hombre para creer en
Cristo? Es esta. Cristo le dice que lo haga, esa es su garantía. La palabra
de Cristo es la garantía del pecador para creer en Cristo: no lo que sienta
o lo que sea, ni lo que no sea, sino que Cristo le ha dicho que lo haga. El
Evangelio dice esto: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo. El que no
creyere, será condenado.”
La fe en Cristo es entonces un deber estipulado así como un privilegio
bendito, y qué misericordia es que sea un deber; pues nunca podrá
haber un cuestionamiento, sino sólo que un hombre tiene el derecho de
cumplir con su deber. Ahora, sobre la base que Dios me ordena que crea,
tengo un derecho de creer, sin importar quién sea. El Evangelio es enviado
a toda criatura. Bien, yo pertenezco a esa tribu; yo soy parte de todas
las criaturas, y ese Evangelio me ordena creer y yo lo hago. No puedo
haber hecho mal al hacerlo pues se me ordenó que lo hiciera. No puedo
cometer un error al obedecer un mandamiento de Dios. Ahora, es un
mandamiento de Dios dado a toda criatura, que crea en Jesucristo a
Quien Dios ha enviado. Esta es tu garantía, pecador, y cuán bendita es
esa garantía, pues es una garantía que el infierno no puede contradecir,
y que el cielo no puede retirar. No necesitan mirar internamente buscando
las brumosas garantías de su experiencia, no necesitan estar mirando
sus obras, y sus sentimientos, para obtener una garantía insuficiente y
torpe de su confianza en Cristo. Ustedes pueden creer en Cristo porque
Él les dice que lo hagan. Ese es un terreno firme que pisar, y uno que no
admite dudas.
Voy a suponer que todos estamos muriéndonos de hambre; que la
ciudad ha sido sitiada, y cerrada, y ha habido una muy prolongada
hambre, y estamos a punto de morir de inanición. Nos llega una invitación
para asistir de inmediato al palacio de algún grande para comer y
beber; pero nos hemos vuelto insensatos, y no queremos aceptar la invitación.
Supongan ahora que una espantosa locura se ha apoderado de
nosotros, y preferimos morir, y decidimos morir de hambre en vez de venir.
Supongan que el heraldo del rey dijera: “Vengan y coman opíparamente,
pobres almas hambrientas, y como yo sé que están renuentes a
venir, agrego esta amenaza: si no vienen, mi guerreros les caerán encima;
les harán sentir la agudeza de sus espadas.” Yo pienso queridos
amigos que diríamos: “bendecimos a este gran hombre por esa amenaza
porque ahora no necesitamos decir ‘puede ser que no vaya,’ mientras que
la realidad es que no podemos detenernos lejos. Ahora no puedo decir
que no estoy listo para ir, pues se me ordena venir, y estoy amenazado si
no voy; y yo iré.” Esa terrible frase: “El que no creyere, será condenado,”
fue añadida, no por ira, sino porque el Señor sabía de nuestra locura insensata,
y que rehusaríamos nuestras propias misericordias a menos
que Él tronara sobre nosotros para hacernos asistir al festín, “Fuérzalos
a entrar;” esta fue la Palabra del Señor antiguamente, y ese texto es parte
del cumplimiento de esa exhortación, “Fuérzalos a entrar.”
Pecador, tú no puedes estar perdido al confiar en Cristo, pero te perderás
si no confías en Él, ay, y perdido por no confiar en Él. Lo digo libremente
ahora: pecador, no solamente puedes venir, pero ¡oh!, te suplico,
no desafíes la ira de Dios al rehusar venir. La puertas de la misericordia
están abiertas de par en par; ¿por qué razón no vendrás? ¿Por qué
no quieres hacerlo? ¿Por qué razón rechazarás todavía Su voz y perecerás
en tus pecados? Fíjense, si perecen, cualquiera de ustedes, la sangre
no estará a la puerta de Dios, ni a la puerta de Cristo, sino a su pro
pia puerta. Él podrá decir de ustedes: “No queréis venir a mí para que
tengáis vida.”
¡Oh!, pobre pecador tembloroso, si estás anuente a venir, no hay nada
en la palabra de Dios que te impida venir, pero hay a la vez amenazas
que te impelen como poderes que te atraen. Todavía oigo que dicen: “no
debo confiar en Cristo.” Ustedes pueden, lo afirmo, pues a toda criatura
bajo el cielo se le ordena hacerlo, y lo que se te manda que hagas, debes
hacerlo.
“¡Ah!, bien,” dice alguien, “todavía no siento que pueda.” Volvemos a lo
mismo; tú dices que no harás lo que Dios te dice que hagas, por algunos
sentimientos estúpidos tuyos. No se te dice que confíes en Cristo debido
a que sientas algo, sino simplemente porque eres un pecador. Ahora, tú
sabes que eres un pecador. “Lo soy,” dice uno, “y esa es mi aflicción.”
¿Por qué es tu aflicción? Esa es una señal de que sientes. “Ay,” dice alguien,
“pero yo no siento lo suficiente, y esa es mi preocupación. No siento
que deba.” Bien, supón que sientes, o supón que no sientes, tú eres
un pecador, y “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo
Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.” “Oh, pero yo soy un
viejo pecador; he estado sesenta años en pecado.” ¿Dónde está escrito
que después de sesenta años no puedes ser salvado? Amigo, Cristo podría
salvarte a los cien años, ay, si fueras como Matusalén en culpa. “La
sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.” “El que quiera,
tome del agua de la vida gratuitamente.” “Puede también salvar perpetuamente
a los que por él se acercan a Dios.” “Sí,” dirá uno, “pero yo he
sido un borracho, un blasfemo, un lascivo, un profano.” Entonces eres
un pecador, no has excedido lo sumo, y Él puede todavía salvarte. “Ay,”
dirá otro, “pero tú no tienes idea de cómo se ha agravado mi culpa.” Eso
sólo te comprueba que eres un pecador, y que se te ordena confiar en
Cristo y ser salvo. “Ay,” clama otro, “pero tú no sabes cuán a menudo yo
he rechazado a Cristo.” Sí, pero eso sólo te hace un peor pecador. “No
tienes idea de cuán duro es mi corazón.” Así es, pero eso sólo demuestra
que eres un pecador, y todavía demuestra que eres uno de los que Cristo
vino a salvar. “Oh, pero señor, no tengo nada bueno. Si lo tuviera, usted
sabe, tendría algo que me alentaría.” El hecho de que no tengas nada
bueno simplemente me demuestra que tú eres el hombre al que soy enviado
a predicar. Cristo vino para salvar lo que se había perdido, y todo
lo que has dicho únicamente demuestra que estás perdido, y por lo tanto,
Él vino a salvarte.
Confía en Él; confía en Él. “Pero si soy salvado,” dice alguien, “seré el
peor pecador que jamás sea salvado.” Entonces mayor será la música en
el cielo cuando llegues allí; mayor gloria para Cristo, pues entre peor sea
un pecador, más honor habrá para Cristo cuando al fin sea traído a casa.
“Ay, pero mi pecado ha abundado.” Su gracia sobreabundará. “Pero
mi pecado ha llegado hasta el cielo.” Sí, pero Su misericordia sobrepasa
los cielos. “¡Oh!, pero mi culpa es tan ancha como el mundo.” Sí, pero Su
justicia es más amplia que mil mundos. “Ay, pero mi pecado es escarlata.”
Sí, pero Su sangre es más escarlata que tus pecados, y puede lavar
lo escarlata por medio de un escarlata más rico. “¡Ay!, pero yo merezco
estar perdido, y la muerte y el infierno claman por mi condenación.” Sí, y
podrán hacerlo, pero la sangre de Jesucristo puede clamar más fuerte
que la muerte o el infierno; y clama hoy: “Padre, que el pecador viva.”
¡Oh!, yo quisiera sacar este pensamiento de mi propia boca, y meterlo
en sus cabezas, que cuando Dios los salva, no es por nada en ustedes, es
por algo en Él mismo. El amor de Dios no tiene ningún motivo excepto el
que está en Sus propias entrañas; el motivo de que Dios perdone a un
pecador se encuentra en Su propio corazón, y no en el pecador. Y hay
tanta razón en ti para que seas salvado como la hay en cualquier otro
para que sea salvado, es decir, absolutamente ninguna razón. No hay
ningún motivo en ti del por qué deba tener misericordia de ti, pero no se
necesita ninguna razón, pues la razón tiene su base en Dios y sólo en
Dios.
V. Y ahora llego a la conclusión, y confío en que tendrán paciencia
conmigo, pues mi último punto es muy glorioso, y lleno de gozo para
aquellas almas que como pecadoras, se atreven a creer en Cristo: EL RESULTADO
DE LA FE, o cómo prospera cuando viene a Cristo.
El texto dice: “El que en él cree, no es condenado.” Allá está un hombre
que en este momento acaba de creer; él no es condenado. Pero él ha
vivido cincuenta años en pecado, y se ha zambullido en todo tipo de vicios;
sus pecados, que son muchos, le son todos perdonados. El está
ahora delante de Dios como inocente, como si nunca hubiese pecado. Tal
es el poder de la sangre de Jesús, que “El que en él cree, no es condenado.”
¿Se relaciona esto con lo que sucederá el día del Juicio? Les ruego
que miren el texto, y descubrirán que no dice: “El que cree no será condenado,”
sino que dice, no es condenado; no es condenado ahora. Y si no
lo es ahora, entonces se sigue que nunca lo será; pues esa promesa permanece
todavía por haber creído en Cristo: “El que en él cree, no es condenado.”
Yo creo que hoy no soy condenado; dentro de cincuenta años esa
promesa será precisamente la misma: “El que en él cree, no es condenado.”
Así que en el momento en que un hombre pone su confianza en
Cristo, es librado de toda condenación: pasada, presente y por venir; y
desde ese día él está delante de Dios como si estuviese sin mancha ni
arruga, ni nada semejante. “Pero él peca,” dices. Ciertamente peca, pero
sus pecados no son consignados a su cargo. Fueron cargados en Cristo
desde tiempos antiguos, y Dios no puede castigar la misma ofensa en
dos: primero en Cristo y luego en el pecador. “Ay, pero él a menudo cae
en pecado.” Eso puede ser posible; aunque si el Espíritu de Dios está en
él, no peca como antes estuvo inclinado a hacerlo. Él peca por razón de
debilidad, no por razón de su amor al pecado, pues ahora lo odia. Pero
fíjate, tú lo dirás a tu manera si quieres, y yo responderé, “sí, pero aunque
él peque, no es más culpable a los ojos de Dios, pues toda su culpa
ha sido quitada de él, y ha sido puesta en Cristo; positiva, literal y realmente
levantada de él y puesta sobre Jesucristo.
¿Ven esa hueste judía? Sacan a un chivo expiatorio; el sumo sacerdote
confiesa el pecado del pueblo sobre la cabeza del chivo expiatorio. Todo el
pecado es quitado del pueblo, y puesto sobre el chivo expiatorio. Se llevan
lejos al chivo expiatorio, al desierto. ¿Queda algún pecado en el pueblo?
Si quedara, entonces el chivo expiatorio no se lo habría llevado lejos.
Porque no puede estar aquí y allí también. No puede ser llevado lejos y a
la vez ser dejado atrás. “No,” dices tú, “la Escritura dice que el chivo expiatorio
se llevaba el pecado; no quedaba ninguno en el pueblo cuando el
chivo expiatorio se había llevado el pecado. Y así, cuando por fe ponemos
nuestra mano sobre la cabeza de Cristo, ¿se lleva Cristo nuestro pecado,
o no? Si no se lo lleva, entonces no tiene sentido que creamos en Él; pero
si realmente quita nuestro pecado, entonces nuestro pecado no puede
estar sobre Él y sobre nosotros también; si está sobre Cristo, somos libres,
limpios, aceptados, justificados, y esta es la verdadera doctrina de
la justificación por la fe.
Tan pronto como un hombre cree en Cristo Jesús, sus pecados se van
de él, y se van lejos para siempre. Están borrados ahora. Por ejemplo, si
un hombre debe cien libras esterlinas, sin embargo, si posee un recibo
por ellas, es libre; la deuda se ha borrado; hay un borrón el libro, y la
deuda está saldada. Aunque el hombre cometa pecado, como la deuda
fue pagada antes de que fuera asumida, no es más deudor a la ley de
Dios. ¿Acaso no dice la Biblia que Dios ha arrojado los pecados de Su
pueblo a las profundidades del mar? Ahora, si están en las profundidades
del mar, no pueden estar al mismo tiempo sobre Su pueblo. Bendito
sea Su nombre, en el día en que arroja nuestros pecados a las profundidades
del mar, nos ve puros delante de Él, y somos hechos aceptos en el
Amado. Entonces Él dice: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo
alejar de nosotros nuestras rebeliones.” No pueden ser quitadas y permanecer
todavía aquí.
Entonces, si tú crees en Cristo, no eres más un pecador delante de
Dios; eres acepto como si fueras perfecto, como si hubieses guardado la
ley, pues Cristo la ha guardado, y Su justicia es tuya. Tú has quebrantado
la ley, pero tu pecado es Suyo, y Él ha sido castigado por su causa. No
se equivoquen más; ya no son más lo que eran; cuando creen, están en
el lugar de Cristo, de la misma forma que Cristo desde el principio estuvo
en el lugar de ustedes. La transformación es completa, el canje es positivo
y eterno. Quienes creen en Jesús son tan aceptos por Dios el Padre de
la misma manera que Su Hijo eterno es acepto; y los que no creen, sin
importar lo que hagan, no harán otra cosa que obrar su justicia propia;
pero permanecen bajo la ley, y todavía estarán bajo maldición.
Ahora, ustedes que creen en Jesús, recorran la tierra en la gloria de
esta grandiosa verdad. Ustedes tienen todavía una naturaleza pecaminosa,
pero han sido lavados en la sangre de Cristo. David dice: “Lávame, y
seré más blanco que la nieve.” Últimamente han visto caer la nieve:
¡cuán clara!, ¡cuán blanca! ¿Qué podría ser más blanco? Pues, el cristiano
es más blanco que eso. Ustedes dicen: “Él es negro.” Yo sé que es tan
negro como cualquiera, tan negro como el infierno, pero la gota de sangre
cae en él, y se vuelve tan blanco, “más blanco que la nieve.” La próxima
vez que vean los blancos copos de nieve cayendo del cielo, mírenlos y digan:
“¡Ah!, aunque deba confesar dentro de mí que soy indigno e inmundo,
sin embargo, al creer en Cristo, Él me ha dado Su justicia tan completamente,
que soy inclusive más blanco que la nieve cuando desciende
del tesoro de Dios.” ¡Oh!, que la fe se aferrara a esto. ¡Oh!, que tuviéramos
una fe vencedora que obtenga la victoria sobre las dudas y los temores,
y que nos haga gozar de la libertad con la que Cristo hace libres a los
hombres.
Regresen a casa, ustedes que creen en Cristo, y vayan a sus camas esta
noche y digan: “si muero en mi cama, no puedo ser condenado.” Al
despertarse la mañana siguiente, vayan por el mundo diciendo: “No estoy
condenado.” Cuando el diablo les aúlle, díganle, “¡Ah!, podrás acusar, pero
no soy un condenado.” Y si algunas veces, sus pecados se alzan, digan:
“Ah, yo los conozco, pero ustedes han partido para siempre; no estoy
condenado.” Y cuando les llegue su turno de morir, cierren sus ojos
en paz—
“Con valor estarán aquel grandioso día,
Pues ¿quién podría acusarlos de algo?”
Plenamente absueltos por la gracia serán encontrados al fin, y toda la
tremenda maldición y la condena de todo pecado, serán quitadas, no por
algo que ustedes hayan hecho. Yo les suplico que hagan todo lo que puedan
por Cristo, por gratitud, pero aun cuando lo hayan hecho todo, no
descansen en ese punto. Descansen todavía en la sustitución y en el sacrificio.
Sean ustedes lo que fue Cristo delante de Su Padre, y cuando la
conciencia despierte, pueden decirle que Cristo fue para ustedes todo lo
que ustedes debieron haber sido, que Él ha sufrido todo su castigo; y
ahora ni la misericordia ni la justicia pueden golpearles, puesto que la
justicia ha estrechado la mano de la misericordia en un firme decreto de
salvar al hombre cuya fe esté en la cruz de Cristo. El Señor bendiga estas
palabras por Su Hijo. Amén.

http://www.spurgeon.com.mx
Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
Sermón #361 – Volumen 7
NONE BUT JESUS—FIRST PART

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